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Koontz - Nosotros tres

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    Nosotros tres
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    2010
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Nosotros tres
Dean R. Koontz
Jonathan, Jessica y yo empujamos a nuestro padre, haciéndole rodar por el comedor y a través de la coquetona cocina estilo inglés antiguo. Nos costó bastante trabajo pasarle por la puerta trasera, porque se había puesto muy rígido. Y no me refiero a su carácter, aunque siempre que le venía en gana había actuado como un tirano. Ahora estaba rígido, sencillamente, porque el rigor mortis había endurecido sus músculos. Pero no nos arredramos por ello. Le dimos unas cuantas patadas hasta que se dobló por el medio y pudimos hacerle pasar por el marco de la puerta. Luego, lo arrastramos por el porche y los seis escalones de la entrada hasta dejarlo sobre el césped. – ¡Pesa una tonelada! – exclamó Jonathan, resoplando y jadeando mientras se secaba el sudor que resbalaba por su frente.

–Nada de una tonelada – dijo Jessica -. En realidad, menos de ochenta kilos.

Somos trillizos y nos parecemos en un montón de cosas, pero también nos diferenciamos en muchos pequeños detalles. Jessica, por ejemplo, es la más pragmática de los tres, mientras que Jonathan tiende siempre a la exageración, a la fantasía… y a soñar despierto. Yo estoy, en cierto modo, entre los dos extremos. ¿Una especie de soñador pragmático, tal vez?

–Y ahora, ¿qué vamos a hacer? – preguntó Jonathan, arrugando la nariz con disgusto y mirando hacia el cadáver que yacía sobre la hierba.

–Qemarlo – contestó Jessica. Sus labios finos marcaban una línea roja en la parte inferior de su rostro. Sus cabellos rubios resplandecían bajo el sol de la mañana. Era un día maravilloso, realmente, y Jessica lo más bello de aquel día -. Quemarlo completamente. – ¿No sería mejor traer aquí a madre también, y quemarlos a los dos juntos? – preguntó Jonathan -. Nos ahorraría un montón de tiempo.

–Si hacemos una pira demasiado grande las llamas van a subir muy alto – objetó Jessica -. Y alguna chispa perdida podría prender fuego a la casa.

–Podemos elegir entre todas las casas que hay en el mundo – dijo Jonathan extendiendo los brazos y abarcando con el gesto todo el contorno veraniego y más allá Massachussets, y detrás de Massachussets, la nación entera… y todo el resto.

Jessica le miró fijamente, con una mirada penetrante. – ¿No tengo razón, Jerry? – preguntó Jonathan volviéndose hacia mí -. ¿No tenemos el mundo entero para nosotros? Me parece que es una solemne tontería preocuparse de esta vieja casa.

–Tienes razón – dije yo.

–A mí me gusta esta casa – replicó Jessica.

Y porque a ella le gustaba esta casa precisamente, nos apartamos unos cinco o seis metros del cadáver, que yacía allí, espatarrado, nos quedamos mirándolo, invocamos el fuego con el pensamiento y padre comenzó a arder en el mismo instante. Las llamas brotaron solas y envolvieron su cuerpo en un sudario rojo-anaranjado. Siguió ardiendo bien, se ennegreció, reventó, sus gases se escaparon en siseos y por fin quedó reducido a cenizas.

–Pienso que tendría que sentir tristeza – dijo Jonathan.

Jessica hizo una mueca.

–Bueno, al fin y al cabo, era nuestro padre – insistió él.

–Estamos por encima de los sentimentalismos fáciles – replicó Jessica, volviendo sus ojos hacia nosotros dos, primero Jonathan y luego yo, para asegurarse de que lo comprendíamos así -. Somos una raza nueva, con nuevas emociones y nuevas actitudes.

–Supongo que tienes razón – dijo Jonathan, pero no parecía muy convencido.

–Vamos ahora en busca de madre – dijo Jessica.

Aunque sólo tiene diez años – seis minutos más joven que Jonathan y tres minutos más joven que yo -, es la que posee más fuerza de carácter. Generalmente se sale con la suya.

Volvimos a entrar en la casa y arrastramos a madre.

El Gobierno había asignado a nuestra casa un contingente de nueve hombres de la infantería de marina y ocho agentes vestidos de paisano.

En teoría, la misión de estos hombres era la de protegernos y evitar que nos ocurriese nada malo. Pero la realidad era que estaban allí para vigilamos y evitar que nos escapásemos. Cuando hubimos acabado con madre, fuimos sacando todos los otros cuerpos al césped y quemándolos uno tras otro.

Jonathan estaba exhausto. Se sentó entre dos esqueletos que todavía humeaban y se limpió el sudor y las cenizas del rostro.

–Tal vez hayamos cometido una gran equivocación – dijo. – ¿Equivocación? – exclamó Jessica. Inmediatamente se puso a la defensiva.

–Tal vez no deberíamos haberlos matado a todos – insistió Jonathan.

Jessica dio una patada en el suelo. Los bucles rubios de su pelo ondearon al aire. – ¡Eres un verdadero idiota, Jonathan! Sabes perfectamente lo que iban a hacernos.

Cuando se dieron cuenta de lo lejos que podía llegar nuestro poder y de lo rápidamente que íbamos desarrollando nuevas capacidades, comprendieron muy bien el peligro que suponíamos para ellos. Estaban dispuestos a matarnos.

–Podíamos haber matado sólo a unos cuantos, como demostración – dijo Jonathan -. ¿Era necesario acabar con todos?

Jessica dejó escapar un suspiro.

–Escucha, eran como hombres del Neanderthal, comparados con nosotros. Somos una nueva raza con nuevos poderes, nuevas emociones, nuevas actitudes. Somos los niños más precoces de todos los tiempos; pero ellos disponían de una cierta fuerza bruta, no lo olvides. No nos quedaba más remedio que actuar rápidamente y sin previo aviso. Hicimos lo que teníamos que hacer.

Jonathan miró en tomo, pasando la vista por las manchas negras de hierba quemada.

–Va a ser un trabajo enorme. Nos ha llevado toda la mañana acabar con estos pocos.

No terminaremos nunca de limpiar el mundo entero.

–Muy pronto habremos aprendido a levitar los cuerpos – dijo Jessica -. Ya siento un presagio de este nuevo poder. Quizá incluso aprendamos a teletransportalos de un sitio a otro. Todo será más fácil entonces. Además no vamos a limpiar el mundo entero, sino tan sólo aquellas partes del mundo que queramos usar durante los próximos años. Para entonces, el tiempo y las ratas habrán completado la tarea.

–Seguramente tienes razón – admitió Jonathan.

Pero yo estaba convencido de que tenía muchas dudas al respecto, y compartía con él algunas de ellas. Era indudable que estábamos más alto en la escala de la evolución de lo que nadie había estado antes de nosotros. Podemos ver la mente y el porvenir bastante bien, y somos capaces de multitud de experiencias extracorporales. También dominamos ese truco del fuego, el poder de transformar la energía del pensamiento en un verdadero holocausto. Jonathan es capaz de controlar el curso de los arroyos y pequeños regueros de agua, un truco con el que suele divertirse mucho cada vez que trato de orinar. Aunque pertenece a la nueva raza, todavía le gusta jugar como un niño. Jessica puede predecir el tiempo con gran exactitud. Y yo tengo un poder especial sobre los animales. Los perros vienen a mí, y lo mismo ocurre con los gatos, los pájaros y con toda clase de vertebrados.

Aparte de esto somos capaces de poner punto final a la vida de cualquier animal o planta con sólo pensar en su muerte.

Como pensamos en la muerte de todo el resto de la humanidad.

Quizá, teniendo en cuenta las teorías de Darwin, estábamos destinados a destruir a todos esos nuevos neanderthales, una vez que desarrollásemos suficientemente esta habilidad. Pero no puedo librarme de la duda. Presiento que, de una forma u otra, nosotros también sufriremos con la destrucción de la vieja raza.

–Eso es un pensamiento retrógrado – dijo Jessica. Había leído mi mente. Sus talentos telepáticos son más fuertes y están mejor desarrollados que los de Jonathan y los míos -.

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