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Arthur Machen - La pir?mide de fuego

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Arthur Machen La pir?mide de fuego

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Muy anterior a la literatura realista la literatura fantástica es de la - photo 1

Muy anterior a la literatura realista, la literatura fantástica es de la ejecución más ardua, ya que el lector no debe olvidar que las fábulas narradas son falsas, pero no su veracidad simbólica y esencial. Resignémonos a admitir que la literatura es un juego, ejecutado mediante la combinación de palabras, que son piezas convencionales, pero no olvidemos que en el caso de sus maestros —Machen es uno de ellos— esa suerte de álgebra o de ajedrez debe corresponder a una emoción.

… Arthur Machen puede, alguna vez, proponernos fábulas increíbles, pero sentimos que las ha inspirado una emoción genuina. Casi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño.

Jorge Luis Borges


Arthur Machen

La pirámide de fuego

La Biblioteca de Babel - 13

ePub r1.0

orhi 21.10.14


Títulos originales: The Novel of the Black Seal (J. A. Molina Foix)

The Novel of the White Powder (F. Torrres Oliver)

The Shining Pyramid (J. A. Molina Foix)

Arthur Machen, 1895

Traducción: Juan Antonio Molina Foix & Francisco Torres Oliver

Los tres cuentos de este volumen, ha sido traducidos de Tales of Horror and Supernatural , Richard Press, Londres, 1949

Editor digital: orhi

ePub base r1.1


Prólogo

En la dilatada y casi infinita literatura de Inglaterra, Arthur Machen es un poeta menor.

Me apresuro a indicar que estas dos palabras no quieren disminuirlo. Lo he llamado poeta, porque su obra, escrita en una prosa muy trabajada, tiene esa intensidad y esa soledad que son propias de la poesía. Lo he llamado menor, porque entiendo que la poesía menor es una de las especies del género, no un género subalterno. El ámbito que abarca es menos vasto, pero la entonación es siempre más íntima. Hablar de poesía menor es como hablar de poesía dramática o de poesía épica. De Paul Verlaine cabría declarar que es el primer poeta de Francia y que asimismo es un poeta menor, ya que no nos ofrece la variedad de Ronsard o de Hugo.

Por lo demás, las posibles definiciones de Machen son harto menos importantes que ciertas singularidades que creo percibir en su obra. Una es la existencia del Mal, no como una mera ausencia del Bien, a la manera de tantas teodiceas, sino como un ser o como una coalición de seres que lucha incesantemente contra éste y que puede triunfar. En las narraciones de Machen, esta victoria demoníaca no se limita a la depravación del hombre subyugado: alcanza también las formas de la corrupción y la pestilencia. Este horror físico contrasta con el rigor y la severidad de la prosa, nunca efusiva como en Poe o en Lovecraft, su discípulo. Otra es que Machen, como Kipling —que nunca le agradó—, sintió la gravitación de los muchos pueblos que habían habitado Inglaterra. Machen era gales y nació en Caerleon-on-Usk, aquella ciudad donde la nostalgia de los britanos perseguidos por los sajones, situó los prodigios que enloquecieron a Alonso Quijano y lo transformaron en Don Quijote: Merh’n, hijo del diablo, el rey Arturo, vencedor de once batallas y trasladado herido mortalmente a una isla mágica donde retornará a salvar a su pueblo. Lanzarote y Ginebra, el Santo Grial, que recogió la sangre de Cristo. No dejó nunca de insistir en ser celta, es decir, anterior a los romanos, anterior a los sajones, anterior a los anglos, que dieron su nombre a la tierra, anterior a los daneses, anterior a los normandos, anterior a las gentes misceláneas que poblarían la isla. Bajo ese palimpsesto secular de razas vencedoras, Machen pudo sentirse oscuramente victorioso y antiguo, arraigado a su suelo y alimentado de primitivas ciencias mágicas. Paradójicamente agregó a ese concepto histórico el de otro linaje aún más subalterno y oculto: el de seres nocturnos y furtivos que encarnan el pecado y lo difunden. Insistió asimismo en ser celta para sentirse solo y, como sus lejanos mayores, predestinado al fracaso. Se complacía en repetir el verso que Taliesin dedicó a sus antepasados: «Entraron siempre en la batalla y siempre cayeron».

Según se sabe, los maniqueos de los primeros siglos de nuestra era concibieron el universo como el eterno conflicto del reino del Bien, cuyo elemento natural es la luz, y del reino del Mal, cuyo elemento natural es la tiniebla. Análogamente, los thugs del Indostán reducían la historia universal a la constante batalla de la Aniquilación y de la Creación y se declaraban prosélitos de la primera, personificada en la diosa Kali, asimismo llamada la Madre Negra, cuyos otros nombres eran Durga y Parvati. Los thugs escoltaban a los viajeros para guardarlos de los thugs y, una vez alcanzada la soledad, los estrangulaban, después de ritos preliminares, con cordones de seda. El mal tiene sus mártires; en el siglo XIX las autoridades británicas ahorcaron a un thug que debía más de novecientas muertes y que enfrentó serenamente la ejecución. Las narraciones de Arthur Machen prolongan, por consiguiente, la más antigua, acaso, de las explicaciones del Mal, la que preocupó, sin duda, al desconocido autor del Libro de Job.

Es curioso que Philip van Doren Stern en su excelente estudio sobre Machen haya omitido el nombre de Robert Louis Stevenson, que, según el propio Machen, fue quien primero influyó en él y le inspiró sus The Three Impostors. Muy anterior a la literatura realista, la literatura fantástica es de ejecución más ardua, ya que el lector no debe olvidar que las fábulas narradas son falsas, pero no su veracidad simbólica y esencial. Resignémonos a admitir que la literatura es un juego, ejecutado mediante la combinación de palabras, que son piezas convencionales, pero no olvidemos que en el caso de sus maestros —Machen es uno de ellos— esa suerte de álgebra o de ajedrez debe corresponder a una emoción. Hay escritores (Poe simulaba ser uno de ellos, pero felizmente no lo fue) que aseguran que el efecto de un texto es la meta esencial de lo que se escribe; Arthur Machen puede, alguna vez, proponernos fábulas increíbles, pero sentimos que las ha inspirado una emoción genuina. Casi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño.

Los tres impostores que dan su nombre a su obra más famosa mienten; y sabemos que mienten; ello no impide que sus mentiras nos perturben. La vida de Arthur Machen (1863-1947) fue lo que podríamos llamar lateral, no halló nunca la gloria y no creemos que la buscara. Hombre de varia erudición, pasó buena parte de sus días en el Museo Británico, donde buscaba libros oscuros, para que el ejercicio de ese vicio impune, la lectura —la frase es de Valery Larbaud—, fuera aún más solitario. Tradujo al inglés la vasta obra de Rabelais no a la manera exuberante de Urquhart, sino para probar la teoría de que ese libro abrumador encierra un secreto y sabio equilibrio. En aquel volumen de su autobiografía que se titula The London Adventure, recrea de memoria el admirable cuento El dibujo de la alfombra, de Henry James; el breve resumen de Machen, aligerado de inútiles rasgos melodramáticos, es harto más conmovedor que el laborioso original .

De las narraciones elegidas, las dos primeras pertenecen a la obra más famosa de Machen , Los tres impostores. La historia de su título es curiosa. A fines de la Edad Media se habló de un libro peligroso , De tribus impostoribus, cuya tesis sería que la humanidad ha sido seducida por tres embaucadores famosos: Moisés, Cristo y Mahoma. La lectura de este volumen, que nadie llegó a ver, fue severamente condenada por varios concilios y ejerció una influencia considerable sobre la libertad de pensamiento. Machen aprovechó este título para su volumen fantástico. El tema general es la corrupción espiritual y física de tres víctimas inmoladas a los poderes demoníacos. El lector no logrará olvidar fácilmente estas bien tramadas pesadillas que, con un mínimo de imaginación y de mala suerte, podrán poblar sus noches .

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