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Sellings Arthur - Telepata

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Sellings Arthur Telepata

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Arthur Sellings penetra en las mentes de dos personas que son telépatas; es decir, que se comunican una con otra emocional e intelectualmente, sin palabras y sin VOLICIÓN.

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Arthur Sellings

TELÉPATA

Título original: Telepath

Arthur Sellings, 1962

Traducción: Jesús de la Torre Roldán

CAPITULO I

—Reconozcámoslo, pero el teatro está muerto en este año de gracia de 1975. El inscribirse como actor es una simple excusa para obtener una limosna sin pasar por la postrera indignidad de aceptar un trabajo. También podíamos inscribirnos como galeotes.

—Habla por ti mismo, amigo mío. En Londres hay una docena de teatros. ¿Y llamas a eso muerte?

—Una docena de teatros equivale a un cadáver amortajado, embalsamado y empolvado. Todo lo que hacen los actores es pulsar botones para que el sempiterno cadáver levante un brazo o agite una pierna laxa. ¿Sabes lo que somos? Unos necrófilos.

—Nada de eso. Deja que encuentre un caballo blanco para mi teatro periférico. Colocaré al público en el centro... con notas sobre el programa, naturalmente. Los actores irrumpirán desde el exterior y...

—¡"Periférico”! Con un nombre como éste estás condenado al fracaso desde el principio.

—Es el nombre inevitable, porque es el inevitable desarrollo, lo absoluto en realismo. Primero el proscenio, luego el teatro circular, ahora...

Arnold se tendió sobre el sillón helicoidal de plástico mientras sorbía su copa, escuchando la conversación y preguntándose por qué diablos le pedirían que asistiera a reuniones de esta clase.

—Es una gigantesca barahúnda. Puedes hablar hasta desgañitarte sobre economía, equilibrio del poder y asuntos de Estado. Lo cierto es que todo el que tiene algún cargo, hoy por hoy, desde los hombres más poderosos hasta el tercer vicecónsul de Tombuctú o el comisario encargado de la producción de pisapapeles en Vladivostok, tiene la consigna de mantener la tensión.

—¿No te estás mostrando un poco cáustico?

—Por supuesto, me había olvidado que formas parte de una junta del Gobierno o algo por el estilo, ¿no es cierto?

—Estoy seguro que Francis está de acuerdo con sus propias teorías, ¿verdad, Francis?

Quien hablaba era Gwen Ellis, la anfitriona. Era una mujer metida en carnes, cincuentona y de gran renombre en el mundillo de la cinta musical. Arnold sabía que no tenía el menor interés en política ni en asuntos mundiales.

—Desde luego. Un estudiante de teorías políticas debe estar por encima de las consideraciones personales. Ahora bien, como iba diciendo...

La discusión, empujada por las esporádicas presiones propias de todas las fiestas, quedó reducida a un rincón de la estancia, siendo desbordada por las demás.

—De forma que le dije al famoso magnate que eso costaría un millón. ¿Y qué es un millón? Y ya saben ustedes... eh, perdón, ésta es mi copa.

—Hace años que lo vengo diciendo —se oía otra voz—. Ahora es cuando el elemento árabe ha entrado realmente en el jazz. ¿Y qué sucede? Pues que ha perdido toda su pureza. ¿Dónde se pueden encontrar hoy en día raíces puras? Ustedes me dirán.

—...Por favor, aquí no. Oh, mire lo que ha hecho. ¡Me ha derramado todo sobre la chaqueta!

—¿Y, no pudo dejar a Herr barón en mejores manos?

—¿De qué estás hablando?

—El barón; Frank N. Stein. Está bien, querida, no le dejes que te arrastre.

Arnold se percató de que su copa estaba vacía y también de que estaba bebiendo bastante aprisa. Siempre bebía demasiado de prisa en las fiestas. Igualmente se dio cuenta de que le había llegado el momento de cumplir sus obligaciones sociales mínimas, mezclándose con los demás. Una de aquellas obligaciones (pensó aburrido) consistía en elegir una mujer para el resto de la velada, y, posiblemente, para el resto de la noche. Sin embargo, nada consecuente surgía de conexiones como ésta en tales fiestas. Algo fallaba en él... o en ella. Tal vez porque él esperase demasiado.

Nunca se producía un contacto real. Pero había que cumplir con las obligaciones sociales. Se levantó de su asiento helicoidal y se dirigió hacia la barra.

Se sirvió un “vodka” y miró alrededor. La mayoría de las mujeres estaban acompañadas de hombres, por parejas o en grupos. Una chica que se encontraba sola le miró en el momento que él la miraba a ella. Habían estado juntos en una ocasión, y Arnold levantó su mano en un gesto más de despedida que de saludo, al tiempo que trataba de hacer memoria. También ella se dedicaba a la publicidad, pero, de un modo u otro, había sufrido un auténtico lavado de cerebro. Era una mujer que respiraba estadística por los cuatro costados. Estaba seguro de que cuando la dejara a la mañana siguiente le anotaría como una cifra más en la gráfica de consumidores.

Cuando se alejaba de ella se topó con otra muchacha. Esta llevaba en su mano una copa vacía.

—Permítame que le busque otra —dijo él sonriendo, mientras le cogía la copa de la mano—. Esto es horrible —y miró en derredor suyo en busca de un sitio donde dejar su copa. Al no encontrarlo, la depositó en manos de la muchacha—. ¿Qué prefiere?

—Un vino tinto, por favor.

El regresó con la copa llena.

—¿Le agrada “Beaujoláis”?

Ella asintió con la cabeza. Ambos se retiraron hacia un rincón.

—Me llamo Ash... Arnold Ash.

—Claire Bergen —respondió ella.

Era morena y no del todo guapa. Tenía unos grandes ojos tristones, atrayentes en sí, que rompían ligeramente el equilibrio de su persona. No, pensó, no es guapa... y demasiado individualista para que resulte linda. Su cabello negro, liso y cortado a flequillo, no estaba de moda. Tampoco lo estaba su vestido recto, color naranja, y sin el alivio de ornamento alguno. Arnold tenía el vago presentimiento de haberla visto antes.

—¿Se divierte? —la preguntó.

—¿Y usted?

—Ya ve —respondió él encogiéndose de hombros.

—Reuniones —rió ella alegremente—, la gran aspirina común universal.

—Constituye un momento de recreo del caballete y estudio, supongo —dijo él sin pensarlo siquiera.

Hubo un momento de pausa.

—Cómo, ¿acaso pinta usted?

—¿Yo? No.

Ella le miró extrañada.

—¿Es quizá una metáfora, relacionada con el tablero de dibujo? —dijo ella mirándose las manos—. ¿O acaso tengo pintura entre las uñas?

—Pero usted pinta, ¿verdad?

—Sí, pero, ¿quién se lo dijo? Todavía no he expuesto.

El sintió una turbación extraña en todo su ser. Era algo así como una sensación de “déjá vu”, de haber estado aquí antes. Pero no era el momento de ponerse a recordar hechos. Era un simple presentimiento, mucho más fuerte ahora, de que conocía a aquella mujer. Pero no la conocía; podía jurarlo.

—¿Por qué no expone usted sus cuadros? —dijo él, tratando de vencer su incomodidad.

—No estoy preparada —la voz de la mujer sonaba molesta. Consciente de ello, añadió explícita—: La pintura es un arte solitario. No depende de otras personas, como la música, la escena o la literatura.

—¿De veras piensa usted que la pintura no es un acto de comunicación?

—Yo no dije eso. De hecho, un cuadro es algo más completo, intrínsecamente, que una novela o una sinfonía.

—Su única diferencia será... Sí, el elemento tiempo. En el sentido de que una novela lleva tiempo para leerla y una sinfonía también lo precisa para escucharse completa, mientras que una pintura se palpa en el espacio. Pero...

—Eso no es lo importante. Lo importante es que un pintor no precisa de público para ejecutar su obra, ni tampoco tiene necesariamente que pintar personas. Y yo, sin duda alguna, no necesito el juicio de los demás acerca de mis cuadros. Cuando esté preparada para exponer, lo haré.

—¿Pero, cómo se puede poner una obra en perspectiva sin exponerla?

Arnold empezó a preguntarse por qué diablos se habría metido en aquella discusión. ¿Quién fue? ¿Welch? Sí, Dentón Welch que dijo: "Nunca debo temer a mi propia fatuidad, pero sí a mis pretensiones. Debo valerme de cuanto haya a mi alcance, sin pensar orgullosamente que no pueda ser lo suficiente bueno.”

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