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Arthur Schopenhauer - El arte de envejecer

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Arthur Schopenhauer El arte de envejecer

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Durante los últimos ocho años y medio de su vida Arthur Schopenhauer - photo 1

Durante los últimos ocho años y medio de su vida, Arthur Schopenhauer (1788-1860) fue reuniendo en un apretado volumen que tituló Senilia los frutos de sus habituales meditaciones, observaciones y reflexiones, en lo que constituía su particular remedio espiritual para hacer más llevadero, o incluso agradable, el momento en que «el Nilo llega a El Cairo». Preparado y prologado por Franco Volpi, El arte de envejecer reúne una selección de 319 fragmentos de aquella obra, seleccionados por su especial interés y amenidad, en lo que constituye una inteligente y sagaz defensa de la edad avanzada a cargo del padre del pesimismo.

Arthur Schopenhauer El arte de envejecer ePub r10 Titivillus 270116 Título - photo 2

Arthur Schopenhauer

El arte de envejecer

ePub r1.0

Titivillus 27.01.16

Título original: Die Kunst, alt zu werden, oder Senilia

Arthur Schopenhauer, 2009

Traducción: Adela Muñoz Fernández

Edición, introducción y notas: Franco Volpi

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

1860 En Siècle 10 abril de 1859 y posteriormente en el Journal du Magnétisme - photo 3

1860

En Siècle, 10 abril de 1859, y posteriormente en el Journal du Magnétisme de Dupotet, del 25 de mayo de 1859, aparece la historia, descrita de manera muy bella, de una pequeña ardilla atraída deforma mágica por una serpiente hasta sus fauces.

Esta historia resulta importante no solo como una mera referencia mágica, sino también como argumento para el pesimismo: que un animal sea atacado y devorado por otro es grave, uno puede, sin embargo, tranquilizarse sobre ello; pero que una pobre e inocente ardilla, sentada junto a su nido con sus cachorros, se vea obligada, paso a paso, vacilando, luchando consigo misma y gimiendo, a dirigirse directamente a las fauces ampliamente abiertas de la serpiente y arrojarse de forma consciente en ellas, esto resulta indignante y clama al cielo, pues uno siente, entonces, que Aristóteles afirmase con toda razón: hē physis daimonia men esti, ou de theia [«(Toda) la naturaleza está realmente llena de semidioses, pero no es del todo divina», De divinatione per somnum, II, 463b, 14]. ¡Qué espantosa naturaleza es esta a la que pertenecemos!

Para asegurarse la atención permanente y la participación del público se debe o bien escribir algo que posea un valor duradero, o bien escribir siempre algo nuevo, lo cual resultará, por eso mismo, siempre peor.

Si quiero por un momento alcanzar el último escalón,

Entonces debo escribir cada sermón.

Sic fere [más o menos], Tieck.

Aquella existencia, la cual permanece ajena a la muerte del individuo, no posee la forma ni del tiempo ni del espacio: pero para nosotros todo lo real se nos manifiesta, sin embargo, bajo esta forma, de ahí que la muerte se nos presente también como aniquilamiento.

Pues el cese de las funciones animales es el sueño; la de las orgánicas, la muerte.

Solo hay un presente y es para siempre, pues constituye la única forma de la existencia real. Se debe llegar a eso, a comprender que el pasado, por sí mismo, no resulta diferente del presente, sino solamente en nuestra aprehensión que, como tal, es la forma que adopta el tiempo en virtud de la cual lo presente se nos manifiesta como algo diferente del pasado. Para transmitir esta comprensión pensemos en todos los acontecimientos y escenas de la vida humana, buenas y malas, felices y desgraciadas, gratas y espantosas, tal y como se nos representan sucesivamente en una colorida diversidad y alternancia a lo largo del tiempo y en diferentes lugares, como si estuviesen allí desde siempre, en Nunc stans [en un presente invariable], mientras que solo de forma aparente ora parece esto, ora lo otro; entonces se comprenderá realmente lo que significa la objetivación de la voluntad de vivir. También nuestra complacencia por los cuadros que muestran situaciones cotidianas estriba principalmente en que fija las escenas fugaces de la vida. El dogma de la metempsicosis [transmigración de las almas] nació del sentimiento de la verdad pronunciada.

La vulgaridad consiste básicamente en lo siguiente: en la conciencia prevalece en absoluto el querer sobre el conocer, con lo cual se llega hasta el punto de que el conocer está ahí solo para entrar al servicio de la voluntad; por consiguiente, cuando este servicio no tiene lugar, es decir, cuando no se halla ningún motivo, grande o pequeño, para que el conocer actúe, este cesa por completo, produciéndose un vacío de pensamientos. Ahora bien, un querer carente de conocimiento es lo más infame que puede haber: cada tronco de madera lo tiene y lo muestra, al menos, cuando cae. De ahí que aquella situación constituya la vulgaridad. En la misma situación permanecen los instrumentos de los sentidos y la escasa actuación de la facultad de comprender, la cual requiere de una mayor actividad para la aprehensión de los datos. Como consecuencia de ello el hombre vulgar está expuesto constantemente a todas las impresiones, esto es, percibiendo a cada instante todo aquello que sucede a su alrededor, de tal forma que el más leve ruido, incluso el más insignificante percance, le llama la atención enseguida, como a los animales. Esta situación se deja ver en su rostro y en toda su presencia física, dotándole de un aspecto vulgar, cuya impresión resulta aún más repugnante cuando, como sucede en la mayoría de los casos, la conciencia se halla dominada solo por una voluntad vil, egoísta y absolutamente malvada.

Cada cosa tiene dos propiedades: aquellas que pueden ser conocidas a priori y aquellas que pueden ser conocidas a posteriori. Las primeras surgen del intelecto que las concibe; las segundas, de la esencia en sí de la cosa, la cual es aquello que, en nosotros, conocemos como la voluntad.

La auténtica escala para medir la jerarquía de las inteligencias la suministra el grado en el cual dicha escala concibe las cosas desde la mera concepción individual hasta una más general. El animal conoce solo lo particular como tal, permaneciendo así atrapado en la concepción de lo individual. Cada ser humano agrupa, sin embargo, lo individual en conceptos; en eso consiste precisamente el uso de su razón; y cuanto mayor sea la inteligencia más generales serán, a su vez, estos conceptos. Cuando esta concepción de lo general penetra ya el conocimiento intuitivo y no se queda en los meros conceptos, sino que tiene la capacidad de asimilar lo contemplado de una forma inmediata como algo ya general, entonces surge el conocimiento de las ideas (platónicas): dicho conocimiento es estético y será, si actúa por sí mismo, genial y alcanzará su máximo grado cuando se convierta en conocimiento filosófico; es decir, cuando de este modo la totalidad de la vida, de los seres y de su caducidad, del mundo y de su consistencia, destaquen, concebidos de forma intuitiva, en su auténtica condición y se impongan de esta forma como objeto de meditación para la conciencia. Es el grado más alto de la sensatez. Entre este grado y el de los animales se sitúan, pues, incontables grados, los cuales se diferencian entre sí por la menor o mayor generalización de su concepción.

Ellos levantan monumentos para la gente, monumentos con los cuales la posterioridad, algún día, no sabrá qué hacer. Pero a los ciudadanos no les levantan ninguno.

El presente

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