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Montero - El informe Flandes (Spanish Edition)

Aquí puedes leer online Montero - El informe Flandes (Spanish Edition) texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2015, Editor: De Librum Tremens, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Montero El informe Flandes (Spanish Edition)
  • Libro:
    El informe Flandes (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    De Librum Tremens
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  • Año:
    2015
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EL INFORME

FLANDES

Carlos Montero Jiménez

El informe Flandes Spanish Edition - image 1

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Todos los derechos reservados.

Impreso en España. Printed in Spain

Título original: El informe Flandes

Copyright 2015 ® De Librum Tremens Editores S.L.

Copyright 2015 ® Carlos Montero Jiménez

Calle Nardo 53, Soto de la Moraleja, Alcobendas. Madrid 28109

Primera edición ebook julio 2015

ISBN: 978-84-15074-52-6

Diseño de portada: Planet Market S.L.

Para Trini y Alberto con todo mi amor.

El monarca más poderoso de la Cristiandad que tiene en sus manos las riendas de la guerra y tiene ahora un mando tan amplio, que en sus dominios el Sol ni se levanta ni se pone.

O. FELTHAM. A brief character of the low countries.

(Londres 1652).

El joven lacayo acudió presto a la llamada de su superior. Sin embargo, llevaba ya más de media hora esperando que los diferentes Consejos del Reino remitieran sus informes semanales para que Su Majestad los estudiara y diera el visto bueno. La gorguera de su indumentaria le apretaba el cuello y los puños de rico encaje de Bruselas le caían más allá de las manos. Estaba claro que aquel ridículo traje no estaba hecho para él y sí para alguno de esos recomendados flamencos que todavía pululaban por la corte. Observó la sala donde se encontraba. El luto lo envolvía todo. Velos negros cubrían los candelabros y hasta los cojines donde se encontraba sentado se cubrían con fundas oscuras. El ruido de la puerta del despacho le hizo levantarse como un resorte. Un ayudante del Secretario de Estado le hizo una señal para que se acercara y le tendió una pila de documentos. Los cogió con cuidado y, bajo la atenta mirada del funcionario, se encaminó hacia los aposentos reales. Una vez allí dejó su encargo en manos del ayuda de cámara y volvió tras sus pasos hacia la Casa del Tesoro.

El ayuda de cámara, tras llamar a la puerta, entró en la habitación real y después de saludar al Monarca con una contenida reverencia depositó los documentos encima del escritorio que dominaba toda la habitación y que se encontraba cerca de una de las ventanas que daban a la Plaza del Alcázar.

El Rey, sin decir palabra, le siguió con la vista hasta que se perdió tras la gran puerta de cuarterones. Se acercó a la pila de papeles que este le había dejado, se sentó con desgana y comenzó a hojear los diferentes informes.

Empezó, como era su costumbre, clasificando los documentos según su procedencia, Consejo de Castilla, Estado, Indias, Inquisición…

—¿Y esto? —dijo para sí el Rey al llegar a un sobre lacrado en el que no aparecía ningún indicio de a qué Consejo Real pertenecía.

Lo abrió con curiosidad y empezó a leer. Las manos comenzaron a sudarle y notó como una humedad pegajosa le bajaba por la espalda cuando comprendió de qué se trataba.

—¡Dios Santo! —exclamó el Rey.

MADRID. Marzo 1569.

Toda la noche escuchando el repiqueteo del agua sobre las losas del suelo de la plaza. Madrugada todavía y otra noche más sin apenas pegar ojo. La noche ha sido fría y húmeda y el viento no ha dejado de soplar ni un momento. Desde la ventana de la habitación se ve toda la Plaza del Palacio vacía. La Guardia Real ronda alrededor del Alcázar pero hace ya rato que no se les oye pasar. No es de extrañar —piensa el Rey— con esta noche de perros estarán resguardados en algún sitio. Es la tercera noche que el Rey no puede apenas dormir, pero esta vez no ha sido la gota ni la artritis ni el mal de estómago lo que le han hecho perder el sueño. No, esta vez no ha sido su frágil salud la causante de este pertinaz insomnio.

Renqueante, el monarca se aparta de la ventana, se acerca a su escritorio, y se deja caer en su sillón. Apoya la mano sobre una carpeta de piel marrón que tiene sobre la mesa y saca los papeles que esta contiene. El Rey los observa sin ver. Sopesa los pros y los contras que deben llevarlo a dar carpetazo al asunto o por el contrario seguir con él. Le viene a la cabeza la anterior conjura inspirada por la reina de Inglaterra para acabar con su vida y descabezar así la cabeza visible de su Imperio.

Vuelve a analizar los orígenes del atentado que sufrio a manos de dos flamencos hace ya dos años y en el que estuvo a punto de perder la vida. Ahora está dispuesto a tomar una decisión rápida. Esta vez debo de poner todo el empeño en resolver pronto este maldito asunto —piensa Su Majestad mientras vuelve a releer los papeles que tiene en la mano—. Una cosa es atentar contra mi persona y otra contra el Imperio. Esto no puede dejarse así. Decidido, coge la campanilla que hay sobre la mesa y la hace sonar con fuerza para que acuda su fiel ayuda de cámara.

Juan Ruiz de Velasco llevaba como mayordomo real trece años. Ya su padre, Enrique, había estado al servicio del Emperador durante diez años y cuando este se retiró a Extremadura y abdicó en su hijo, allá por el año del Señor de 1556, marchó con el Emperador a su retiro y él se vio como ayuda de cámara del nuevo Rey; primero en Toledo y después en 1561 en Madrid, cuando Su Majestad decidió trasladar la Corte a la que sería la nueva capital del Reino.

—Majestad —respondió el mayordomo al aviso.

—¿Qué hora es Juan? —preguntó el Rey desde su escritorio.

—Falta algo menos de una hora para el amanecer Majestad. ¿Se encuentra bien? ¿Aviso a los médicos?

—No Juan, esto no es cosa de médicos. Quiero que mandes a alguien al palacio de mi Secretario y que venga inmediatamente al Alcázar. En cuanto llegue le traes aquí, a mis aposentos.

—¿A sus aposentos Majestad?

—Si Juan, le traes directamente aquí.

—Muy bien Majestad, así se hará.

El ayuda de cámara salió presuroso de los aposentos reales. Ya sabía que en esas circunstancias al Rey no le gustaba esperar. Después de tantos años a su servicio ya estaba acostumbrado a los comportamientos extraños que Su Majestad tenía de vez en cuando. ¿Qué mosca le habrá picado? —pensaba Juan Ruiz de Velasco mientras daba las instrucciones precisas para poner en funcionamiento el palacio un día más—. Esta es la tercera noche que despierta de madrugada y ahora con este recado de buscar a don Antonio. A saber en qué andará metido para que el Rey le mande a buscar a estas horas.

No lejos del Alcázar, Antonio Pérez, Secretario de Estado además de confidente del Rey y probablemente el segundo hombre con más poder dentro del Imperio, dormía apaciblemente en su habitación cuando unos golpes en la puerta le despertaron.

—Excelencia, un emisario de Palacio pregunta por vos.

—Maldita sea ¿qué quiere? —contestó el Secretario de Estado con evidente mal humor.

—Se le requiere en Palacio inmediatamente.

—¿A estas horas? Pero si es de noche todavía. ¡Por Dios! ¿Ha ocurrido algo?

—No lo sé Excelencia. Pero dice que es el Rey en persona quien insiste para que vaya inmediatamente.

—¿El Rey? Está bien. Que tengan listo mi carruaje mientras yo me preparo.

—Como ordene Su Excelencia.

Antonio Pérez llevaba ya dos años como Secretario de Estado de Su Majestad desde que su padre Gonzalo Pérez muriera hacía ya tres años. Era el puesto que siempre había soñado. Desde él podía hacer y deshacer a su antojo sin tener que rendir cuentas con nadie. Su nacimiento había sido oscuro, sin embargo fue legitimado como hijo de Gonzalo Pérez en 1542 por el emperador Carlos I. Se crio en las tierras del príncipe de Éboli, donde se acostumbró a la buena vida y estudió en las universidades más prestigiosas de su tiempo como la de Alcalá de Henares, Salamanca, Lovaina, Venecia y Padua. Su padre le inició en los asuntos de Estado preparándole así para su más que prometedor futuro. En 1566 Felipe II le exigió que pusiera fin a su disoluta vida y se casara para firmar oficialmente su nombramiento como Secretario de Estado. Un año después contraía primeras nupcias con Juana de Coello, aunque eso no fue más que una pésima tapadera de cara al Monarca. El siguió frecuentando a Ana de Mendoza, princesa de Éboli, además de seguir llevando una vida de lujo y ostentación con lo que tenía que recurrir a turbios asuntos cargados de corruptelas. Esta era la primera vez que el Rey le hacía ir a Palacio de manera tan imprevista.

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