Sinopsis
El Rubio dejó de delinquir hace décadas, pero la grave enfermedad de su mujer le hace replantearse las cosas cuando Júnior, un distribuidor local de cocaína, le propone atracar al testaferro de sus jefes en Gran Canaria. Para organizar el asalto, no le costará seducir al Palmera, un parado de larga duración cuyo sueño es abrir un bar, y a Cora, una prostituta de lujo que sospecha cercano el momento en que se esfumen sus encantos.
La estrategia del pequinés es mostrarse fiero y aprovechar cualquier despiste del adversario para atacar y huir. Eso será lo que hagan los protagonistas de esta novela cuando descubran que le han pisado la cola a un tigre y se vean inmersos en una persecución frenética en la que irán dejando un rastro sangriento.
Parados cincuentones, escorts venidas a menos, narcos, policías corruptos y blanqueadores de dinero pueblan esta novela negra de alto voltaje, una dura historia coral sobre perdedores en la que lo importante no es saber quién es el asesino.
LA ESTRATEGIA DEL PEQUINÉS
ALEXIS RAVELO
Primera edición: febrero de 2013
© Alexis Ravelo, 2013
© de la presente edición: Editorial Alrevés, 2013
Diseño e ilustración de portada: Mauro Bianco
Editorial Alrevés S.L.
Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a · 08034 Barcelona
info@alreveseditorial.com
Impresión:
Reinbook Imprès, sl
ISBN: 978-84-15098-81-2
Depósito legal: B. 34601-2012
Código IBIC: FF
Printed in Spain
Una mala hierba es una planta que no está en su lugar.
Si encuentro una amapola en un campo de trigo,
es una mala hierba. Si la encuentro en mi jardín, es
una flor... Está usted en mi jardín (...)
JIM THOMPSON, El asesino dentro de mí
Antes del comienzo
Pues claro que algo salió mal en la recogida, pero no fue el contacto. Ese había cumplido: había dicho dónde —el nombre del barco, el muelle de atraque, el número y la letra del contenedor— y había dicho cuándo —el miércoles, a las ocho en punto de la mañana—; así que lo que había salido mal era el Rata. Marcos el Rata. El bobomierda que se había corrido una marcha del carajo con la pasta que Júnior le había adelantado; que no se había presentado a su hora al día siguiente en su puesto de estibador, ese puesto en el que el contacto le había asignado el contenedor de frigoríficos donde iba el gancho perdido con los dos kilos de polvo; el jodido gilipollas irresponsable que no había llegado al muelle antes de que Aduanas hiciera el registro aleatorio; la misma carroña inmunda que en ese mismo instante llevaban en la caja de la Nissan Trade de Felo, comiéndose una ensalada de guantazos.
Felo conducía atento al tráfico, que comenzaba a ralear: once de la noche de un jueves en el barrio de Guanarteme. Júnior encendió un cigarrillo suponiendo, no sin cierto placer, que, tras la pared de chapa que había a sus espaldas, Coco y el Garepa le estarían dando la del pulpo a aquel hijo de la gran puta, mamón de mierda, isletero de los cojones. Tanto como presumía de que los tipos de la Isleta eran hombres de ley, gente en la que se puede confiar, una raza única, y el muy tarado no había sido capaz de hacer algo tan sencillo como madrugar y hacer bien su jodido trabajo. Y ahora lo pagaría.
Lo habían trincado cuando iba a entrar en casa de la Nati, templado como un requinto, dispuesto a rematar la farra echando un polvo. Pero no lo habían dejado llegar ni a la puerta. Le habían cortado el vacilón a cachetones, lo habían metido en el furgón y habían arrancado.
Coco y el Garepa eran de esos pibes jóvenes que se pasean por ahí envolviendo en ropas holgadas sus cuerpos fibrosos llenos de rabia; pibes de los que saben arrojársete encima e inflarte a patadas antes de que tengas tiempo de averiguar quién te las da. Así que Júnior contaba con que por el camino le pusieran bien las pilas.
Dejaron a su derecha la estatua que representaba a Alfredo Kraus a punto de arrancarse por bulerías ante la playa, y pasaron junto a los cientos de culturetas emperchados que salían del auditorio epónimo y se disponían a coger sus coches para regresar a casa, ignorando el recital ambulante de hostias que desfilaba ante ellos. Los miembros de la Congregación del Perifollo no podían enterarse de lo que sucedía dentro del furgón. Si hubieran podido verlo, sus correctas caras de acelga habrían pasado de la estupefacción al horror, pero no se hubieran atrevido a intentar nada, salvo llamar al 112 desde sus teléfonos móviles de última generación, y esto solamente cuando tuvieran sus blandos culitos a salvo. Algo así pensó Júnior mientras tomaban la salida hacia Bañaderos, la carretera que recorría la costa, agreste y asesina. El grandullón de cabeza afeitada contempló por la ventanilla el cielo de finales de junio, el blanco furor de las olas encrespando la superficie de pizarra del mar, el imposible horizonte. Más allá de ese horizonte, el Turco no tardaría en enterarse (si no se había enterado ya) y, esta vez, no lo dejaría pasar.
Se oyó un golpe seco en la caja de la furgoneta. Sonaba a cabeza estrellándose contra la chapa. Felo intercambió con él una mirada de reojo. Luego, cuando volvió a fijar la vista en la carretera, Júnior observó cómo se mordía el carrillo. Ya le conocía el gesto. Felo estaba acumulando nervio para hacer lo que tenían que hacer.
—Entonces, ¿qué? ¿A la cantera?
Júnior se pasó la mano por la calva antes de contestar.
—Sí, a la cantera. A esta hora y entre semana, es buen sitio.
Efectivamente, era un buen sitio. La marea estaba alta. Dejaron atrás la gasolinera situada junto al acceso y tomaron la carretera de tierra que descendía hasta la cantera abandonada. Una vez la dejaron atrás, pararon en la explanada, cerca del roquedal que dominaba el abismo, hacia donde orientaron la parte posterior de la Trade. Aunque algún conductor lograse ver el vehículo desde la carretera, no tendría ángulo para enterarse de lo que ocurría detrás. Se pensaría en alguien que pesca, en una pareja haciendo guarrerías, en cuatro mataos que paran a beber o a hacerse una raya sin que nadie los moleste.
Júnior y Felo bajaron y rodearon la furgoneta, cada uno por su lado. Llegaron a la parte de atrás a tiempo de ver cómo Coco y el Garepa arrojaban al suelo el guiñapo en el que habían convertido al Rata. Quedó allí, hecho un ovillo contra el suelo de tierra y picón, intentando cubrirse la cabeza para protegerse de los golpes.
Coco saltó desde la caja y aterrizó directamente sobre él, hundiéndole los pies en las costillas. Al rebotar, estuvo a punto de perder el equilibrio y, como si le echara la culpa al Rata, le propinó una patada en el riñón. El dolor hizo que el Rata se enderezara hacia atrás y la luz que la luna proyectaba sobre ellos permitió a Júnior adivinar la eficacia de los pibes: la antes blanca camisa de algodón ahora cubierta de sangre; la ceja derecha abierta; los ojos completamente amoratados; la nariz hecha una fuente, sangrando por los senos pero también por una fractura abierta en el hueso; el hilillo escarlata que había comenzado a brotar del oído izquierdo.
En pie, mirando de cuando en cuando alrededor, pendientes de rematar la faena, lo rodeaban con la inmovilidad de las hienas justo antes de abalanzarse sobre un ñu moribundo. Júnior le tiró de una oreja hasta que acabó de rodillas, entre quejidos parecidos a los de un cerdo.
—Cállate ya, maricona —gritó el Garepa mientras le daba una patada de propina en el costado—. Estoy hasta los huevos de ti.
El cuerpo de Marcos osciló, pero no llegó a derrumbarse de nuevo. Sus labios tumefactos murmuraron algo. Júnior acercó la cabeza y constató que, además de la sangre, el rostro estaba cubierto de una máscara de polvo y lágrimas. También apestaba a orín: el Rata se había meado encima.
—¿Qué? —preguntó.