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Me gustaba hacer daño a chicas.
Mental, no físicamente. No he golpeado a una chica en mi vida. Bueno, una vez. Pero fue un error. Ya os lo contaré luego. El caso es que me molaba. Lo disfrutaba de verdad.
Es como cuando oyes que los asesinos en serie dicen que no lo lamentan, no sienten remordimientos por todas las personas que asesinaron. Yo era así. Me encantaba. Además, no me importaba cuánto tiempo me llevase, porque no tenía prisa. Esperaba a que estuvieran enamoradas hasta las trancas de mí. A que me miraran con ojos grandes como platos. Me encantaba ver su cara de conmoción. Luego los ojos vidriosos cuando intentaban ocultar cuánto daño les estaba haciendo. Y era legal. Creo que acabé con varias. Me refiero a sus almas. Eran sus almas lo que me interesaba. Sé que anduve cerca un par de veces. Pero no os preocupéis, me llevé mi merecido. Por eso os lo estoy contando. Se hizo justicia. El equilibrio se ha restablecido. Me pasó lo mismo a mí, solo que peor. Peor porque me pasó a mí. El caso es que ahora me siento purgado. Purificado. He recibido mi castigo, conque no pasa nada si hablo de ello. Al menos eso creo yo.
Arrastré la culpa por mis crímenes durante años después de haber dejado de beber. No podía ni mirar a una chica, y menos aún creía merecer charlar con ninguna. O quizá no tenía más que miedo a que me calaran. Sea como fuere, después de entrar en Alcohólicos Anónimos estuve cinco años sin besar siquiera a una chica. De verdad. Ni siquiera tomé de la mano a ninguna.
Iba en serio.
Creo que en el fondo siempre supe que tenía un problema con la bebida. Lo que pasa es que no llegaba a reconocerlo. Bebía simplemente por el efecto que me causaba. Pero, hasta donde yo sabía, ¿no hacía todo el mundo lo mismo? Empecé a darme cuenta de que algo iba mal cuando comencé a recibir palizas. La labia siempre me metía en líos, claro. Me acercaba al tipo más grande del local, le miraba los orificios de la nariz y le llamaba maricón. Y luego, cuando me metía un cabezazo, decía: «¿A eso lo llamas tú cabezazo?». Así que el tío me golpeaba otra vez, más fuerte. La segunda vez yo no tenía tanto que decir. Una de mis «víctimas» me aplastó la cabeza contra el quemador de una cocina eléctrica. En Limerick. Villa Navajazo. Suerte tuve de salir vivo de aquella casa. Sin embargo, lo hizo porque había estado tocándole loz huevoz porque ceceaba. Igual por eso me pasé a las chicas. Era más sofisticado, ya sabéis. Y las chicas no me partían la cara. Solo se me quedaban mirando con cara de incredulidad y espanto.
Sus ojos, ¿sabéis?
Todos los fingimientos y las normas se difuminaban. Solo estábamos nosotros dos y el dolor. Todos aquellos momentos íntimos, todos los suspiritos, las suaves caricias, las veces que habíamos hecho el amor, las confidencias, los orgasmos, los intentos de alcanzar el orgasmo… no eran más que mero combustible. Cuanto más metidas estaban en el asunto, más preciosas las veía al llegar el momento.
Y vivía para ese momento.
Durante todo aquel periodo en Londres, trabajaba como autónomo en publicidad. De director artístico, un término contradictorio donde los haya. Es lo que sigo haciendo hoy en día. Curiosamente, siempre he sabido conseguir pasta. Ya cuando estudiaba bellas artes me concedieron una beca porque mi padre se acababa de jubilar, así que yo de pronto cumplía los requisitos. Y después logré un trabajo tras otro sin muchos problemas.
Nunca tuve aspecto de borracho, solo lo era, y de todos modos en aquellos tiempos la publicidad era un mundillo donde la bebida corría mucho más que hoy en día. Puesto que era autónomo, podía buscarme yo mismo la vida, por así decirlo, y me mantenía ocupado asegurándome de tener citas concertadas. En teoría, ninguna de las chicas tenía que saberlo. Se trataba de tener una lista impresionante, de modo que cuando una chica se acercaba al punto de madurez —por lo general después de tres o cuatro citas con algunas llamadas de teléfono intercaladas—, otra entraba en escena. Entonces, cuando una iba a parar al basurero, otra nueva ocupaba su lugar. Mi método no tenía nada de raro, todo el mundo lo hacía. Pero yo lo disfrutaba muchísimo. No el sexo ni la conquista siquiera, sino causar dolor.
Fue después de mi noche de locura con Pen (enseguida me extenderé sobre eso) cuando me di cuenta de que había encontrado el nicho que me correspondía en la vida. De alguna manera era capaz de atraer a esas criaturas a mi guarida. La mitad de las veces lo que intentaba era ahuyentarlas, pero causaba justo el efecto contrario. Y el que se vieran atraídas por un mierda como yo me llevaba a detestarlas aun más que si se me rieran a la cara y se largaran. Por lo que a mi aspecto respecta, no soy nada del otro mundo, pero me dicen que tengo unos ojos preciosos. Unos ojos de los que no podría brotar nada más que la verdad.
Dicen que en realidad el mar es negro y que simplemente se refleja en él el cielo azul. Lo mismo ocurría conmigo. Os permitía reflejaros en mis ojos. Ofrecía un servicio. Escuchaba y escuchaba sin parar. Os depositabais en mí.
Nunca nada me había parecido tan ideal. Si he de ser sincero, incluso hoy en día echo de menos hacer daño. No estoy curado, pero no me propongo dedicarme al desmantelamiento sistemático como antes. La bebida no la echo en falta ni la mitad. Ay, cómo me gustaría volver a hacer daño. Después de aquellos tiempos excitantes oí un refrán que parece venir al caso: «Hacer daño a la gente hace daño».
Ahora veo que estaba sufriendo y quería que otros también sufrieran. Era mi manera de comunicarme. Conocía a las mujeres la primera noche y obtenía el inevitable número de teléfono y luego, después de un par de días, para que sudaran un poquito, las llamaba y fingía estar muy nervioso. Les encantaba. Las invitaba a salir, fingía que rara vez hacía «algo así» y decía que no había salido mucho por Londres porque en realidad no conocía el ambiente. Aunque eso era verdad, porque lo único que solía hacer era ponerme ciego perdido en bares de la zona de Camberwell.
Quedábamos en alguna parte. Me gustaba Greenwich, con el río, los barcos y los pubs, claro. Y tenía una atmósfera estupenda en plan novio/novia. Bonito y respetable. Yo ya estaba medio cocido antes de encontrarnos siquiera, pero me mostraba ingenioso y encantador, juvenil y trémulo. Procurando que me sintiera cómodo, sonreían y hacían algún comentario sobre mis temblores, convencidas de que estaba nervioso porque quería causar buena impresión. Si no ingería suficiente priva, todo mi cuerpo temblaba. Tenía que pedir dos Jamesons dobles en la barra por cada media pinta. Me pimplaba los Jimmys sin que ella lo viera y luego seguía con el espectáculo.
Qué maravilla.
La verdad es que no me importaba si me las llevaba a la cama o no. Solo quería un poco de compañía mientras me ponía ciego, mientras aguardaba a que brotara en mi interior la valentía suficiente para herir. Y parecían contentas de que no intentara magrearlas. A veces lo hacía. Pero casi siempre me comportaba bastante bien. Seguía así varias citas. Entretanto, las animaba a que me hablaran de ellas.