Parrish - Ladrón de Robots
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Ladrón de Robots: resumen, descripción y anotación
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Ladrón de Robots — leer online gratis el libro completo
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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS
EN ESTA COLECCIÓN
– Las lunas de Yac, Peter Debry .
– El agujero en el universo, Glenn Parrish .
– Ballet cósmico, Curtis Garland .
– Epitafio para todas, Peter Debry .
– Los hijos de las tinieblas, Ralph Barby .
GLENN PARRISH
LADRÓN DE ROBOTS
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.º
Publicación semanal
Aparece los VIERNES
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO
ISBN 84-02-02525-0
Depósito legal: B. . - 19
Impreso en España - Printed in Spain .
1ª edición: febrero , 19
© Glenn Parrish -
Sobre la parte literaria
© Jorge Núñez - 19
Sobre la cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Todos los personajes y entidades pri vadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del a utor, por lo que cualquier seme janza con personajes, entidad es o he chos pasados o actuales, será simple coincidencia.
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Parets del Vallès (N-152, Km 21,650) Barcelona – 19
—¡Un hombre! ¡Un hombre! —gritaron los robots.
—¡Ha llegado un hombre!
—Un humano, un humano...
Los gritos, todos ellos proferidos con la misma voz, el mismo tono y el mismo volumen sonoro, se expandían en todas direcciones por la llanura.
—¡Un hombre! ¡Un hombre!
Sí, era un hombre.
Sentíase la mar de perplejo oyendo aquellas voces que anunciaban su presencia, porque no veía a quienes las proferían. Pero no tardó mucho en divisar al primer robot.
La máquina, con forma humana, avanzaba resueltamente hacia él.
El hombre, Jimmy Harris, levantó tímidamente la mano derecha en señal de paz.
Más robots empezaron a surgir de todas las partes. Todos convergían hacia Harris, gritando con mecánica excitación: —¡Ha llegado un hombre! ¡El hombre ha llegado a nuestro mundo!
Los robots aparecían a decenas, a centenares, a millares...
Harris tenía los ojos fuera de las órbitas. Eran cientos, tal vez miles de seres mecánicos exactamente iguales los unos a los otros, como vomitados por una extraña máquina que reprodujese un determinado original con absoluta fidelidad.
—So... soy un hombre... U... un náufra... frago del espa... espacio... —tartamudeó Harris, que, sin saber por qué, sentía un miedo pavoroso—. No..., no os quiero hacer daño...
—Es un hombre —dijo uno de los robots, en cuyo rostro no se advertía la menor expresión de ira o complacencia—. Nunca he tocado a un hombre —manifestó.
Y le puso la mano encima de un hombro.
El robot apretó.
Harris lanzó un grito de insufrible angustia. Incapaz de dominar el dolor, cayó de rodillas.
—No me hagáis daño —gimió, con el hombro destrozado por aquel bárbaro apretón.
La sangre corría a lo largo de su costado derecho. Los huesos de la articulación habían quedado completamente destrozados.
Otro robot le «tocó» el brazo derecho. El resultado fue que con un leve tirón, Harris se quedó sin aquel miembro.
El dolor, afortunadamente, le hizo desvanecerse. Otro robot se apoderó de una pierna.
—¿Así tienen los miembros estos seres humanos? —preguntó, encendido el circuito de la perplejidad.
Dos robots rasgaron el vientre de Harris. Las vísceras se desparramaron por el suelo.
—Repugnante.
—Asqueroso.
Varios robots empezaron a dar la vuelta.
—¿Para eso hemos abandonado nuestros quehaceres?
—Yo creía que un hombre era otra cosa.
—Me siento decepcionado.
—¿Quién fue el idiota que dijo que éramos una obra de los seres humanos?
—Está visto: nada como los robots.
—Somos una cosa grande: la más grande del mundo.
—Decididamente, donde esté un robot, que se quiten los humanos.
En pocos minutos, la llanura quedó desierta.
Sobre la hierba yacía el cuerpo destrozado de un náufrago del espacio.
No había seres humanos en aquel planeta, pero sí animales. Las moscas empezaron a zumbar bien pronto en torno al cadáver.
*
Delante de la astronave «Sylvia T.» se encendieron de repente tres gigantescos fogonazos rojos.
El oficial de guardia en el puente parpadeó, asombrado.
—¡Orden de detención! —exclamó.
Era una frase tópica. En realidad, una astronave que viaja por el espacio no se puede detener como se detienen un tren o un automóvil, a menos que aterrice. Lo que en realidad significaban aquellos tres fogonazos rojos era que la «Sylvia T.» debía mantener su velocidad de crucero, sin intentar la menor maniobra de evasión.
El oficial de guardia tocó un interruptor.
—¡Capitán, al puente! —llamó—. Acabo de percibir la señal de parada.
De nuevo se produjeron más fogonazos: tres anaranjados, alternados con tres blancos. Su significado de las señales luminosas era el siguiente: —Desconecten las máquinas de traslación superestelar.
Finalmente, llegó otra señal luminosa: tres destellos rojos y dos amarillos, también alternados.
—¡Obedezcan o les destruiremos!
Mientras llegaba el capitán, el oficial de guardia tomó un micrófono.
—Pero, ¿quiénes diablos son ustedes? —clamó.
Alguien debía tener conectada la radio a todas las frecuencias posible de la astronave, porque, inmediatamente, se percibió una respuesta: —Encienda su pantalla telescópica.
El oficial de guardia obedeció. Segundos después, en la pantalla de observación pudo contemplar, con el resto de los tripulantes de guardia en el puente, una extraña grabación.
Era una bandera negra, con una calavera blanca y dos tibias cruzadas en el centro.
—¡Piratas! —exclamó.
—En efecto —contestó la misma voz—. Les estamos hablando desde la astronave «Zig», al mando de la capitán Lyra de Thurm. Vamos a asaltarles, y, por su propio bien, esperamos no opongan la menor resistencia.
*
Las esclusas internas de la astronave «Sylvia T.» se abrieron; un pelotón de individuos se precipitó a través de las aberturas, capitaneados por una hermosa mujer.
Era una joven alta, esbelta, de senos rotundos y pelo negro. Vestía ropajes ceñidos y escasos de tela, sujetaba su pelo con un pañuelo negro y usaba botas blandas de media caña y tacón alto. Pendiente de la cintura llevaba las fundas de dos pistolas radiónicas, una de las cuales lucía en su mano derecha.
Lo curioso del caso era que la joven tenía el ojo izquierdo tapado por un parche negro. Pero ello añadía un extraño incentivo a su belleza.
—¿Dónde está el capitán de la nave? —preguntó—. Soy Lyra de Thurm, comandante de la «Zig».
—Yo soy —se presentó un sujeto—. Mi nombre es Ferdy Halm.
—Encantada, capitán —dijo Lyra—. ¿Ha reunido a todos los pasajeros en el salón principal, como le ordené?
—Señora, permítame que le exprese mi más enérgica protesta...
—No le permito nada —cortó Lyra, secamente—. Vamos allá. ¡Pedro!
Un pirata se destacó en el acto.
—Señora...
—Llévate dos hombres y vigila el puente. Sigue allí hasta nueva orden.
—Sí, señora.
—Los demás, conmigo. ¿Vamos, capitán Halm?
El comandante de la «Sylvia T.» bramaba de ira interiormente. Sólo el pensamiento de que, por encima de todo, debía velar por las vidas de sus ciento veinte pasajeros y treinta tripulantes le había impedido intentar una maniobra de evasión.
Los pasajeros estaban reunidos ya en la gran sala de la nave. Todos tenían en las manos sus objetos personales.
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