Aunque no está escrito para todos, este libro esta dedicado a esos analíticos que se han atrevido a hacer la pregunta, "¿Cómo voy a sobrevivir a pesar de la hostilidad de mi entorno inmediato?”
En el camino de regreso a San Cristóbal fuimos escoltados por dos camionetas, con cuatro sujetos armados en cada una de ellas para asegurarnos de llegar a buen puerto con todo el dinero. Ninguna persona inteligente dejaría que varios millones de dólares viajaran a la deriva por las malditas carreteras de Venezuela. Salimos a las tres de la madrugada de Maracaibo y llegamos a San Cristóbal a las ocho y treinta de la mañana. Sin sobresaltos, sin apuros, sin problemas en las alcabalas. Todos los agentes estaban comprados y no hubo inconvenientes que lamentar. Llegué agotado, con ganas de salir corriendo, estirarme, coger, dormir, comer… No sé… Cualquier mierda. Había pasado más de una hora montado en una avioneta y luego tuve que viajar en un carro durante más de seis horas. Había sido un día de mierda, pero un día de mierda recompensado con doscientos cincuenta mil dólares. Al fin, mi pequeño imperio comenzaba a crecer. Aunque aquello no me permitiría recuperar a mi hija, por lo menos podría vengarme de esos malditos sin rostro ni nombre que tanto ansiaba encontrar.
No hay nada en este mundo que el dinero no pueda lograr.
En casa me esperaba el Tino Méndez. En la acera vi tres camionetas negras estacionadas conspicuamente. Habían reabierto la frontera. El imbécil del Presidente se había dado cuenta de que la había cagado con esas medidas que únicamente entorpecían las denodadas labores de corrupción de su gobierno y decidió pedir perdón a los colombianos y seguir siendo un maldito, pero con las fronteras abiertas. Metimos la camioneta en el garaje de la casa de Colinas de Pirineos. Al instante, los carros que venían siguiéndonos desde Maracaibo dieron la vuelta y se marcharon. Cuando se percató de que habíamos llegado, Luciana salió a saludar.
–Luis, ¿son ustedes?
–Por supuesto, ¿no estás viéndonos? ¿Crees que me volví un fantasma?
–Estaba muy asustada, Luis. Todos estos hombres que no conozco y se estacionaron ahí afuera sin decir una sola palabra.
–Tranquila. Son conocidos, trabajan conmigo.
–¿Contigo? Pero si son unos criminales...
–Basta, mujer. Ve adentro, enseguida estaré contigo.
–¿Qué te pasa, Luis? ¿Por qué me tratas mal? Antes no eras así conmigo.
–Luciana… Por el amor a Dios, no me jodas la vida. Estoy cansado, acabo de llegar de un duro viaje… No te imaginas todo lo que he tenido que hacer. Déjame atender a estos hombres para que se vayan cuanto antes.
–Pero… Luis…
–¡Ay, mierda! Alirio, aparta de mi vista a esta mujer.
Entonces Alirio tomó por los brazos a Luciana y la llevo dentro de la casa. El Tino Méndez bajó de una de las camionetas y vino a saludarme.
–Luis Restrepo –dijo, sonriendo levemente.
–Tino Méndez –contesté, con firmeza.
–Cuénteme cómo me le fue, parce.
–Todo bien, sin sobresaltos, según lo planeado. No hubo problemas en los aeropuertos, ni en las carreteras. La entrega se hizo a tiempo, el dinero está completo.
–Claro, parcero, así funcionan las cosas en este mundo cuando se trabaja con la gente correcta.
–Ahí está tu dinero… En la parte trasera de la camioneta.
–Mis hombres ya lo están bajando, les dije que sacaran de inmediato tu parte y la dejaran en otro bolso allí mismo, dentro de la camioneta.
–Perfecto.
–Te dejaré trescientos mil dólares por hacer bien el trabajo. Para ti y tus hombres.
–Muchas gracias, parcero.
–Con gusto, Luis Restrepo. Ya ve que era cierto lo que le dije: usted se alinea conmigo y le va a ir bien.
–Así es, gracias.
–Además le tengo buenas noticias.
–¿Qué sucede?
–Hice unas cuantas llamadas…
–¿Y?
–Averigüé quienes fueron los parásitos que se metieron a la casa de su suegra.
–¿Sabes quiénes son los malditos que asesinaron a Erika y a mi hija?
–Eso mismo, Luis Restrepo. Como sospechábamos, son gente de los malditos de Cali.
–Sí, claro, lo sospeché, pero, ¿quiénes son? ¿Dónde están?
–Tranquilo, mijo, deje que termine de contarle.
–Lo escucho.
–¿Recuerdas que esos cabrones querían meter una nueva célula para manejar el negocio que dejó Costello?
–Sí, claro.
–Los hijos de puta están atrincherados en una finca por Capacho. Mi gente ya los tiene fichados. Sabemos dónde se esconden.
–¿Quiénes y cuántos son? ¿Cómo se llaman?
–El jefe del clan es un tal Jairo Montería. Solía ser uno de los matones del cartel de Cali, está acá para encargarse del negocio. Fue el propio Jairo quien entró a su casa y mató a su mujer y a su hija, Restrepo.
–¿Cómo lo saben? ¿Está seguro?
–Parcero, en este mundo no hay nada que no se sepa. Eso fue facilito, pescamos a uno de los esbirros y lo torturamos hasta sacarle toda la información. Ahora el tipo está durmiendo con las moscas.
–¿Dijo algo más?
–La operación en la casa de tu suegra la llevaron a cabo tres tipos, pero la organización cuenta con cerca de doce hombres, más algunos malandros de poca monta que recolectan por la zona para trabajos eventuales. En la hacienda quizás haya dieciocho o veinte esbirros. Además de regular las operaciones del cartel de Cali, se dedican a delinquir por la zona, robar autos y hacer secuestros express. La cabeza es Jairo.
–Matemos al hijo de puta.
–Calma, mijo, descanse. Mis hombres se encargan de la inteligencia. No olvide que ahora usted es uno de los míos.
–Quiero matar a ese hijo de puta con mis propias manos.
–Y se lo voy a dejar al desgraciado en bandeja de plata para que haga lo que quiera con él. Necesito tiempo para coordinar los detalles. No podemos fallar. Tómese unos días de descanso. Yo le avisaré cuando todo esté listo.
–No sé cómo agradecerle.
–Parcero, manténgase fiel, eso es todo lo que le voy a decir, balas sobran en este mundo.
–No se preocupe, Tino. Estoy con usted a muerte.
–Ahora vaya y descanse, de seguro que está reventado.
–No se imagina.
–Pronto tendrás noticias, mijo.
La semana siguiente se me hizo interminable. Interminable y agotadora. Y no porque tuviese mucho que hacer, sino, al contrario, por la falta de acción, por no hacer más que esperar rumiando rabiosamente esa llamada del Tino Méndez. Quería ir a reventarles los sesos a esos hijos de puta de una buena vez. El odio me carcomía, sentía como si estuviese a punto de explotar a cada segundo. Cada maldito segundo era un martirio total. Soñaba con el momento en el que descargaría todo el cartucho de balas de mi pistola en la cara del maldito que se atrevió a tocar a mi hija.