Tras la muerte de su padre, la abuela de Alex y Conner les regala algo que significa mucho para ellos: La tierra de las historias , un libro de cuentos que marcó gran parte de sus vidas.
Pero los mellizos no conocen la magia que se esconde en sus páginas. Solo toman conciencia de ella cuando el libro los absorbe y llegan a la Tierra de las Historias, un lugar que a primera vista es encantador, pero que esconde más peligros de los que imaginan.
Existe una sola forma de regresar a casa: el Hechizo de los Deseos. Pero alguien más está buscando los ingredientes para utilizarlo... la villana más temida de todos los tiempos: la Reina Malvada.
¿Quién logrará conseguir primero los ingredientes para el hechizo?
El Hechizo de los Deseos es el primer tomo de la aclamada saga de Chris Colfer, conocido por su papel de Kurt, en la serie de TV Glee .
Con una prosa simple y vertiginosa, nos invita a sumergirnos en un mundo en donde todo es posible. Una vez que empieces a leerlo, ya no podrás detenerte...
Prólogo
Una visita para la reina
E l calabozo era un lugar deprimente. La luz, escasa, titilaba desde las antorchas atornilladas a las paredes de piedra. Gotas de agua hedionda provenientes del foso que bordeaba el palacio caían desde el techo. Ratas de gran tamaño se perseguían entre sí por el suelo para buscar comida. Este no era lugar para una reina.
Era pasada la medianoche, y todo estaba en silencio, excepto por algún que otro ruido de cadenas. A través del silencio profundo, el eco de unas pisadas resonó en los pasillos mientras alguien bajaba por la escalera en espiral y entraba en el calabozo.
Una joven apareció al pie de la escalera, cubierta de pies a cabeza con una capa larga color esmeralda. Atravesó la fila de celdas con cuidado, despertando el interés de los prisioneros que se encontraban dentro. Con cada paso que daba, su caminata se hacía cada vez más lenta, y su corazón latía cada vez más rápido.
Los prisioneros estaban ubicados según el crimen cometido. Mientras más se adentraba en el calabozo, más crueles y peligrosas eran las personas encarceladas.
La joven tenía la vista puesta en la celda que se encontraba al final del pasillo, donde un prisionero de especial interés estaba bajo la custodia de una numerosa guardia privada.
Había venido a hacerle una pregunta. Era una pregunta simple, pero no podía evitar pensar en ella todos los días; la mantenía despierta por las noches y era con lo único que soñaba cuando lograba dormirse.
Había una sola persona capaz de darle la respuesta que necesitaba, y esa persona estaba al otro lado de la prisión, detrás de las rejas.
–Quisiera verla –le dijo la joven encapuchada al guardia.
–Nadie tiene permiso para hacerlo –respondió el hombre, con un tono algo burlón ante el pedido–. Tengo órdenes estrictas de la familia real.
La joven dejó caer la capucha y descubrió su rostro. Tenía la piel blanca como la nieve, el cabello negro como el carbón y los ojos verdes como el bosque. Su belleza era famosa en todo el reino, y su historia era conocida mucho más allá de sus fronteras.
–¡Su Majestad, perdóneme por favor! –se disculpó el guardia, sorprendido. Se apresuró a hacer una reverencia exagerada–. No esperaba que viniera nadie del palacio.
–No es necesario que se disculpe –replicó ella–. Pero no le cuente a nadie sobre mi presencia aquí esta noche.
–Por supuesto –dijo el guardia asintiendo con la cabeza.
La mujer se paró frente a las rejas, esperando que las levantaran, pero el guardia vaciló antes de hacerlo.
–¿Está segura de que quiere entrar ahí, Su Alteza? –preguntó el soldado–. Nadie sabe lo que ella es capaz de hacer.
–Debo verla –respondió la mujer–. Sin importar el riesgo.
El guardia comenzó a girar una gran palanca circular, y las rejas de la celda se alzaron. La mujer respiró profundamente e ingresó a otro recinto.
Recorrió un pasillo más largo y oscuro que los anteriores, donde, a medida que avanzaba, varias rejas se alzaban y volvían a cerrarse después de su paso. Finalmente, atravesó la última, llegó al final del pasillo, y entró en la celda.
El prisionero era una mujer. Estaba sentada en una banca en el centro de la celda, con la vista fija en una ventana pequeña. Esperó unos minutos antes de notar la presencia de la visita detrás de ella. Era la primera vez que alguien la visitaba, y supo quién era sin tener que mirarla; solo podía tratarse de una persona.
–Hola, Blancanieves –dijo la prisionera con suavidad.
–Hola, Madrastra –respondió Blancanieves con un temblor nervioso en la voz–. Espero que estés bien.
Aunque había ensayado lo que quería decir con exactitud, ahora le parecía prácticamente imposible hablar.
–Me han dicho que ahora eres la reina –comentó su madrastra.
–Es cierto –dijo Blancanieves–. He heredado el trono tal como quería mi padre.
–Entonces, ¿a qué debo este honor? ¿Has venido a ver mi decadencia? –su voz era tan autoritaria y poderosa que se la conocía por hacer que los hombres más fuertes se derritieran, como si estuvieran hechos de hielo.
–Al contrario –respondió Blancanieves–. He venido a intentar comprender.
–¿A comprender qué ? –preguntó su madrastra con dureza.
–Por qué... –Blancanieves vaciló un momento–. Por qué hiciste lo que hiciste.
Al decir esas palabras, Blancanieves sintió como si tuviera un peso menos sobre los hombros. Al fin había podido hacer la pregunta que la atormentaba. La mitad del desafío había terminado.
–Hay muchas cosas sobre este mundo que no comprendes –respondió su madrastra y se dio vuelta para mirarla.
Era la primera vez en mucho tiempo que Blancanieves le veía la cara. Era el rostro de alguien que una vez había tenido una belleza perfecta y que también había sido reina. Ahora, la mujer que estaba sentada frente a ella era solo una prisionera, cuya expresión se había convertido en un ceño fruncido permanente y triste.
–Puede ser que tengas razón –replicó Blancanieves–. Pero ¿puedes culparme por tratar de encontrar algún tipo de razón detrás de tus actos?