Roger Crowley - Venecia ciudad de fortuna
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- Libro:Venecia ciudad de fortuna
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2011
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Venecia ciudad de fortuna: resumen, descripción y anotación
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Venecia ciudad de fortuna — leer online gratis el libro completo
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Muchas gracias a Julian Loose y al equipo de Faber, en particular a Kate Ward, por tomarse tantas molestias en que el resultado final de este libro fuera excelente y elegante, y a mi agente, Andrew Lownie. También he contado a lo largo del camino con la valiosísima ayuda de Ron Morton y Jim Green, que dedicaron el tiempo necesario a leer y opinar sobre mi manuscrito, mientras Stephen Scoffham, muy acertadamente, me señaló que en un momento dado. Malaca agarró por el cuello a Venecia con la mano. A Ron y Rita les doy doblemente las gracias por permitir que me alojara con ellos en Atenas durante un viaje por el Stato da Mar; y a Jan, como siempre, tengo que agradecerle el haberme ayudado en la redacción del libro de mil maneras y siempre con buen humor.
Quiero agradecer también a los siguientes autores y editores por haberme dado permiso para reproducir algunos de los materiales incluidos en este libro: al doctor Pierre A. MacKay, por los extractos de su traducción de The Memoir of Giovan-Maria Angiolello, publicado en www.angiolello.net; a Brill, por los extractos de Contemporary Sources for the Fourth Crusade, de Alfred J. Andrea, 2008.
ROGER CROWLEY nació en 1951. Estudió en la universidad de Cambridge. Pasó parte de su infancia en Malta y ha vivido en Grecia y en Estambul. Su padre fue oficial de la marina británica y el joven Roger le acompañó a muchos de sus destinos. Su libro Imperios del mar fue Libro de historia del año en 2009 para el Sunday Times y apareció entre los más vendidos del The New York Times. Es autor también de Constantinople 1453 y City of Fortune.
1000 - 1198
El mar Adriático es el reflejo líquido de Italia, un canal de 770 kilómetros de largo y unos 160 de ancho que se estrecha progresivamente y en ningún lugar más que en su extremo sur, donde se funde con el Jónico, más allá de la isla de Corfú. En su punto más septentrional, en la enorme bahía curvada que llamamos el golfo de Venecia, el agua es de un curioso color verdiazul. Aquí, el río Po descarga toneladas de aluvión procedente de los distantes Alpes, que se aposentan y forman evocadoras franjas de lagunas y marjales. Tan grande es el volumen de estos depósitos glaciales que el delta del Po avanza 4,5 metros al año y el antiguo puerto de Adria, del cual recibió su nombre el mar, está hoy 22 kilómetros tierra adentro.
La geología hace que sus dos costas sean muy distintas. La occidental, italiana, es una playa larga y curvada que ofrece malos puertos, pero también un lugar de desembarco ideal para potentados invasores. Y si uno navega hacia el este, su barco topa con piedra caliza. Las orillas de Dalmacia y Albania se prolongan a lo largo de 650 kilómetros a vuelo de pájaro, pero están tan profundamente cinceladas con calas protectoras, salientes, islas frente a la costa, arrecifes y bancos de arena que comprenden más de 3200 kilómetros de intrincada costa. Aquí se hallan los puertos naturales de este mar, capaces de albergar a toda una flota o de esconder una celada. Tras ellos, a veces tras una llanura costera y, en ocasiones, precipitándose directamente sobre el mar, están las empinadas montañas de roca caliza blanca que constituyen la barricada que separa el mar del altiplano de los Balcanes. El Adriático es la frontera entre dos mundos.
Durante miles de años —desde principios de la Edad de Bronce hasta bastante después de que los portugueses circunnavegaran África— esta falla tectónica fue una autopista marina que unió Europa central con el Mediterráneo oriental, y se convirtió en el portal por el que pasaba el comercio del mundo. Los barcos navegaban en ambas direcciones por la protectora costa de Dalmacia con productos de Arabia, Alemania, Italia, el mar Negro, la India y el Lejano Oriente. A lo largo de los siglos transportaron ámbar del Báltico a la cámara funeraria de Tutankamón, mayólica azul de Micenas a Stonehenge, estaño de Cornualles a las fundiciones del Levante mediterráneo, especias de Malaca a las cortes de Francia o lana de Cotswold a los comerciantes de El Cairo. Madera, esclavos, algodón, cobre, armas, semillas, historias, inventos e ideas circulaban en ambas direcciones por estas costas. «Es asombroso», escribió un viajero árabe del siglo XIII sobre las ciudades del Rin, «que, aunque este lugar esté en el extremo de Occidente, se encuentren aquí especias que solo se hallan en el Lejano Oriente: pimienta, jengibre, clavos, nardo, costus y galanga, todas ellas en enormes cantidades».1 Venían a través del Adriático. Este era el punto en el que convergían cientos de rutas arteriales. Desde Gran Bretaña y el mar del Norte, pasando por el Rin, a lo largo de los hollados senderos de los bosques teutónicos, a través de los pasos de los Alpes, recuas de mulas trazaban su camino hasta el golfo, donde desembarcaban también las mercancías de Oriente. Aquí los bienes se traspasaban a otros barcos y florecieron los puertos. Primero la Adria griega, luego la Aquilea romana y, finalmente, Venecia. En el Adriático, la ubicación lo es todo: los sedimentos cegaron el puerto de Adria; Aquilea, en la llanura costera, fue arrasada por Atila el huno en 452; Venecia prosperó a partir de entonces porque no se podía acceder a ella. Su puñado de fangosas islas en una laguna palúdica estaban separadas del continente por unas pocas millas de aguas poco profundas. Fue este lugar tan poco prometedor el que, con el Adriático como pasaporte, se convertiría en entrepôt e intérprete de mundos.
Los venecianos dieron muestra de ser diferentes desde el principio. La primera imagen que tenemos de ellos, más bien idílica, procede del legado bizantino Casiodora, que en 523 nos dice que tienen un modo de vida único, independiente y democrático:
Poseéis muchos barcos… [y]… vivís como las aves marinas, con vuestros hogares dispersos… sobre la superficie de las aguas. La solidez de la tierra en que descansan está asegurada solo por mimbres y zarzo; y, sin embargo, no dudáis en oponer un bastión tan endeble a los embates del mar. Vuestro pueblo posee una gran riqueza: el pescado, que basta para todos. Para vosotros no hay diferencias entre ricos y pobres; vuestra comida es la misma; vuestras casas, parecidas. No conocéis la envidia, que gobierna el resto del mundo. Todas vuestras energías las dedicáis a vuestras salinas; en ellas, desde luego, radica vuestra prosperidad y vuestra capacidad de comprar aquellas cosas de las que carecéis. Pues, aunque hay hombres que pueden vivir sin oro, no hay hombre vivo que no desee sal.2
Los venecianos ya eran transportistas y proveedores de las necesidades de otros. La suya era una ciudad que había crecido de forma hidropónica, conjurada a partir de la ciénaga, que se levantaba peligrosamente sobre pilares de roble hundidos en el barro. Era frágil ante los caprichos del mar, cambiante. Más allá de los mújoles, de las anguilas de la laguna y de sus salinas, no producía nada: no tenía trigo ni madera y contaba con muy poca carne. Era terriblemente vulnerable a las hambrunas; sus únicas habilidades eran la navegación y el transporte de mercancías. La calidad de sus barcos, por tanto, era fundamental.
Antes de que Venecia se convirtiera en una de las maravillas del mundo, era un Estado curioso; su estructura social era enigmática y se desconfiaba de sus estrategias. Sin tierra no podía construirse un sistema feudal ni una división clara entre siervos y caballeros. Sin agricultura, el dinero predominaba sobre el trueque. Sus nobles serían príncipes mercaderes que mandarían una flota y calcularían el beneficio hasta el grosso más cercano. Las dificultades de la vida unían a toda su gente en un acto de solidaridad patriótica que requería disciplina y cierto igualitarismo; al igual que en la tripulación de un barco, cuyos miembros son igualmente vulnerables a los peligros de las profundidades.
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