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De Medici Lorenzo - La Conjura De La Reina

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De Medici Lorenzo La Conjura De La Reina

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Apasionante novela histórica que desvela todo un entramado de intrigas y pasiones a través de la vida de Catalina de Médicis. 1589, Francia. En una fría y oscura estancia del castillo de Blois, Catalina de Médicis yace moribunda. La reina reflexiona desde su lecho de muerte sobre todo lo ocurrido a raíz de la brutal matanza de calvinistas hugonotes. Los terribles sucesos que se desencadenaron después de aquella trágica noche de san Bartolomé le acarrearon a Catalina tres enemigos a los que no pudo vencer: la nobleza católica, que veía en su persona un obstáculo a sus pretensiones; los protestantes, porque la consideraron, sin serlo, una enemiga muy peligrosa de su religión; y el pueblo, porque no confiaba en ella y nunca dejó de verla como La Italiana. Una novela histórica repleta de conspiraciones palaciegas, traiciones y asesinatos que desembocaron en la muerte de una reina aferrada al poder.

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Apasionante novela histórica que desvela todo un entramado de intrigas y pasiones a través de la vida de Catalina de Médicis. 1589, Francia. En una fría y oscura estancia del castillo de Blois, Catalina de Médicis yace moribunda. La reina reflexiona desde su lecho de muerte sobre todo lo ocurrido a raíz de la brutal matanza de calvinistas hugonotes. Los terribles sucesos que se desencadenaron después de aquella trágica noche de san Bartolomé le acarrearon a Catalina tres enemigos a los que no pudo vencer: la nobleza católica, que veía en su persona un obstáculo a sus pretensiones; los protestantes, porque la consideraron, sin serlo, una enemiga muy peligrosa de su religión; y el pueblo, porque no confiaba en ella y nunca dejó de verla como La Italiana. Una novela histórica repleta de conspiraciones palaciegas, traiciones y asesinatos que desembocaron en la muerte de una reina aferrada al poder.


LORENZO DE MEDICI

La conjura de la reina

Traducción de Mónica Monteys

Ediciones Martínez Roca

Sinopsis

Apasionante novela histórica que desvela todo un entramado de intrigas y pasiones a través de la vida de Catalina de Médicis. 1589, Francia. En una fría y oscura estancia del castillo de Blois, Catalina de Médicis yace moribunda. La reina reflexiona desde su lecho de muerte sobre todo lo ocurrido a raíz de la brutal matanza de calvinistas hugonotes. Los terribles sucesos que se desencadenaron después de aquella trágica noche de san Bartolomé le acarrearon a Catalina tres enemigos a los que no pudo vencer: la nobleza católica, que veía en su persona un obstáculo a sus pretensiones; los protestantes, porque la consideraron, sin serlo, una enemiga muy peligrosa de su religión; y el pueblo, porque no confiaba en ella y nunca dejó de verla como La Italiana. Una novela histórica repleta de conspiraciones palaciegas, traiciones y asesinatos que desembocaron en la muerte de una reina aferrada al poder.

Título Original: La congiura della Regina

Traductor: Monteys, Mónica

Autor: Medici, Lorenzo de

©2004, Ediciones Martínez Roca

ISBN: 9788427030619

Generado con: QualityEbook v0.84

La conjura de la reina

Lorenzo de Medici

PRIMERA edición: octubre de 2004

© 2004, Lorenzo de’ Medid

© 2004, de la traducción, Mónica Monteys

© 2004, Ediciones Martínez Roca, S.A.

Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid www.mrediciones.com ISBN: 84-270-3061-4

Depósito legal: M. 38.413-2004

Impreso en España-Printed in Spain

A Bianca Bertolini y Rosolino Carra,

con infinito afecto-

CASTILLO de Blois, reino de Francia. Jueves, 5 de enero de 1589.

Un inmenso manto blanco recubría toda Francia. Desde hacía muchos días nevaba sin cesar y los caminos que conducían a las ciudades, a través de campos desolados, se habían vuelto inaccesibles, dificultando las comunicaciones con el resto del reino. Y como si eso no bastase, un frío intento había helado casas, árboles y hombres.

En el corazón de Francia, en Blois, una de sus muchas residencias, tuvo que refugiarse el rey Enrique III, acompañado de toda la familia real y de la corte, que había tenido que abandonar París presa de los desórdenes y en manos de los rebeldes. Esa estancia forzosa provocó el malhumor del último de los Valois. Enrique III alternaba momentos de gran euforia con otros de profunda depresión. Algunas semanas antes, en sus aposentos, con ánimo de poner fin a la rebelión, no dudó en recurrir al asesinato para eliminar a su peor enemigo, el duque de Guisa. Sin embargo, una vez pasado el primer momento de excitación, convencido de que haciendo desaparecer al duque había elegido el menor de todos los males, el rey cayó en la más desesperada incertidumbre. Y como si eso no fuera suficiente para sumirlo en la depresión, el estado de salud de su madre, Catalina de Médicis, su principal consejera y verdadero pilar del reino, se hallaba al final de sus días.

El gélido invierno había penetrado hasta el interior del castillo. Las grandes chimeneas, custodiadas por un ejército de sirvientes dispuestos a arrojar más leña al fuego por si éste se apagaba, no conseguían calentar el ambiente.

Aquel jueves 5 de enero, de mañana temprano, en la planta principal del castillo, reservada a los aposentos de la reina madre, algunas de las doncellas que formaban parte de su séquito de damas de honor, entraron, una a una, sin hacer ruido, en su dormitorio. Llevaban un caldo de pollo que los doctores, después de haber estado reunidos toda la noche, aconsejaron que la reina bebiera. Su estancia estaba iluminada, como si fuese prácticamente de día, por decenas y decenas de velas, tal como solía suceder en las grandes ocasiones. Al amanecer; alrededor del lecho de la soberana, había aún muchas personas, todas en pie, en riguroso silencio, conscientes de ser partícipes de un acontecimiento tan importante como doloroso: el final de quien fue la más poderosa y temida reina de Francia.

Cortesanos, damas de honor; chambelanes, doctores, sirvientes, todos querían participar; ver con sus propios ojos cómo moría aquella que fue, durante casi medio siglo, su indiscutible señora. Más de una dama sollozaba en silencio, secándose las lágrimas de inmediato con un gran pañuelo, a duras penas pudiendo ocultar la melancolía de perder a una señora a la que había servido durante tantos años.

En la gran cama con dosel, presidido por las armas de Francia, oculta tras las pesadas cortinas adamascadas, yacía Catalina de Médicis, reina madre de Francia. La soberana parecía dormir. Tenía la frente bañada en sudor debido a la fiebre que desde hacía días se resistía a abandonar su cuerpo abatido, fatigado por los excesos, la glotonería, los numerosos viajes por Francia, la gota y por un mal contra el cual ella ya no podía luchar: la edad. Le faltaban sólo unos pocos meses para cumplir setenta años. Una edad muy avanzada para aquellos tiempos.

Alrededor del lecho se hallaban sus principales damas de honor; que, por turnos, no habían dejado de velarla, siguiendo el más mínimo movimiento de su rostro. La reina había pasado la mayor parte de la noche tosiendo debido a una fuerte bronquitis que padecía desde hacía quince días. La fiebre era muy alta, y se temía por su vida. Todo el mundo sabía que a la vieja soberana no le quedaba mucho tiempo. Pese a que era muy temprano, en su antecámara se habían congregado ya embajadores e invitados de las cortes extranjeras a la espera de la fatídica noticia. Algunos de ellos habían pasado allí toda la noche, pues si la reina muriese de repente deberían informar lo más rápidamente posible a sus soberanos.

Una de las damas de honor, la duquesa de Retz, se inclinó sobre el rostro de la soberana y la llamó con dulzura:

—Majestad, majestad.

Catalina no respondió, pero abrió los ojos lentamente. Miró alrededor; aún un poco desconcertada, observando cada uno de los rostros de los presentes. Estaba perfectamente consciente. Pese a la fiebre y a la enfermedad, todavía conservaba aquella mirada profunda que había hecho temblar, durante décadas, a todo el país. No se sorprendió, sin embargo, al ver a tanta gente en su dormitorio de buena mañana. Sabía que todos estaban allí esperando su final. Pensó: «Que esperen pues, no tengo prisa en morir». En el fondo de su alma, estaba convencida de que aún no había llegado su hora, y bendecía aquel día en que sus astrólogos le anunciaron un funesto presagio. Le predijeron que moriría cerca de Saint-Germain. Ella interpretó dicha predicción como una alusión a su castillo de Saint-Germain-en-Laye, hasta el momento una de sus residencias favoritas. Por si acaso, desde aquel día había preferido evitar con prudencia viajar por sus alrededores. Saint-Germain se hallaba muy lejos de Bois, razón por la que la reina estaba convencida de que no iba a morirse ese día. En más de una ocasión había estado a punto de pasar a mejor vida. Muchas veces, a lo largo de sus numerosas enfermedades, había visto cómo su dormitorio se llenaba de rostros largos y tristes, como si hubiese llegado el trágico momento. Pero en cada ocasión había logrado sobreponerse a la enfermedad, sorprendiéndolos a todos con su increíble capacidad de recuperación, con su insospechable fuerza para afrontar el mal y reponerse, como si nada hubiese sucedido. ¿Lo conseguiría también esta vez?

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