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I
LA INFANCIA
VIENA, 2 DE NOVIEMBRE DE 1755
E l aire es húmedo, las últimas hojas de los árboles caen perezosas dejando un paisaje triste y huérfano. Las campanas de la capilla del Hofburg, el palacio que aún conserva el sabor a antigua fortaleza y levanta su austera mole en el corazón del Altstadt, invitan al pueblo de la capital del Imperio austriaco a recogerse en memoria de sus seres desaparecidos. A fin de combatir el frío y la falta de luz de aquel lúgubre día de otoño se han encendido todas las velas de la capilla, haciendo que el cristal de las arañas se refleje en los frescos barrocos. Altas bóvedas y rollizos querubines miran con curiosidad el espectáculo que tiene lugar ante sus ojos.
Francisco I
El pesado crespón negro con que se ha adornado la iglesia ofrece un fuerte contraste con el oro y la pedrería semipreciosa del altar. El Emperador, rodeado de sus hijos, preside como todos los años la misa de difuntos. Francisco I, un hombre fuerte, impone con su presencia. De cejas altas, nariz fina y ligeramente aguileña, boca pequeña y perfectamente dibujada, es un auténtico Lorena. Seductor y sofisticado, está muy orgulloso de su familia y de sus orígenes franceses, que se remontan por una parte a su madre, la princesa Carlota de Orleáns, sobrina de Luis XIV, y por otra a su padre, de quien ha recibido el título de Duque de Lorena, que se remonta a la época de Carlomagno.
No obstante, pese a no ser habitual en él, Francisco parece distraído. Su mente vuela, viaja a la época de su matrimonio con María Teresa de Habsburgo en 1734. Qué hermosa, tierna y seductora era entonces su prometida, responsable sólo de su amor, inconsciente ante las pesadas responsabilidades venideras. Cuánto habían cambiado en aquellos casi veinte años. El joven Duque, que también lleva sangre de los Habsburgo por vía paterna, se había convertido en Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico por la gracia de los príncipes electores, y su esposa, «el Rey» María Teresa, en el ama y señora indiscutible del reino. Él, que de joven amaba la vida y su hermosura, había aprendido a amar a la mujer apasionada que Dios le había dado. ¡Catorce hermosos hijos habían bendecido su amor hasta ese momento y otro nuevo estaba a punto de nacer!
Francisco se entrega ahora a la oración, recordando a los cuatro hijos tan pronto desaparecidos, la muerte temprana de sus padres y los seres queridos que han alcanzado la paz eterna. Por último, implora al Señor que proteja a su mujer y a la criatura. Su pensamiento se dirige hacia los futuros padrinos; la Emperatriz ha elegido a los Reyes de Portugal para asumir la protección de su nuevo hijo. Al no poder asistir a la ceremonia, estarán representados por los archiduques José y María Cristina, los primogénitos de la pareja imperial. Francisco aprueba esta decisión, al igual que todas cuantas toma su esposa, pues son sabias y ponderadas.
En la segunda fila, el murmullo de los pequeños archiduques, dándose codazos y cuchicheando durante toda la celebración del oficio, hace que el preceptor frunza el ceño. Pero nadie tiene ánimo para hacer reproche alguno, pues el nerviosismo de los pequeños no es nada comparado con la preocupación de los mayores… Todas las miradas de los presentes convergen en el banco, la Emperatriz que se halla ausente no ha asistido a la misa, pues desde esa misma mañana sufre dolores de parto.
LA ÚLTIMA HABSBURGO
Bajo las ventanas de los aposentos de la Emperatriz, los «suizos», con uniforme de la guardia imperial, ejercen su vigilancia. Mientras que desde la calle llega el ruido amortiguado de los cascos de los caballos sobre el desgastado empedrado y el chirriar de los coches de punto, y la vida sigue alegre su curso… en la estancia de María Teresa reina un silencio sepulcral. La Emperatriz pide que le pongan paños mojados en la frente; esta contracción ha sido más fuerte que las anteriores, ¡se acerca el momento!
En la mesilla de noche, una pila de cartas ordenadas rigurosamente espera su firma. Con mano temblorosa toma la primera y se dispone a leerla. Una arruga en la frente delata su preocupación al enterarse de las intenciones beligerantes de Prusia. Esa eterna enemiga; no habrá tregua para la Emperatriz hasta que la haya vencido… En estado de semiinconsciencia, ve desfilar los primeros años de su vida como monarca, ¡años de duro combate con el fin de asegurar la unidad de sus Estados!
María Teresa de Austria
Era una niña aún cuando el 20 de octubre de 1740 CarlosVl, su padre, murió. En ausencia de un hijo que le sucediera, el Emperador había previsto por la Pragmática Sanción que su herencia pasara al primogénito, aunque se tratara de una mujer. Este decreto imperial debía evitar la fragmentación de la herencia de sus Estados (Austria, Hungría, Bohemia). Sobre los hombros de María Teresa recayó entonces la suerte de millones de súbditos, una conmoción histórica que Europa sólo aceptaba a regañadientes.