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Varios

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Cuentos de cabecera Rosa Montero Juan Madrid Rosa Regás Jesús Ferrero - photo 1


Cuentos de cabecera

Rosa Montero

Juan Madrid

Rosa Regás

Jesús Ferrero


PRESENTACIÓN

Quizá tendríamos que hurgar en nuestra memoria para rescatar aquellas noches mágicas de la infancia en que nuestro ánimo se sobrecogía y sólo osaba asomarse por encima de las sábanas para comprender por qué amamos tanto las historias. O quizá basta contemplar la cotidianeidad de nuestras experiencias para saber qué nos empuja a sumergirnos en otras vidas, vidas también cotidianas pero apasionadas, en contacto con el hechizo de la muerte o el del sexo.

El afán de narrar, de contar historias que nos mantienen al filo de la sorpresa, es lo que aúna a los escritores que aparecen en esta colección de relatos. No se trata de ofrecer una muestra exhaustiva de los narradores actuales, propósito amenazado por omisiones imperdonables, sino de dar un testimonio de la vitalidad con que el relato corto se cosecha en nuestra literatura.

Unas pinceladas biográficas presentan a los autores de los relatos seleccionados, a manera de antesala introductoria a esos otros mundos engañosamente reales. Adentrarse en cualquiera de los volúmenes de esta colección es dejarse seducir por los cantos de las sirenas, es liberar nuestro ánimo y permitir que encalle y se suspenda, es quedar atrapado en la magia y en el hechizo.

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ROSA MONTERO Nacida en Madrid en 1951 y licenciada en Filosofía y Letras y - photo 2

ROSA MONTERO. Nacida en Madrid, en 1951, y licenciada en Filosofía y Letras y Psicología, su verdadera vocación se encauzaría hacia el periodismo (es graduada por la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid), que le otorgaría un prestigio y un reconocimiento muy tempranos: Premio Mundo de Entrevistas (1978), Premio Nacional de Periodismo (1980). Entre 1977 y 1982 se hizo muy popular gracias a sus crónicas y entrevistas para El País, aunque desde 1979 amplió su campo de acción a la novela, de las que lleva publicadas siete. En este volumen se incluyen sus relatos Parece tan dulce y El puñal en la garganta.

.o.

Parece tan dulce

Parece tan dulce y es feroz. Contemplen la sala: está llena de gente. Un tercio de esa gente, haciendo un cálculo optimista, son personas que no me quieren bien. Todos mis competidores, todos mis verdugos y todas mis víctimas. Llevo quince años en la firma, los cinco últimos como director de personal: no ha sido fácil. Pero de entre todos esos señores y señoras que me odian sé con certeza que la peor es ella. Ella es mi mayor enemigo. Estoy muy seguro de lo que digo porque la conozco bien: es mi mujer.

Y eso que están presentes los más belicosos, los más tenaces de mis adversarios: Donatella, la licenciada en Económicas con un master en Harvard que entró como secretaria mía porque no encontraba trabajo con la crisis, y que un día me echó lenta y deliberadamente un carajillo hirviendo en los pantalones porque yo le había pedido que nos trajera unos cafés a la reunión de directores (¿y qué podía hacer yo? Yo no soy culpable de la crisis. Y en la reunión estaba el Director General. Y se lo había pedido por favor). Zaldíbar, que me tiranizó los seis años que fue mi jefe, firmando como suyos, sin yo saberlo, todos los informe que le hice. Contreras, que aspiraba a mi cargo y perdió en la contienda, ayudado en la derrota, probablemente, por el hecho casual de que yo me hubiera hecho socio del mismo club de tenis que el Director General, con quien llegué a trabar cierta amistad a golpe de raqueta (no soy un santo, pero tampoco un cerdo como Zaldíbar: digamos que estoy asentado en el más común y vulgar nivel de indignidad). Pues bien, pese a estar presentes estos tres pesos pesados de la hostilidad, ella sigue siendo el mayor enemigo que tengo en esta sala y en el planeta. El hecho de estar casados sólo agrava la cosa. Duermo con ella, con mi feroz enemiga, y en mis noches insomnes me parece escucharla rumiar, en el silencio de sus sueños, ocultos planes de futuras venganzas.

Parece tan dulce. Ahí está, al otro lado de la sala, apoyada en la pared con su fingida y elegante desgana de siempre, hablando con alguien a quien no conozco: mírenla, ahora se la ve bien entre la gente, las espesas aguas de la concurrencia se han abierto un poco, creo que acaban de sacar los canapés calientes y ha habido una súbita deriva de glotones hacia la puerta. Hay que reconocer que se mantiene guapa: se toma su trabajo para ello, desde luego. Se tiñe el pelo, se da masajes, hace gimnasia todo el día (quiero decir, siempre que está en casa: es abogada y trabaja en un despacho laboralista), se llena la cara de potingues, de mascarillas horrendas, de cremas apestosas; se mete en la cama por las noches tan resbaladiza y aceitosa como un luchador de sumo en un campeonato. En esto compruebo una vez más que es mi enemiga y puedo medir el odio y el desapego que me tiene: tantos esfuerzos por mantenerse guapa, ¿para quién? Debe de ser para Donatella, para Contreras, para Zaldíbar. Para mí no es, eso está claro: a mí me ofrece la tramoya del afeite, un gorro de plástico en el pelo, un aspecto ridículo. No sé si lo hace por sadismo: para afrentarme con su presencia. O si, lo que sería peor (lo que sospecho), lo hace simplemente porque no me ve, porque no me tiene en consideración, porque no existo. Muchas veces en mi vida, con diversas personas, me he sentido así, de cristal transparente: pero no estar en su mirada, en la mirada de ella, es lo más duro.

Cuando estoy es peor. A veces me echa una desapasionada ojeada y dice:

—¿Por qué no te compras el monoxinosequé ése, esa loción que se dan los hombres contra la calvicie?

O bien:

—Deberías cuidarte un poco más.

No parecen frases muy crueles, pero tendrían que oír el tono. Y la imagen de mí mismo que me ofrecen sus ojos. Estoy allí, en el fondo de las pupilas de ella, pequeñito por todas partes, más pequeñito aún de lo que sé que soy, con mi calva incipiente y mi barriga incipiente y mi derrota incipiente. Y entonces no le digo a mi mujer que llevo años frotándome la coronilla con minoxidil sin mejoría apreciable, y que en el secreto de mi cuarto de baño (tenemos dos, uno cada uno) hago abdominales, y que lo peor es que intento cuidarme y que la ruina incipiente de mi aspecto es el pobre resultado de todos mis desvelos. Para disimular, hago como que no me interesa nada mi apariencia física, como que desdeño esas banalidades. Es un viejo recurso que he usado desde la infancia: pretender que no me importa aquello en lo que he fracasado. Pero sé que mi mujer sabe mi truco. Y también sabe que yo sé que ella lo sabe. Es humillante. Mi mujer es mi mayor enemigo porque me humilla.

Quizá no es culpa suya. Quizá todo esto sea también tan duro para ella como lo es para mí. Al principio no fue así: al principio yo me miraba en ella y veía un dios. Sé que me quiso con locura. Lo sé, aunque no lo recuerdo: hoy me es tan difícil imaginarla enamorada de mí que, si no guardara todavía algunas arrebatadas cartas suyas y, sobre todo, si no tuviera como prueba principal el hecho inaudito de que acabó casándose conmigo, creería que todo había sido producto de mi imaginación. Recuerdo, eso sí, que un día se apagó su mirada como se apaga la luz de un reflector. Y entonces yo dejé de estar bajo los focos y ya no volví a ser jamás el protagonista de esta mala película.

Las mujeres son así. O al menos muchas mujeres, sobre todo las que son apasionadas, como ella. Son terribles porque lo quieren todo. Porque no se conforman. Porque en el fondo pretenden encontrar al Príncipe Azul. Y cuando creen haberlo hallado, se emparejan; pero al cabo de unas semanas, de unos meses, de unos años, una mañana se despiertan y descubren que, en lugar de haberse estado acostando todas esas noches con el Príncipe, en realidad lo han estado haciendo con una rana. Lo peor es que entonces desprecian a la rana y abominan de ella, en vez de aceptar las cosas tal cual son, como yo mismo he hecho. Porque también mi mujer es mitad batracia, como todos; pero a mí no me importa, incluso me gusta. A veces, por las noches, mientras ella duerme en nuestra cama común (que es un desierto), yo la vigilo agazapado en la penumbra, esperando el prodigio. Suspira ella, se agita entre sueños, unta de crema de belleza toda la almohada; yo escruto a mi mujer atentamente, la veo un poco rana, algo verdosa, me atrevo a ponerle una mano en la cintura, ella ronronea sin despertar, como si le gustase; me acerco más, me cobijo en la tibieza de su espalda como antes, palpitan los segundos en la noche, aquí estamos los dos siendo otra vez uno, compañera de charca al fin aunque sea dormida. Entonces me duermo yo también en esa postura inverosímil; y al cabo de un instante de plácida negrura alguien me sacude, me despierta. Es ella, que está erguida sobre un codo, contemplándome de cerca, la cabeza levantada como una cobra. La cobra mira a la rana y dice:

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