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A mis padres y hermanos.
y mucha distancia que nos separe.
Capítulo I
Iglesia de Saint James, Londres.
Mayo de 1876
E sa mañana de principios de mes había amanecido perfecta para la celebración de una boda. El sol por fin había hecho acto de presencia tras unos días de lluvia incesante, presagiando a una angustiada novia un futuro donde solo le esperaba felicidad.
El problema era que la dama en cuestión odiaba a su prometido por múltiples motivos, y ni todos los rayos del sol, ni los buenos presagios del astro celestial, le harían cambiar de parecer.
Madison se había visto obligada por su madre; la condesa de Wyonick, a contraer matrimonio con un hombre al que aborrecía, y al que jamás podría amar por mucho que se esforzara. Era cierto que en más de una ocasión le habían informado que el amor era algo innecesario en un buen matrimonio, al ser más favorable para la felicidad conyugal el respeto, la posición social que ocuparía; en su caso duquesa, y los beneficios económicos de dicho acuerdo.
Lo malo era que Madison era una soñadora empedernida y odiaba tener que casarse sin amor, y sin esperar otra cosa de su marido más que su dinero y su título. Una parte de ella se negaba a fingir que no le importaba renunciar a sus anhelos, y tener que someterse a los dictados de unos padres que preferían pensar en ella como en una adquisición de la que sacar partido, en vez de verla como su única hija.
Desde su más tierna infancia la habían educado para acatar las órdenes de sus progenitores, y aunque en su interior había una llama de rebeldía que cada vez ardía con más fuerza, una parte de ella aún se negaba a revelarse en contra de su familia. Tenía la sensación de que se había pasado media vida agachando la cabeza para no enfadar a sus padres, y se sentía hastiada al tener que ocultar su carácter por el bien de una familia que apenas pensaba en ella.
Era cierto que en más de una ocasión se había manifestado en contra de algunas de las estrictas normas de su madre, como su imposición en su forma de vestir, y la que más detestaba de todas, su negativa a que se mezclara con personas de rango inferior al suyo.
Su madre siempre había sido muy rigurosa en esta norma, y nunca permitió que Madison olvidara la noble familia a la que pertenecía. Solo hubo una excepción en ese asunto, cuando años atrás Madison formó amistad con Jane Grayson, hija pequeña de un baronet, y desde entonces habían sido inseparables. El motivo de que lady Wyonick permitiera esta simpatía fue porque sir Richard Grayson era uno de los hombres más ricos de Inglaterra, y por los innumerables berrinches de su hija hasta que accedió.
Desde entonces madre e hija compartían una lucha por salirse con la suya, y por ello Madison había aprendido a ser inteligente a la hora de negociar contra la tozuda voluntad de su progenitora. Aunque en esta ocasión admitía que nada de lo que hizo le sirvió de ayuda.
Reconocía que la culpa de ese desastroso matrimonio la tenía ella, al haberse pasado las dos últimas temporadas negándose a elegir marido. Durante esos dos años Madison intentó con todas sus fuerzas encontrar a ese candidato perfecto que le robara el corazón y la enamorara, pero nunca halló a un caballero que le llamara la atención y le hiciera sentir mariposas en el estómago.
Es por esto que los pretendientes empezaron a escasear, y su madre, cada día más resuelta a conseguirle un candidato digno de su posición, había elegido en su lugar a su futuro esposo. Que Madison se negara, rogara, negociara, y llorara desconsolada no cambió nada, pues su opinión no fue tenida en cuenta por ninguno de sus progenitores.
De esa manera Madison se vio forzada a unirse a un hombre repulsivo y licencioso, cuya única virtud consistía en ostentar el título de duque. Que este sujeto tuviera más años que su padre no tenía importancia, pues todo eso se le pasaba por alto al tratarse de un miembro de alta cuna.
Madison no podía remediar odiarlo, aun sabiendo que era su obligación aceptar a ese caballero. Lo había intentado durante su noviazgo, así como la noche en que se anunció su compromiso y les dejaron a solas por unos minutos. En esa ocasión ese supuesto noble respetable la había besado metiéndole la lengua tan al fondo, que le hicieron sentir arcadas y un asco inimaginable. Pero su osadía no quedó ahí, ya que, cegado por el cuerpo juvenil de su prometida, le manoseó los senos con el mayor de los descaros, hasta hacerla gemir de dolor.
Y de esa manera tan poco romántica y desafortunada Madison se vio forzada a ese casamiento, y ahora se encontraba en la suntuosa iglesia de Saint James; en el interior de la recamara designada para que la novia se preparara, a la espera para unirse al petulante Frederick Denfort – York III, duque de Glonchester.
—¿Estás segura de que está todo dispuesto? —preguntó Madison a su tía Henrietta.
—No tienes de qué preocuparte, en el barco te están esperando y zarparéis en cuanto llegues. Solo tienes que recordar en pasar desapercibida, y en esconderte en el camarote más pequeño nada más llegar —le dijo tía Henrietta mientras abría una de las dos grandes ventanas que comunicaban al jardín.
Tía Henrietta era una anciana bajita y de cuerpo rechoncho que hacía muchos años se había quedado viuda, y cuyo mayor pasatiempo era cotillear mientras tomaba el té con las familias más destacadas de Londres. Lady Worthwolf adoraba a su sobrina y se negaba a verla casada con un hombre tan repulsivo y tan falto de elegancia.
Es por eso que había tratado de convencer a sus padres para que ese matrimonio no se realizara, con la mala fortuna de no conseguir su propósito. Algo que la exasperó, y fue la causa de que le ofreciera su ayuda a Madison con el propósito de detener esta boda. Aunque nunca imaginó que su cariñosa y servicial sobrina le pidiera su colaboración para planear su huida, dejando atrás a una madre que jamás la perdonaría y que estaría dispuesta a cualquier cosa con tal de impedir el escándalo.
De esa manera, la impulsiva lady Worthwolf; es decir tía Henrietta, había dispuesto un plan atrevido tras una tarde de cháchara con su sobrina y la amiga de ésta, Jane; ahora lady Brandbury, donde el té, los pastelitos de mantequilla, y las ideas de fuga habían abundado.
No era de extrañar que tía y sobrina sintieran un vínculo especial, pues ambas gozaban de un espíritu aventurero que se negaba a ser doblegado. Algo que exasperaba a lady Wyonick al no poder controlar a su hija como tanto anhelaba, y por ello más se empeñaba en dominar a Madison.
—¡Dios mío! ¡No recuerdo haber estado tan nerviosa en toda mi vida! —señaló Madison sin poder dejar de estrujar el diminuto pañuelo de encaje que sostenía entre sus manos.
—No tienes de qué preocuparte, ya verás cómo todo saldrá bien y dentro de unos años nos reiremos juntas de esta aventura —señaló su amiga Jane, condesa de Brandbury.
Jane había permanecido a su lado desde que se había anunciado el compromiso, y había intentado hacer todo lo posible por cambiar el destino de su íntima amiga. Por desgracia sus palabras no fueron tenidas en cuenta y, como le sucedió a tía Henrietta, sus peticiones y suplicas no dieron resultado.