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Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?
—EZEQUIEL 37.3
Dicen que una persona solo necesita tres cosas en este mundo para ser verdaderamente feliz: alguien a quien amar, algo que hacer y algo a que aspirar.
—TOM BODETT, AUTOR Y LOCUTOR DE RADIO
¿Está dispuesto a hacer todo lo que se necesite para tener el matrimonio que siempre soñó?
Al principio de nuestro matrimonio, habríamos respondido a esa pregunta con un sí rotundo. Y si alguien nos hubiera desafiado con ella durante los primeros años de casados, seguro que habría cambiado la trayectoria de nuestro matrimonio.
El 15 de junio de 1996, día de nuestra boda, iniciamos lo que pensamos que sería nuestra ininterrumpida historia de amor, para toda la vida. Estábamos enamorados y habíamos empleado toda nuestra energía en la planificación y en la preparación del gran día. Seleccionamos las combinaciones de colores, decidimos si usar flores naturales o artificiales y discurrimos sobre si ocho invitados por cada uno eran demasiados. Los pequeños detalles eran cruciales para nosotros. Estábamos bastante orgullosos de nuestra herencia cristiana y queríamos que todos supieran que el día de nuestra boda estaba dedicado a Dios y al comienzo de nuestro compromiso mutuo. Habíamos estado comprometidos por casi ocho meses y el tiempo había pasado deprisa. Antes de darnos cuenta, tomaron las fotos de la ceremonia, la recepción culminó y nosotros partimos hacia una romántica luna de miel. Al fin casados, nos sentíamos en la cima del mundo y nada cambiaría eso, ¿no es así?
En retrospectiva, dedicamos tanto tiempo a prepararnos para el día de nuestra boda, que no dispusimos casi nada para los días venideros. En nuestras sesiones de consejería prematrimonial nos aseguraron que, como nuestros padres tenían matrimonios sólidos, el nuestro también lo sería, y que no era necesario deliberar sobre temas profundos en nuestra relación. Nosotros lo creímos así. Tuvimos una errónea noción de seguridad. Pensamos que no era necesario continuar con la consejería prematrimonial.
Durante ese primer año, estuvimos redefiniendo lo que era normal. Fuimos aprendiendo cómo era la vida de casados, qué era ser esposo, qué era ser esposa y cómo amarnos en un nuevo nivel. Para ser francos, comenzamos nuestro primer año en la cima más alta y luego dio inicio nuestro descenso paulatino. No teníamos idea de que estábamos dirigiéndonos directo a un valle. Uno profundo y doloroso. Casi cinco años después, estábamos atrapados en ese valle. Nos habíamos lastimado tanto el uno al otro que no podíamos discernir si había alguna salida.
Hay una historia en la Biblia que describe un valle tan desolado como aquel nuestro. El profeta Ezequiel fue llevado por Dios hacia una visión grandiosa. El Señor lo ubicó en medio de un valle repleto de huesos secos. De repente, Dios lo alzó en el aire para que observara aquella escena de destrucción. En todas las direcciones, Ezequiel no podía ver nada más que muerte y miseria. Un valle extenso, lleno de huesos secos, esparcidos de este a oeste. Era el valle de la muerte, donde toda esperanza había desaparecido, si acaso había alguna.
Nuestro momento en el valle
El paso por el valle llegó temprano a nuestro matrimonio al descubrir que no sabíamos cómo comunicarnos de manera efectiva. A menudo nos gritábamos con el propósito de explicar nuestros puntos de vista. Nos sentíamos miserables. Pensábamos que lo habíamos intentado todo, pero nada parecía funcionar. ¡En ese momento precisábamos una esperanza! Nos confrontaban las mismas preguntas que ahora les hacemos a otras parejas:
¿Estábamos dispuestos a hacer todo lo necesario para tener el matrimonio que siempre esperamos y soñamos?
¿Estábamos dispuestos a dar pequeños pasos diarios para salir de ese valle desolado en el que nos encontrábamos?
¿Estábamos dispuestos a someternos a Dios y el uno al otro?
De Ashlee
Era noviembre del año 2000. Durante las elecciones presidenciales, mientras el mundo debatía y discutía sobre votos no contados, mi debate era con un matrimonio que pendía de un hilo. Apenas cinco semanas antes, había dado a luz a nuestro primer hijo. Al igual que el mundo sumido en el caos, sentía una incertidumbre en mi corazón por lo que me deparaban los próximos años. ¿Cómo podríamos traer un nuevo miembro a nuestra pequeña familia cuando nuestro matrimonio estaba sin vida? ¿Por qué éramos tan infelices? ¿Por qué no teníamos un matrimonio exitoso? Los hogares de nuestros padres habían tenido éxito, ambos fuimos criados en familias cristianas y estábamos muy involucrados en nuestra iglesia. Empecé a reflexionar sobre los últimos cinco años y sobre cómo nos había ido. Me lo imaginé en una lista como la que sigue.
• Primer año: Los primeros meses fueron emocionantes y divertidos, casi como vivir en Navidad todos los días. Vivíamos en la cabaña de madera más linda que había en un campo de heno con vacas a nuestro alrededor. Era el sueño de cualquier chica de campo. Era nuestro pequeño paraíso al este de Texas. Éramos felices. Clayton tenía algunas peculiaridades que yo veía un poco extrañas, pero estaba convencida de que al fin podría cambiarlo. Sin embargo, yo tenía algunas luchas internas de mi pasado que nunca le conté, pero, de manera general, era como cuando éramos novios, aunque ahora no teníamos que separarnos ni dejarnos.
• Segundo año: La etapa de la luna de miel estaba llegando a su fin. Cuando tratábamos de conversar, discrepábamos en casi todo. Esos conflictos se convertían en discusiones hirientes. Acababa de empezar mi primer año de enseñanza en la escuela secundaria, pero no lo estaba disfrutando. Era demasiado joven como para enseñar a estudiantes de secundaria, por lo que me sentí abrumada. Traté de hablar con Clayton al respecto para que pudiera animarme a superarlo, pero simplemente trató de solucionar todos mis problemas. Yo no quería eso, solo deseaba que me escuchara. Así que dejé de contarle tanto como solía hacerlo.
• Tercer año: Clayton tomó el cargo de pastor de niños en nuestra iglesia. Ahora era una «esposa de pastor». Yo tenía veintitrés años y me sentía poco calificada. No sé cómo tocar el piano, predicar o cantar, pensé. ¿Cómo voy a ser esposa de un predicador? Tenía algunas ideas en cuanto a qué tipo de mujer debía ser y, en mi criterio, yo era un gran fracaso, pero nunca podría decírselo a Clayton. Él solo trataría de arreglarlo. De modo que comencé a aislarme de él poco a poco y empecé a morir por dentro.
• Cuarto año: Odiaba el sexo. Esas luchas silenciosas de mi pasado estaban empezando a aflorar en mí de una manera que ya no podía ocultar. No obstante, una persona bienintencionada a la que le confié mis luchas, me dijo que solo tenía que soportar esos quince minutos y que así estaría cumpliendo con mi esposo, ya que era mi deber como esposa hacerlo.
• Quinto año: Todo aquello fue demasiado: la comunicación espantosa, la vida sexual insatisfecha, la idea de que necesitábamos tener un matrimonio perfecto y, ahora, un bebé. No podía soportarlo más. Me sentía atrapada en una relación rota, me consideraba indigna y estaba atrapada en mi nuevo rol como madre, por lo que me deprimí. Pensé en terminar con mi vida puesto que no veía otra salida. Me encontraba en el valle de los huesos secos y estaba falleciendo.
De Clayton
Recuerdo que el quinto año fue un momento clave para nosotros. Luchábamos más que nunca en nuestra relación. Estaba abrumado por la culpa, la pena y la tristeza. Se suponía que lo lograríamos. Es más, no solo eso, debíamos haber sido el modelo de un matrimonio perfecto. Los matrimonios de nuestros padres eran exitosos y todos suponían que seguiríamos sus pasos. Teníamos muchas cosas a favor, pero nuestro matrimonio se desplazaba en una espiral descendente sin esperanza a la vista.