Mercedes Guerrero
La Última Carta
© 2011, Mercedes Guerrero
23 de mayo de 1982
El vestíbulo del hotel St. James, enclavado en el centro del West End londinense, estaba repleto de cámaras, periodistas y numerosos invitados. En la sala de conferencias se ultimaban los preparativos para el inicio de una rueda de prensa multitudinaria convocada por la famosa novelista Claire Evans. Existía gran expectación por conocerla tras el éxito abrumador obtenido por sus últimos trabajos; era su primera aparición en público. Por primera vez rompía su anonimato, y el motivo no era otro que haber recibido el Premio Whitbread, uno de los más prestigiosos de las letras inglesas, por su libro Inocentes secretos, que se había convertido en un acontecimiento literario a escala internacional. El enigma sobre su identidad era un valor añadido a la presentación, pues circulaba el rumor de que el verdadero autor de aquellas obras célebres era un hombre.
Desde la puerta principal de la sala, un grupo fue abriéndose paso entre el público, indicando la llegada de la protagonista del evento. En la tribuna tomó asiento una elegante mujer de melena lisa y castaña vestida con chaqueta y falda de lino color marfil y camisa a juego. Los pendientes, diamantes pequeños engarzados en oro blanco, infundían el toque juvenil y elegante a un delicado y expresivo rostro cuyo rasgo más sobresaliente eran unos profundos ojos azules. En cuanto a su edad, no era posible adivinar si había cumplido los treinta o los había rebasado hacía tiempo. Tenía una mirada dulce y cálida, sin rastro de la excentricidad que caracterizaba a otros escritores famosos y encumbrados.
El representante de la editorial tomó la palabra y presentó la obra al público asistente, ansioso por conocer algo más sobre la famosa y enigmática escritora. A continuación se inició la rueda de prensa ante los periodistas allí congregados.
– Señora Evans, ¿es éste su auténtico nombre o se trata de un seudónimo? Y si es así, ¿tiene algún motivo especial para no utilizar su nombre real? -preguntó el enviado de una cadena de televisión.
– Es un seudónimo. Me gusta vivir como una ciudadana normal; así preservo mi intimidad y la de mi familia. -Su voz era segura y templada, y su acento no correspondía a ninguna zona concreta del país.
– ¿Dónde tiene fijada su residencia actualmente?
– Ni siquiera firmo mis obras, así que me disculpará si no respondo a esa pregunta -contestó con cierta incomodidad la escritora, provocando un murmullo en la sala.
– ¿Es cierto que destina gran parte de los beneficios que generan sus libros a organizaciones humanitarias y religiosas? -La joven periodista de una revista especializada no renunciaba al morbo.
– Les recuerdo que se les ha convocado aquí para comentar mi trayectoria profesional, no la personal, aunque puedo responderle que estoy profundamente implicada en el desarrollo social y cultural de las clases menos favorecidas, y que colaboro activamente con diferentes instituciones.
– Desde que publicó su primera novela, hace cuatro años, sus obras han evolucionado tanto en estilo como en el tema abordado. ¿Cómo le llega la inspiración, desde su aislamiento, para crear historias tan diferentes y al mismo tiempo tan actuales?
– De mi propia experiencia. He vivido con una intensidad envidiable, y en mis relatos procuro plasmar hechos reales; la mayoría han surgido a partir de un incidente banal al que he añadido un toque de ficción con el fin de crear una historia atractiva.
– Sin embargo, en esta última novela narra unos hechos apasionantes que usted asegura haber vivido. ¿Son verídicos o ha introducido también una dosis de misterio y acción para aumentar el interés?
– Este libro es una excepción. En él no hay ficción, se lo aseguro. Todo lo que cuento sucedió hace unos años, pero hasta ahora no había tenido el valor suficiente para plasmarlo en el papel; la única inexactitud que hallará en la historia es el lugar y los nombres de los personajes, que he ocultado por evidentes motivos de seguridad.
– Entonces, ¿es verdad que consiguió desenmascarar a un asesino en serie y que estuvo a punto de ser la siguiente víctima?
– Todo lo que he escrito es cierto, dolorosamente cierto.
– ¿Y no le preocupa la posibilidad de sufrir algún tipo de represalia por haber sacado a la luz este testimonio?
– Las leyes que rigen el país donde sucedieron los hechos no son demasiado severas con esa clase de delitos; es posible que el psicópata que los cometió se encuentre en libertad, pues es un hombre muy influyente. Pero no temo por mi integridad física; vivo muy protegida, en un lugar seguro y de difícil acceso para personas ajenas a mi entorno.
25 de julio de 1978
Amanecía un húmedo y caluroso día cuando el barco atracó. Ann Marie no estaba segura de querer salir del camarote, pero unos golpes en la puerta la hicieron reaccionar. Era el mozo informando que las pasarelas estaban listas para el desembarque. La partida desde Londres, una semana antes, se le hacía muy lejana, casi irreal, tras un agotador vuelo a Johannesburgo, con escalas en diferentes ciudades africanas, el posterior traslado en tren hacia Durban y la larga travesía en barco desde aquella ciudad portuaria hasta la isla de Mehae. Paseó por última vez la mirada por el pequeño camarote; toda su vida estaba guardada en dos pesadas maletas que contenían libros, diarios y fotos, valiosas pertenencias que la habían acompañado durante gran parte de su vida. Podría instalarse en cualquier lugar del mundo y le bastaría abrirlas para sentirse como en casa.
Al abrir la puerta, una sensación de inestabilidad se apoderó de ella, y tuvo que admitir que no era provocada por el vaivén del barco sino por el miedo al futuro que la aguardaba en tierra firme. Había abandonado su país y su pasado para embarcarse en una aventura incierta que estaba a punto de comenzar tras un matrimonio por poderes con un hombre al que no conocía. La única referencia que tenía era el hermano de su futuro esposo, Joseph Edwards, un gran amigo que, junto con su esposa Amanda, la había persuadido de la necesidad de que diera un giro completo a su vida tras la escabrosa experiencia de su reciente divorcio. Las incómodas negociaciones con su ex marido y los problemas económicos que había padecido en los últimos meses le parecían lejanos e irreales, pero el miedo a cometer un nuevo error le provocaba escalofríos. Había tomado una decisión arriesgada y por primera vez se había entregado al azar. Había apostado a doble o nada, y aquélla era su última carta.
Ahora se llamaba Ann Marie Edwards y era la flamante esposa de Jake Edwards, un aventurero inglés que había logrado echar raíces en aquella pequeña isla perteneciente a Sudáfrica, situada en un punto del océano Índico equidistante entre el nordeste del país y el sur de la isla de Madagascar, donde las plantaciones de tabaco se habían convertido en su medio de vida. Él también había decidido casarse de nuevo. La muerte de su primera esposa, que no le había dado hijos, había inundado de soledad las largas jornadas en la isla. Para Ann Marie aquel matrimonio suponía serenidad y estabilidad económica al lado de un desconocido del que tenía excelentes referencias a través de sus grandes amigos y ahora cuñados. Su sueño era ser escritora, poseía una firme vocación y gran imaginación para crear historias, y en aquel lejano y solitario lugar dispondría de tiempo libre para dedicarse a escribir. Pensaba trabajar duro para llegar a ser alguien en el mundo de las letras.
Ann Marie había nacido en Londres. Su padre, de origen canadiense y diplomático de profesión, estaba destinado en la embajada de la capital inglesa cuando conoció a su madre. Allí se casaron y, al poco de nacer la pequeña, se vieron obligados a trasladarse de un destino a otro. Ann Marie se educó en un ambiente de recepciones y actos oficiales en los que se desenvolvía con naturalidad. Siempre fue sensata y juiciosa, aunque nadie reparó en este hecho, pues, mientras crecía, jamás creó conflictos y aceptó sin objeciones todas las decisiones que su familia adoptó en cuanto a ella.
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