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Anderson Silvie - Prometeme Que Seras Mia

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Anderson Silvie Prometeme Que Seras Mia
  • Libro:
    Prometeme Que Seras Mia
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  • Año:
    2013
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Prometeme Que Seras Mia: resumen, descripción y anotación

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Prométeme que serás mía Silvie Anderson Sinópsis El guapo empresario - photo 1

Prométeme que serás mía

Silvie Anderson


Sinópsis

El guapo empresario Sergio Figueroa descubre que su padre no fue quien lo crió, sino un emigrante que murió en Argentina, dejándole una cuantiosa fortuna justo cuando su compañía está a punto de quebrar.

Para recibir la herencia, sólo debe cumplir dos requisitos: contar con pareja estable y ser un ferviente católico. Su único problema es que cada día se acuesta con una mujer distinta.

Tiene cuarenta y ocho horas para engañar al albacea, y sólo una oportunidad: Susana, una tímida becaria que se hará pasar por su esposa. ¿Conseguirá el dinero para salvar a su empresa? ¿Será Susana capaz de cambiar a este calavera?

Índice

Sergio es moreno. Lo que se dice un morenazo. El pelo ondulado con vetas grisáceas en las sienes. Un flequillo que le oculta la ceja izquierda, y que se esmera en cuidar. Sus ojos son claros, muy claros. Pero su mirada es la que recluta féminas. Mirada insolente, directa, desvergonzada, y al mismo tiempo cálida, sensual; una mouse suave que envuelve un licor fuerte. Se instala en su coto de caza preferido, el lounge del hotel Wellington. Y sonríe. A las mujeres les agrada sus labios. Son carnosos, voluptuosos. Quizá pornográficos. Esta tarde rastrea en busca de la víctima apropiada. Se estira la chaqueta, se recoloca el pañuelo del bolsillo y comprueba la hora. Aún es temprano. Las directivas de piernas descomunalmente largas y torneadas, y zapatos de aguja, que se desplazan a Madrid por trabajo y odian las solitarias noches de los viajes de negocios, resisten atrincheradas en sus salas de reunión. Pasa a la terraza. En una mano, un gin tonic de Bombay Saphire. En la otra la revista Executive Excellence . Su bronceado contrasta con el tono pálido del traje. Dos semanas en Marbella, una en Menorca y una sesión semanal de rayos uva, han tostado su piel ligeramente aceitunada.

Saluda a la camarera.

—¿Me sirves otro? —Es alta. Tal vez aspirante a modelo.

—¿Bombay Saphire?

Sergio confirma con una sonrisa. Y la mira sin pestañear.

—¿Qué es la vida sin un Bombay Saphire?

La camarera le devuelve la sonrisa. No es lo que dice, es cómo lo dice. Y él lo sabe. Domina la escena, saborea el momento, presiente lo que viene después, lo que siempre viene después, y le sobreviene una erección. La boca ligeramente entreabierta, la mirada sesgada, más que invitándola, retándola a adentrarse en su juego.

—¿Una vida vacía? —le responde ella, devorándole con los ojos. Luego se fuerza a salir en busca de la copa.

Sergio se acaricia el mentón. Prominente, masculino. Sopesa las posibilidades de arrastrarla a la cama. Bonito trasero, mejores pechos, rostro agraciado, larga melena rubia. Un bombón. Su deseo continúa insidioso. Pero existen reglas. Siempre hay reglas. No ahí, no con una camarera del Wellington. Le traería problemas. «Las mujeres exigen demasiado. Quieren un anillo y una casa con jardín». Sergio sólo un polvo. Un gran polvo. Un polvo de los que hacen época. De tres orgasmos, quizá cuatro. Pero no una relación bendecida ante el altar. Ya tuvo una. Y desde luego no le fue nada bien, ni a él ni a su ego.

La camarera regresa con la copa en una bandeja. La deposita sobre la mesa mientras lo observa de reojo. Ha oído hablar de él. Las otras camareras del Wellington también. Siempre tiene una habitación reservada a su nombre. Y cada día la abandona una mujer distinta. Habitualmente con el pelo revuelto, caminando agotada y con una sonrisa de complacencia. «Debe de ser un fiera en la cama», piensa ella.

—¿Le pongo algo más? —La pregunta no es nada inocente. A la camarera le hubiera apetecido acompañarla de un guiño. Pero no se siente tan valiente.

Sergio sonríe de nuevo, con sus dientes blancos y perfectamente cuadrados, y luego se lleva la copa a los labios. «Las camareras siempre están ahí. Las huéspedes van y vienen».

—No, gracias.

Piensa en el gimnasio, su segundo coto de caza. Allí no existen reglas. Las mujeres se inscriben, se matan en spinning durante dos semanas, se cansan, abandonan, vuelven a los tres meses… El gimnasio es enorme y da juego. Cuenta con ventaja, se ha fabricado un cuerpo a medida. Su pecho es recio, compacto, sin vello. En las abdominales luce una tableta potente, delineada, esculpida en mármol. Las mujeres se sientan en la bicis estáticas y le observan con el rabillo de ojo. Sudado es cuando más encanto desprende. Aceitoso, con la piel perlada. A la mitad de las mujeres del gimnasio les gustaría arrastrarlo a la cama, la otra mitad ya lo ha hecho.

Las siete y media. El bar poco a poco se va atiborrando de ejecutivos extenuados. Desde la terraza, observa un Madrid dorado por efecto de la luz del atardecer. Abajo. los atascos del tráfico, los gases de los coches, los semáforos insufribles. Arriba, la puesta de sol, una copa y mujeres hermosas. Suspira y recuesta la espalda. «¿Qué más se puede esperar de la vida? Un nuevo affaire, otra noche entre sábanas de raso…». A diez días de cumplir cuarenta años, se halla en la cima del mundo.

Al volver la vista a la terraza localiza a dos mujeres. La primera, morena, de cara redonda y sonrisa amigable, mantiene una conversación telefónica. No la oye. Pero tiene pinta de hablar con uno de sus hijos. Gesticula mucho, suelta carcajadas de vez en cuando, apunta cosas. De Valencia, o tal vez andaluza. Dos niños, quizá niña y niño. Se siente culpable por las horas que dedica a su trabajo. Está felizmente casada. No ve el anillo desde su posición, pero está convencido de que lo encontraría en su anular.

La segunda bebe despacio. Un gin tonic. De cara alargada y ojos muy juntos. Contempla a los clientes, como si aguardase a que alguien se decidiera a alejarla de una tarde aburrida. «La soledad es un sentimiento difícil de soportar para ciertas personas». Comprueba el móvil, pero nadie la llama. Es separada, puede que divorciada. Sergio desea examinarla de cerca. Se levanta y se dirige hacia ella. Se sitúa en frente, en otra mesa. Escote sugerente y sin anillo en el anular. Bonitos labios, estrechos, elegantes… Le gusta su piel lechosa, casi blanca. Adivina bajo su chaqueta una mujer de curvas sugerentes, con pechos pequeños, pero prietos. Le guiña imperceptible. Ella no se da cuenta. Pero Sergio insiste.

—Ha quedado una bonita tarde, ¿no le parece?

Repara en él. Y parece que lo que ve le agrada.

—Así es.

Alza la copa y bebe. Despacio.

—Me gusta Madrid en esta época del año —añade la mujer, tanteando a su interlocutor.

—Madrid es una ciudad mágica en cualquier época. —Espera un par de segundos, y luego remata—. Es una ciudad para compartir amigos, recuerdos… amores.

La mujer respalda su reflexión con un ligero cabeceo. Y Sergio sonríe de forma enigmática, como si le hubiera transmitido un secreto poderoso, tal vez como si esa estúpida frase contuviera un misterio. Luego ella se lleva la copa a los labios y bebe con parsimonia, sin esconder la mirada, resuelta, atrevida, directa.

—¿Es de aquí? —acaba por preguntar, como si no soportara el silencio y los ojos penetrantes de Sergio.

—De aquí y de allá —responde él, extendiendo la vista hacia el horizonte—. Ahora vivo en Madrid, sí. Pero viajo mucho. —Clava los ojos de nuevo en ella—. ¿Usted?

—Soy de Valencia. He venido por trabajo.

Sergio censura la respuesta con un ademán.

—Ha venido para darme suerte.

—¿Suerte?

Sonríe.

—Discúlpeme. Hoy ha sido un mal día, estaba a punto de irme a la cama con una botella de ginebra. Pero ha sido verla y mi día ha cambiado.

La mujer festeja la ocurrencia. Debe de saber que le miente, «pero a qué mujer no le agrada un piropo».

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