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Perry Anderson - Transiciones de la Antigüedad al feudalismo

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Perry Anderson Transiciones de la Antigüedad al feudalismo
  • Libro:
    Transiciones de la Antigüedad al feudalismo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1974
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Transiciones de la Antigüedad al feudalismo: resumen, descripción y anotación

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PRIMERA PARTE
I. LA ANTIGÜEDAD CLASICA

La división de Europa en Este y Oeste ha sido, desde hace tiempo, algo convencional entre los historiadores y se remonta, de hecho, al fundador de la moderna historiografía positiva, Leopold Ranke. La piedra angular de la primera obra importante de Ranke, escrita en 1824, fue un «Esbozo de la unidad de las naciones latinas y germánicas», en el que trazó una línea que cortaba el continente y excluía a los eslavos del Este del común destino de las «grandes naciones» del Oeste, que serían el tema de su libro. «No puede afirmarse que esos pueblos pertenezcan también a la unidad de nuestras naciones; sus costumbres y su constitución los han separado desde siempre de ella. En esta época no ejercieron ningún influjo independiente, sino que aparecen como meros subordinados o antagonistas. Ahora y siempre, esos pueblos están bañados, por así decir, por las olas refluentes de los movimientos generales de la historia». Aquí, el mundo medieval se convierte en Europa occidental tout court. Así pues, la distinción entre Oriente y Occidente se refleja en la historiografía moderna desde el mismo comienzo de la era posclásica. Sus orígenes, en efecto, son coetáneos a los del mismo feudalismo. Por consiguiente, todo estudio marxista de las diferentes evoluciones históricas del continente debe analizar ante todo la matriz general del feudalismo europeo. Sólo cuando se haya hecho esto será posible considerar hasta qué punto y en qué dirección es posible trazar una historia divergente de sus regiones occidental y oriental.

1. EL MODO DE PRODUCCION ESCLAVISTA

La génesis del capitalismo ha sido objeto de muchos estudios inspirados en el materialismo histórico desde el mismo momento en que Marx le dedicara algunos famosos capítulos de El capital. La génesis del feudalismo, por el contrario, se ha quedado casi sin estudiar dentro de la misma tradición y nunca ha sido integrada en el corpus general de la teoría marxista como específico tipo de transición hacia un nuevo modo de producción. Sin embargo, y como tendremos ocasión de ver, su importancia para el modelo global de historia quizá no sea menor que la de la transición al capitalismo. El solemne juicio de Gibbon sobre la caída de Roma y el fin de la Antigüedad aparece hoy, paradójicamente, quizá por vez primera en toda su verdad: «Una revolución que todavía sienten y que siempre recordarán todas las naciones de la Tierra». A diferencia del carácter «acumulativo» de la aparición del capitalismo, la génesis del feudalismo en Europa se derivó de un colapso «catastrófico» y convergente de dos anteriores y diferentes modos de producción, cuya recombinación de elementos desintegrados liberó la específica síntesis feudal, que, en consecuencia, siempre retuvo un carácter híbrido. Los dos predecesores del modo de producción feudal fueron, naturalmente, el modo de producción esclavista, ya en trance de descomposición y sobre cuyos cimientos se había levantado en otro tiempo todo el enorme edificio del Imperio romano, y los dilatados y deformados modos de producción primitivos de los invasores germanos que sobrevivieron en sus propias tierras tras las conquistas bárbaras. Estos dos mundos radicalmente distintos habían sufrido una lenta desintegración y una silenciosa interpenetración durante los últimos siglos de la Antigüedad.


Para ver cómo se produjo todo esto es necesario volver la mirada hacia la matriz originaria de toda la civilización del mundo clásico. La Antigüedad grecorromana siempre constituyó un universo centrado en las ciudades. El esplendor y la seguridad de la temprana polis helénica y de la tardía república romana, que asombraron a tantas épocas posteriores, representaban el cenit de un sistema político y de una cultura urbana que nunca ha sido igualado por ningún otro milenio. La filosofía, la ciencia, la poesía, la historia, la arquitectura, la escultura; el derecho, la administración, la moneda, los impuestos; el sufragio, los debates, el alistamiento militar: todo eso surgió y se desarrolló hasta unos niveles de fuerza y de complejidad inigualados. Al mismo tiempo, sin embargo, este friso de civilización ciudadana siempre tuvo sobre su posteridad cierto efecto de fachada en trompe l’oeil, porque tras esta cultura y este sistema político urbanos no existía ninguna economía urbana que pudiera medirse con ellos. Al contrario, la riqueza material que sostenía su vitalidad intelectual y cívica procedía en su inmensa mayoría del campo. El mundo clásico fue masiva e invariablemente rural en sus básicas proporciones cuantitativas. La agricultura representó durante toda su historia el ámbito absolutamente dominante de producción y proporcionó de forma invariable las principales fortunas de las ciudades. Las ciudades grecorromanas nunca fueron predominantemente comunidades de manufactureros, comerciantes o artesanos, sino que en su origen y principio constituyeron agrupaciones urbanas de terratenientes. Todos los órdenes municipales, desde la democrática Atenas a la Esparta oligárquica o la Roma senatorial, estuvieron dominados especialmente por propietarios agrícolas. Sus ingresos provenían de los cereales, el aceite y el vino, los tres productos básicos del mundo antiguo, cultivados en haciendas y fincas situadas fuera del perímetro físico de la propia ciudad. Dentro de ésta, las manufacturas eran escasas y rudimentarias: la gama normal de mercancías urbanas nunca se extendió mucho más allá de los textiles, la cerámica, los muebles y los objetos de cristal. La técnica era sencilla, la demanda limitada y el transporte enormemente caro. El resultado de ello fue que en la Antigüedad las manufacturas se desarrollaron de forma característica no a causa de una creciente concentración, como ocurriría en épocas posteriores, sino por la descontracción y la dispersión, ya que la distancia, más que la división del trabajo, dictaba los costes relativos de producción. Una idea gráfica del peso comparativo de las economías rural y urbana en el mundo clásico la proporcionan los respectivos ingresos fiscales producidos por cada una ellas en el Imperio romano del siglo IV d. C., cuando el comercio urbano quedó definitivamente sometido por vez primera a un impuesto imperial con la collatio lustralis de Constantino: los ingresos procedentes de este impuesto en las ciudades nunca superaron el 5 por ciento de los impuestos sobre la tierra.

Naturalmente, la distribución estadística del producto de ambos sectores no basta para restar importancia económica a las ciudades de la Antigüedad, porque en un mundo uniformemente agrícola el beneficio bruto del comercio urbano tal vez no sea muy bajo, pero la superioridad neta que puede proporcionar a una economía agraria sobre todas las demás tal vez sea decisiva. La condición previa de este rasgo distintivo de la civilización clásica fue su carácter costero. Así, no es casual que la zona del Egeo —laberinto de islas, puertos y promontorios— haya sido el primer hogar de la ciudad-Estado; ni que Atenas, su principal ejemplo, haya basado su fortuna comercial en el transporte marítimo; ni que, cuando la colonización griega se extendió hacia el Oriente Próximo en la época helenística, el puerto de Alejandría se convirtiera en la mayor ciudad de Egipto y fuera la primera capital marítima de su historia; ni que Roma, finalmente, se convirtiera a su vez, aguas arriba del Tíber, en una metrópoli costera. El agua era el medio insustituible de comunicación y comercio que hacía posible un crecimiento de una concentración y complejidad muy superior al medio rural que lo sostenía. El mar fue el vehículo del imprevisible esplendor de la Antigüedad. La específica combinación de ciudad y campo que caracterizó al mundo clásico fue operativa, en último término, debido únicamente al lago situado en su centro. El Mediterráneo es el único gran mar interior en toda la circunferencia de la Tierra: sólo él ofrecía a una importante zona geográfica la velocidad del transporte marítimo junto con los refugios terrestres contra los vientos y el oleaje. La posición única de la Antigüedad clásica en la historia no puede separarse de este privilegio físico.

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