M. G. Aybar - Caemos Juntos Por La Misma Gravedad
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CAEMOS JUNTOS
POR LA MISMA
GRAVEDAD
M.G. AYBAR
Para Jorge, Argenis, Melina, Randy, Cris, Laura, Judith, Loly y Yoe porque sin ustedes chicos no lo hubiese logrado, y para mi familia.
Ella era un sueño para mí. Me entusiasmaba demasiado al soñar con ella. Soñando que podía formar parte de su vida de cualquiera manera. Soñando que éramos el uno para el otro.
Soñar demasiado hace que violemos muchas cosas. En algún momento de mi sueño he estado con ella en cada instante de su trayecto por la vida. Siempre he tenido ese don de soñar con cosas que no puedo tener.
Pero volviendo al tema central, era esa clase de chico normal que junto a sus amigos intentó voltear el pedazo de isla donde nacieron con el fin de demostrarle al mundo que podemos hacer todo lo que queramos únicamente con proponérnoslo, que podemos tener cualquier cosa incluso aquello que la sociedad nos cohíbe pero debemos entender que hay cosas que son imposibles de obtener como por ejemplo: nunca ganare un Premio de la Real Academia de Ciencias, mucho menos me convertiría en presidente de la República y ni por asomo me convertiré en lo que la sociedad quiere que sea.
Yo, Alexander Carbonelly Ledesma tuve una misión esa noche. Una noche en la que me encargaría de cambiar mi mundo y posiblemente el de todos los demás. Quizás les gustaría ponerle un recordatorio a esa fecha en su calendario porque fue uno de esos días que jamás se olvidarán, ya que después de lo sucedido nada volvió a ser igual ni para mis amigos, ni para mis compañeros, ni para mi familia y mucho menos para mí…
Erase una vez una niña...
No, no así no, Alex.
¿Cómo les cuento esto sin que les parezca muy cliché?
Mm..
Está bien, tengo una idea.
Vamos de nuevo.
El día en que la vi no pude conectar mi bulbo raquídeo con mi cerebro y por ende no pude hablar y tan solo tenía cinco años y era mi primer día de escuela.
Sus ojos color sol eran las esferas más brillante que jamás pude haber visto, su pelo rubio cenizo arreglado en dos simples coletas, le daban el aire de niña buena pero con una sonrisa vacía porque le faltaban dientes pero no me hagan caso... Entiendan algo, era un niño de cinco años que les trataba de explicar cómo era la chica de la que se enamoró en su primer día de clases.
Pero en fin, ella estaba sentada a dos mesas de la mía junto a cuatro niños más: una morena, una rubia y dos bobos que no paraban de llorar por su mamá. En mi mesa para mi felicidad estaba compuesta por tres compañeros. ¡Gracias al cielo!
—Ahora chicos, necesito que todos guarden silencio mientras paso la lista. Ya saben lo que tienen de que decir cuando mencione sus nombres —anunció la maestra Mayra Gómez.
— ¿Y qué es lo que tenemos que decir? — cuestionó el chico con demasiado pelo oscuro en su cabeza y cejas unidas formando una enorme y fea ceja, sentado a mi lado.
—Contestaras: presente, profesora —respondió la maestra.
Mi maestra no era como todos siempre la imaginábamos. En vez de ser sexy, era gorda, pelo mal arreglado. Ese día vestía una falda larga hasta los talones color negra, una blusa azul manga larga y unos zapatos aparentemente formales.
Si a todo su atuendo le sumabas que en el rostro tenía como habitante una enorme verruga, llegarías a la conclusión de que la Niñera Mágica se había escapado de la película para venir a dar clases en mi escuela.
La maestra dio inicio al listado de estudiantes, dije presente cuando me mencionó y pasaron unos minutos hasta que mi corazón dio un vuelco cuando dijo el nombre de ella. Mi ella.
—Avril Madigan Potentini.
—Presente, profesora —contestó ella, dejando el eco de su linda voz infantil quedarse en mi mente por el resto del día.
Y al saber su nombre y adorar sus preciosos ojos amarillos no tuve otra opción que perderme por ella.
Durante el resto del año no paraba de seguirle los pasos como un perro faldero. Un día a la hora del recreo, estaba sentado en una de las gradas inferiores de la cancha de baloncesto de mi escuela, junto a mis compañeros a quienes ya consideraba mis amigos: Dansther, Zahid y Jeison; Avril se apareció frente a mi girando coquetamente una de sus coletas rubias cenizas.
—Hola —saludó.
Parpadeé par de veces no creyendo que me estuviera hablando a mí. Miré a ambos lados aún sin poder creérmelo.
—Es a ti —dijo Avril.
Sonreí.
—Hola —dije.
Nos quedamos en silencio mientras me preguntaba que querría ella de mí.
—Quiero que me des tu refresco —explicó como si hubiese leído mi mente señalando la pequeña lata de Coca-Cola que mi madre echó en mi mochila esa mañana.
—Okay —dije ofreciéndole el envase.
Cuando lo tuvo en su poder, exprimió todo el contenido sobre mi mata de pelo negro, dejándome completamente empapado y pegajoso. Todo mundo se estaba riendo de mi y señalándome con el dedo porque dejé que una niña menor que yo, apenas unos meses, me jugara una broma.
Esa primera vez se la perdoné pero al pasar los años sus maldades iban aumentando de nivel.
En tercer grado, me ofreció helado de vainilla en un vaso plástico de siete onzas. Me dijo que no podía comérselo porque ya estaba llena, así que como el idiota que era, acepté. Bueno, la cuestión es que media hora después de ingerir el helado me sentía mareado y con ganas de vomitar hasta que vacié todo el contenido de mí estómago en medio del salón de clases frente a todos mis amigos, compañeros, la maestra y para mi mayor vergüenza: delante de Avril.
Lo peor de todo fue que casi me ahogo al vomitar porque expulsé por mi boca una lombriz. Si, una de esas que crees que no viven en el interior de tu barriga pero sabes que están ahí.
—Alex se comió una lombriz —dijo Avril soltando una risa diabólica y todo el mundo se unió a ella.
La única persona que se apiadó de mi fue la maestra Bienvenida López, quien sujetándome por ambos hombros, me guió hasta la dirección donde llamaron a mis padres e inmediatamente estos, como los padres sobre protectores que eran, acudieron a mi rescate.
Desde ese momento en la escuela todos me conocían por el nombre de "Come Lombriz".
Al día siguiente, Dansther como el malvado del grupo, aunque sólo él se consideraba así, me aconsejó vengarme mientras balanceábamos las piernas sentados en un puente peatonal encima de una de las calles principales de la ciudad, era una de nuestras costumbres. Los puentes peatonales eran para nosotros la única forma en la que sentíamos que podíamos desafiar la gravedad. Pero en fin, pensé y pensé y al final, acepté pero no era bueno para eso.
Cada vez que intentaba hacerle algo a Avril, ella hacía que el golpe se me devolviera. Me sentía como si estuviera jugando con un boomerang, lo lanzaba lejos, lo observaba perderse en el cielo y al segundo en el que me distraía volvía y puf... Me golpeaba de frente. Avril era ese boomerang.
Luego, en séptimo grado, decidí optar por otro método. Quise mostrarle a Avril que me interesaba y que por eso no quería hacerle daño. La hacía sonreír, soltaba risas histéricas a causa de mis chistes malos y me sentía feliz, hacía el que me caía de bruces al suelo sólo para que ella se riera pero al final, únicamente obtenía como muestra de agradecimiento: golpes en la cabeza, jugos de frutas derramados sobre mi cuerpo y uno que otros insultos. Así que, un día le dije algo de lo cual no me arrepiento pero su respuesta fue la que llenó el cupo de todas las cosas que podía soportar.
—Avril tu... tu... tu me gustas. Y te quiero... mucho —dije tartamudeando cuando nos encontrábamos esperando a que nuestros padres nos fueran a recoger a la salida de la escuela.
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