Annotation
Tòfol es apenas un niño cuando la Guerra Civil estalla en España y le separa de su hermano gemelo Tian, con quien está muy unido. En un emotivo relato dirigido a él, Tòfol le contará su vida en esos años alejados el uno del otro, una vida llena de lucha, exilio, inocencia y amor.
AHORA QUE
ESTAMOS JUNTOS
Roc Casagran
SINOPSIS
Tòfol es apenas un niño cuando la Guerra Civil estalla en España y le separa de su hermano gemelo Tian, con quien está muy unido. En un emotivo relato dirigido a él, Tòfol le contará su vida en esos años alejados el uno del otro, una vida llena de lucha, exilio, inocencia y amor.
1
UN ARTISTA Y UN BRUTO
Ahora que estamos juntos, Tian, ahora que al cabo de tantos años por fin estamos juntos, ya puedo decirte que eras el preferido de mamá. Siempre fue así, y puede que fuera justo, seguramente por esa propensión que tenemos las personas a querer proteger al más débil (porque tú eras el más débil de los dos), porque tú tenías una sensibilidad y una tendencia a la poesía que nunca entendí, o porque yo, a la hora de divertirme, prefería jugar a la pelota o pegarme con los compañeros, mientras que a ti te gustaba más sentarte en un rincón a contemplar el mundo en silencio. Y eso a mamá le inspiraba ternura.
—¡Me ha salido un hijo artista, y otro bruto! —le oí decir alguna vez.
Pero quiero que sepas que, a pesar de eso, te quise mucho. Sí, tú eras el protegido de mamá, pero, de refilón, yo también procuraba defenderte y protegerte de los peligros de entonces, que eran los insultos y los motes que podían haberte dirigido los otros críos que jugaban con nosotros. Yo era alto y fuerte, el líder natural de la clase, el gracioso, el niño en el que se fijaban las niñas. Tú eras el raro, el callado, el gemelo de Tòfol, el último en ser escogido cuando se formaban los equipos para jugar al fútbol (en alguna ocasión en que no habías tenido más remedio que participar).
Habrías sido una presa fácil, con aquellas piernecitas, el pecho hundido, la cara chupada y los ojos bizcos, uno mirando a Terrassa y el otro hacia el cabo de Creus o más allá. Pero en el colegio nadie te puso la mano encima. Eras mi hermano y a ningún compañero se le pasó por la cabeza burlarse de ti. Sabían que si daban un paso en falso, se las verían conmigo. Y yo, como sabes, era un bruto (como decía mamá), un bruto rematado con el que nadie quería pelearse en la selva de la infancia (más adelante descubrí que la vida entera lo es).
Antes de nacer ya nos vimos obligados a compartir espacios. Estoy seguro de que en la barriga de mamá me debió de tocar el rincón más holgado, te debía de robar la comida, debía de recibir las caricias de los familiares y amigos que querían tocar el bulto que mamá tenía a la altura del estómago (sí, ¡todos empezamos siendo un bulto!), pero seguro que las canciones que ella tatareaba las escuchabas tú, porque yo siempre he sido un poco duro de oído para la música.
Yo salí de aquella madriguera unos minutos antes que tú, y dicen que era precioso, que enseguida sonreí y me puse a mamar sin problemas. Contigo, en cambio, sufrieron mucho, estuviste unas cuantas semanas entre la vida y la muerte, eras tan poca cosa que ni siquiera te atrevías a llorar, según papá porque eras canijo, según mamá porque no querías molestar, porque siempre te ha gustado pasar desapercibido.
Yo, por supuesto, fui el primero en hablar, en andar, el primero en aprender a ir en bicicleta, el primero en recibir un cachete del profesor, el primero en suspender una asignatura. Pero, pese a todo, pese a ser un zopenco en el colegio, los halagos de la familia eran para mí: «Oh, qué ojos tan bonitos tiene Tòfol, y qué alto está, ¿verdad? ¡Se parece a su padre!». Para ti había otra clase de comentarios:
—Pero ¿Tian come lo suficiente?
Y mamá siempre respondía:
—Es un niño generoso, le deja la comida a su hermano...
—¿No le harían falta gafas?
—¿Gafas? Al fin y al cabo, para lo que hay que ver... —Mamá siempre fue algo sarcástica.
Yo nunca entendí si había mucho o poco que ver, pero tenía muy claro que, puestos a escoger, prefería ser alto, guapo y tener buena vista que ser la sarta de huesos a la que mamá le contaba cuentos por las noches antes de dormir mientras yo, en la cama de al lado, ya llevaba un rato durmiendo profundamente, cansado tras no parar quieto en todo el día y deseando que fuera mañana para salir a la calle con los amigos, que me venían a buscar y preguntaban por mí, no por ti. Yo era un compañero divertido, tú, una carga porque no sabías subirte a los árboles cuando construíamos cabañas ni te atrevías a tirar piedras a los gatos, porque si echábamos a correr, llegabas el último.
Supongo que, si nos pusiéramos a recordar nuestra infancia, tus recuerdos serían muy diferentes de los míos. Pero estoy seguro de que los dos destacaríamos un momento: una noche encapotada del año 1936 en que papá llegó de la fábrica, a la hora de cenar, nos hizo sentar a todos a la mesa (a ti, a mamá y a mí) y nos dijo:
—Un grupo de militares se ha sublevado contra la República.
Mamá bajó la mirada hacia el plato de sopa y se calló. Tú, por supuesto, tampoco dijiste nada. Yo sí. Me puse de pie y desde la altura de mi cuerpo de hombrecito de once años recién cumplidos grité:
—¡Viva la República!
A papá se le debió de poner la carne de gallina y debió de estar muy orgulloso de mí y de mi arranque excéntrico, pero era un hombre duro, poco acostumbrado a exteriorizar sus sentimientos, y siguió con su explicación. Y la explicación era (lo fuimos comprendiendo a medida que pasaban los días y los meses) que había estallado la guerra, que unos militares se habían sublevado y que ahora deberíamos luchar por la libertad.
Tú tosiste un poco porque ya empezabas a tener problemas respiratorios, mamá lloró un poco sin que se notara mucho, papá puso la radio y empezó a ir y venir por el piso sin hacer nada en concreto, y yo me preguntaba si aquella noche mamá también te contaría un cuento de hadas, con príncipes y seres fantásticos, o si por fin sería una historia real, con pistolas, muertos y guerra.
Porque en casa y en el país, sin que nadie lo hubiera pedido y sin que fuéramos completamente conscientes de ello, había entrado la guerra y todo estaba a punto de cambiar.
2
EL DÍA EN QUE FUI MAYOR DURANTE UN RATO
El día siguiente al alzamiento militar empezó tal y como habíamos previsto, sin que la política hincara sus garras en nuestros planes. Tú, Tian, la pandilla de niños que éramos entonces y yo pasamos la mañana en el bosque jugando, corriendo y arañándonos las piernas, celebrando a nuestra manera que estábamos de vacaciones y que no teníamos que ir al colegio.
Volvimos a casa a la hora de comer, y mamá nos puso el plato en la mesa, pero no nos hizo mucho caso. Se sentó al lado de la radio, la miraba fijamente (un gesto inútil, porque en la radio, que yo sepa, no se ven imágenes) y seguía las noticias con gesto de preocupación. «Todas las farmacias tienen que abrir para atender a los numerosos heridos», repetía el locutor una y otra vez.
—Mamá, ¿quién está herido? —le preguntaste con un hilo de voz.
—Nadie, hijo, no es nada... —Quería quitarle importancia—. Son cosas que pasan en Barcelona, no te preocupes, en Sabadell eso no sucederá.
Tú no te diste por satisfecho y seguiste haciendo preguntas a mamá, que te respondía con paciencia y procuraba explicarte didácticamente lo que estaba pasando. Un grupo de militares españoles había intentado dar un golpe de estado contra el gobierno de la República, pero no todos los militares estaban de acuerdo. Por eso, pum, había estallado la guerra, y en Barcelona había tiros, barricadas, defensores y opositores de la República y toda la pesca. Pero no debíamos preocuparnos porque se acabaría muy pronto.