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Tzvetan Todorov - Vivir solos juntos

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Tzvetan Todorov Vivir solos juntos
  • Libro:
    Vivir solos juntos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
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Un perfil de Goethe

¿Puede gustarnos Goethe?

No siempre es fácil que te guste Goethe. Para que esta afirmación fuera menos general y más exacta, quizá debería añadir «en la actualidad», o «si no hemos crecido en la tradición germánica», o, siendo más humilde, que eso es lo que me sucedió a mí cuando empecé a leer. Sin embargo, no creo que mi primera reacción fuera tan excepcional, y quien aborda hoy en día la obra de Goethe por una u otra razón se enfrenta al problema de que de forma espontánea no le resulta simpático. Seguramente la simpatía implica la conciencia de la vulnerabilidad del otro, y es difícil tenerla en el caso de Goethe, ya que su personalidad, su vida y su obra son demasiado uniformes, demasiado perfectas para que resulte fácil «engancharse».

De repente percibimos sus defectos, que no son más que sus virtudes llevadas al exceso. Tenemos tan claro que Goethe fue un sabio, que sus reiterados preceptos acaban pareciéndonos un poco planos: el hombre debe ser fiel a su naturaleza, el poeta sólo debe expresar lo que está vivo, el arte debe acercarse a la naturaleza, el progreso y la ilustración son mejores que las tinieblas… Ya sus coetáneos, y con más razón los lectores de épocas posteriores, percibieron también cierto «egoísmo» de Goethe, su conciencia de su propia valía, su insensibilidad ante las necesidades de los demás y su tendencia a acumular bienes. Nos molesta un poco verlo a los ochenta años peleándose con su nuera por un autógrafo de Byron.

Lo mismo sucede con sus reacciones ante el dolor. Cuando su hijo menor muere, decide «mantenerse firme recurriendo a los medios que nos ofrece cultivar el espíritu». Y treinta años después, cuando muere el mayor, vuelve a mostrarse igual de rígido, según dice su fiel compañero Eckermann: «Estaba de pie, muy tieso, y me apretaba los brazos. Me parecía que estaba perfectamente sereno y tranquilo. Nos sentamos y enseguida hablamos de cosas concretas […] No dijimos una palabra de su hijo». Cuando murió la gran duquesa, muy amiga de Goethe, todos temen por él, pero no conocen a este hombre: «Estaba sentado ante nosotros, como un ser de una naturaleza superior al que no le afectan los sufrimientos terrenales». No estamos demasiado seguros de si era superior o inferior, pero sin duda diferente de las personas corrientes, de las que se dejan amar. Parece interesarle más su Fausto que su hijo. Seguramente la humanidad (los lectores futuros) se beneficia de ello, pero ¿y las personas que estaban a su alrededor?

Cuando intentamos conocer las ideas de Goethe, surge otro problema: no es un pensador sistemático y no le gusta demasiado la teoría. Hay que decir que inconscientemente estamos tentados de compararlo con los grandes filósofos de su tiempo, que fue sin duda grande. Tuvo la suerte (o la desgracia) de ser contemporáneo del mayor esplendor que ha conocido el pensamiento filosófico moderno, el que va de Kant a Hegel, pasando por Fichte, Schelling y Solger, autores con extensas obras teóricas. Incluso a los escritores de esta época, como Herder, Schiller, Hölderlin, Friedrich Schlegel y Novalis, les apasiona más la abstracción que a Goethe, crean sistemas audaces y manejan con maestría la frase brillante y la paradoja reveladora. A su lado, Goethe, con sus incontables reseñas de obras de los demás, sus reacciones puntuales —y, lo que es peor, «moderadas»— ante los acontecimientos artísticos de su tiempo y sus reflexiones caóticas, cuando no francamente contradictorias, parece una figura pálida.

Nos preguntamos si tiene sentido buscar la coherencia del pensamiento de Goethe cuando lo vemos valorar la estética de la siguiente forma: «Después hablamos de los estéticos, que se toman la gran molestia de expresar la esencia de la poesía y del poeta mediante definiciones abstractas, pero no llegan a resultados claros. No hay tanto que definir. Ser poeta es sentir vivamente las situaciones y tener capacidad de expresarlas». Está claro. Kant, Schelling y Hegel se han tomado tantas molestias para nada. El tema era muy simple, pero no se dieron cuenta. Sentir y tener capacidad, eso es todo. Quizá es incluso demasiado simple.

En cualquier caso, no podemos negar a Goethe el mérito de haber sido consciente de que estaba en una posición singular. No sólo porque, en concreto durante su juventud, afirme que el arte es por principio irreductible a las teorías, ni porque, de forma más significativa, evite quedarse encerrado en todo sistema dogmático y siempre quiera juzgar a trompicones, en función de las circunstancias del momento (su vida está llena de ejemplos de juicios disparatados): «Por mi parte al menos, mi juicio varía en todo momento en función de mi disposición personal». No. Goethe rechaza de forma más radical la «filosofía» («no tenía ningún órgano concreto para la filosofía», escribe también).

Schiller recibe Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, y aunque expresa su admiración, cree percibir en la obra cierta debilidad: «Hablemos en serio. ¿Cómo es posible que hayas formado totalmente a un hombre sin haber tropezado jamás con necesidades que sólo la filosofía puede satisfacer?». Asegura que no pretende convertir a Goethe en filósofo, pero esta afirmación adopta el tono de una negación: «Quizá pienses que empleo con total tranquilidad artimañas para empujarte artificiosamente hacia la filosofía, pero te aseguro…». Y aunque en esa época Goethe concede gran valor a las ideas de Schiller, se mantiene firme: «Somos tan diferentes que fatalmente, haga lo que haga, jamás podría satisfacer del todo las exigencias que para ti son imperiosas». En otra ocasión vuelve a mencionar esta diferencia de talantes. Responde enseguida a Schiller, que le había escrito que «exigimos necesariamente [al Fausto] que sea filosófico y a la vez poético»: «Es poco probable que tú y yo lleguemos a cambiar nuestra manera de entender esta obra».

El atractivo que sienten sus amigos por la especulación filosófica le parece incluso una enfermedad adicional. Veinte años después de la muerte de Schiller, sigue sin perdonarle su tendencia a la abstracción y no deja de condenar ese «desafortunado periodo de especulaciones». Siente cierta debilidad por Schelling y su doctrina, pero no puede aceptar del todo a una persona que se propone deducir a priori los diversos géneros artísticos. Prefiere no relacionarse con él, porque «para mí la filosofía es nefasta para la poesía».

Cuando, de forma excepcional, sus amigos logran imponerle un trabajo «teórico», no tarda demasiado en quitárselo de encima sin el menor remordimiento. «Las consideraciones teóricas no podrán satisfacerme mucho más tiempo. Ha llegado el momento de volver al trabajo». Es decir, la teoría nada tiene que ver con el «trabajo». O en otra ocasión: «Todas mis reflexiones afianzan mi decisión de no volver a orientar mi trabajo más que hacia obras originales, sean del tipo que sean, hacia la creación, y despedirme de toda manifestación teórica». «Del tipo que sean» salvo uno, el teórico. Cuando Goethe emprende proyectos teóricos y discursivos, lo hace con un solo objetivo: ayudar a los artistas en su quehacer. «Hay que pensarlo todo de manera práctica». ¿De qué sirve un tratado de estética si no ayuda al pintor a crear un cuadro más bello? Si participa en una revista, es porque «ante todo nos proponemos formar a buenos artistas».

Aunque mantiene relaciones de amistad con varios filósofos, no le apetece demasiado leer sus obras, pero si lo hace, tiene que ponerse en condiciones concretas que le permitan neutralizar la aridez de los textos. Es lo que le sucede con Kant: «Lo leí mientras los niños jugaban a mi alrededor, y es también un buen reactivo, ya que, dadas las alturas que alcanza la razón pura, la vida entera parece una mala enfermedad, y el mundo una casa de locos». Aunque algunas veces admira la crítica de la razón de Kant, acaricia la idea de escribir una «crítica de los sentidos», que contribuya al progreso de las artes. En realidad sus esfuerzos en esta dirección se despliegan a un nivel totalmente diferente. Por ejemplo, intentará que lleguen a Alemania copias de las grandes obras antiguas o italianas. Así, excluye de entrada toda incursión en la teoría al margen de la práctica. La teoría sólo le interesa si se materializa en la acción. Hasta el punto de que cuando mucho después se replantea la filosofía crítica, reconoce el impacto positivo que ha tenido en él, pero le reprocha estar demasiado alejada de la vida, mientras que «la alegría de la vida es nuestro contacto inmediato con el mundo externo». Al salir de una conferencia de Kant, afirma estar satisfecho, pero enseguida añade, como si hablara en general: «Por lo demás, me horroriza todo aquello que se limita a instruirme sin enriquecer mi capacidad de acción o sin procurarme un plus inmediato de vida». A buen entendedor pocas palabras bastan.

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