Hidalgo Nieves
Brezo Blanco
Libro de acceso libre, publicado en la web de la autora. Está pendiente por revisión, según ella misma, y puede conseguirse aquí:
http://nieveshidalgo.blogspot.com/
La neblina cubría la vereda del río y hacía un frío espantoso. A pesar de todo, Josleen McDurney no quiso quedarse a pasar la noche en la aldea y prefirió que emprendieran el camino de regreso a Durney Tower.
Miró con ojo crítico los preparativos de los hombres que la acompañaron en el viaje y, mentalmente, les agradeció la ayuda prestada. La aldea de Dorland se había visto atacada por una epidemia y Josleen no dudó en intentar prestar toda la ayuda posible. De eso, hacía ya un mes pero, afortunadamente, la epidemia había remitido.
No era la esposa del jefe del clan McDurney, pero era su hermana y dado que su cuñada, Sheena, sufría un fuerte resfriado cuando se enteraron de los problemas, fue ella quien tomó en sus manos llevar ayuda a los campesinos.
No lo lamentaba. Su deber era cuidar de quienes pertenecían al clan y lo mismo que su hermano, les procuraba alimentos, justicia y venganza -cuando ésta era necesaria-, ella ayudaba en otros quehaceres.
A pesar de todo, regresaba con el mal sabor de boca de no haber podido hacer más por los enfermos. Seis de ellos murieron a causa de las fiebres y en sus oídos retumbaban aún los lamentos de aquella mujer que perdiera a su bebé.
– ¿Un poco de vino?
Josleen se medio volvió y miró al guerrero que le tendía un pellejo. Bebió un poco y se lo devolvió.
– Deberías descansar, se te ve agotada.
Ella accedió. Les quedaba un largo camino y era cierto que sus fuerzas flaqueaban, después de tantos días y noches sin apenas reposar. Se arrebujó en la piel que la cubría, se recostó sobre la manta, encogió las rodillas pegándolas al mentón y dejó que él la cubriese con otra manta de gruesa lana. Aún así, tiritó sin poder contenerse. La bruma se le metía en los huesos.
– Daremos una batida para ver que todo está bien -le informó-. Aufert y Will se quedarán haciendo guardia en el campamento.
Josleen no le escuchó. Apenas cerrar los ojos, se quedó dormida.
El guerrero la miró desde la altura. Con un gruñido de disconformidad buscó una manta más y la echó sobre ella. Inconscientemente, Josleen agradeció el gratificante aumento de calor y gimió. Él se alejó, habló algo en voz baja con dos de sus compañeros y montaron a caballo para dar una batida por los alrededores. No habían visto a nadie desde que salieran de Dorland, pero no debían olvidar que estaban muy próximos a las tierras de los McFersson, sus enemigos declarados desde hacía décadas. Desde que Colman McFersson mató en una pelea al bisabuelo de la muchacha, Ian McDurney. Y no era cuestión de caer en manos de aquellos desgraciados mientras dormían. Porque no era la primera vez que los McFersson atravesaban la línea divisoria para robarles el ganado. Claro que ellos hacían otro tanto cuando la ocasión les era propicia.
Los dos hombres que quedaron de guardia se acomodaron cerca de la joven, dispuestos a protegerla contra cualquier eventualidad. Ella era la hermana bien amada de Wain McDurney, el jefe del clan, y sus cabezas peligraban si le sucedía algo.
Ajeno a la presencia de enemigos tan cerca de sus tierras, Kyle se apeó del caballo, un inmejorable semental negro. Se había alejado de todo y de todos y dejó que el animal decidiera la ruta, sin preocuparse de nada que no fuera escapar de sus fantasmas personales.
Ahora, sin ser consciente de ello, se encontraba a mucha distancia de Stone Tower. Sabía que no era prudente salir sin una escolta, pero necesitaba unos momentos de paz. Demasiadas preocupaciones, demasiadas responsabilidades ceñían en torno a él un grillete que, en ocasiones, le ahogaba.
Desde que su padre muriera y se hiciera cargo del clan habían llovido sobre sus espaldas un sin fin de problemas. La educación de sus hermanos, la viudedad de su madre, cada vez más melancólica y apartada. Sobre todo, aquella criatura que le pertenecía y de la que se sentía incapaz de hacerse cargo. Era su hijo, sí. Lo había engendrado y lo quería, aunque no amó a la mujer que le alumbró. Aquello fué recíproco, de todos modos. Muriel nunca lo amó a él. Accedió al matrimonio porque la obligaron. Kyle siempre supo, desde el primer momento, que ella lo detestaba y que solamente las amenazas de su padre para conseguir la alianza con el clan McFersson la obligaron a dar su consentimiento.
Y ahora, ¿cómo explicar a una criatura de cinco años todo aquello? ¿Cómo decirle que su madre murió profiriendo gritos contra su hijo y su esposo? ¿Cómo ¡por amor de Dios! hacerle entender que les maldijo antes de exhalar su último aliento?
Por eso, cuando el pequeño Malcom preguntaba acerca de su mamá, Kyle escapaba. Huía como un cobarde y salía de Stone Tower, acompañado sólo por un pellejo de whisky. Muchas veces, se emborrachó hasta perder la conciencia. Más tarde, al recobrar el sentido, buscaba de nuevo las fuerzas para regresar.
Se dejó caer de rodillas a la orilla del río. La densa neblina cubría el bosque y atravesaba sus ropas. Pero el frío no le importaba. Gateó hasta el agua. Necesitaba despejarse, volver a ser él mismo. Llevaba todo un día fuera y era hora de regresar. ¡Valiente jefe del clan estaba hecho!
Se mojó la cara, el cuello y el pecho. El agua lanzó punzadas de frío a su cuerpo, pero le despejó un poco. Se medio sentó, aún ligeramente aturdido. Y tiritó. Maldijo entre dientes su propia estupidez, porque alguien le había robado mientras yacía completamente ebrio. Su capa de piel desapareció a manos de aquel o aquellos asaltantes que, eso sí, como muestra de buena voluntad, le habían dejado otra raída que apenas le abrigaba. No perdió el caballo porque con seguridad no lo vieron. De otro modo, hubiera tenido que regresar a pie y ¡maldita la gracia que le hacía tener que dar explicaciones a su llegada!
Creyó escuchar una ramita troncharse a su espalda. Se volvió con rapidez, pero no lo suficientemente ágil como para poder evitar que la empuñadura de una espada le golpeara sobre la ceja.
Kyle se derrumbó sin un quejido.
El que lo dejara fuera de combate se agachó a su lado y le dio la vuelta. Tenía la ceja partida y la sangre manaba profusamente cubriéndole el rostro.
– ¿Quien será?
Barry Moretland se aupó sobre su montura con un rictus de hastío en la cara.
– Sea quien sea es nuestro prisionero -dijo-. Por su capa, debe ser un pordiosero.
– Es posible que pertenezca al grupo que nos robó varios caballos hace dos meses -opinó otro.
– No tiene tartán que lo identifique, Barry -se aventuró un tercero-, pero mira su complexión. Más parece un guerrero. Y su caballo es un animal excelente.
Moretland echó otro vistazo al sujeto al que acababan de apresar. Ciertamente, no parecía haber sufrido necesidades en toda su vida. De anchos hombros, brazos y piernas fuertes, bien podía tratarse de un hombre de guerra.
– Seguro que el caballo es robado -dijo-. Ya nos lo dirá cuando le interroguemos. Volvamos al campamento.
Tiraron al prisionero sobre el animal y emprendieron la marcha. Hacia el bosque. Hacia los dominios de los McDurney. Un lugar al que, de haber podido evitarlo, Kyle jamás habría ido.
Josleen dormitó a ratos. Despertó aterida, se envolvió en las mantas y fue a sentarse más cerca de la hoguera. Rogó para que amaneciera cuanto antes y pudieran reemprender camino. Lamentó su terquedad al no querer quedarse aquella noche en la aldea.
Los cascos la alertaron y pusieron en guardia a los dos hombres que la protegían. Pero eran los suyos que regresaban. Y al parecer, con carga adicional.
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