Giorgio Faletti - Tres actos y dos partes
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- Libro:Tres actos y dos partes
- Autor:
- Editor:Editorial Anagrama
- Genre:
- Año:2014
- Índice:3 / 5
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Tres actos y dos partes: resumen, descripción y anotación
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Índice
A Beatrice, Linda, Sofia, Valery, Virginia, Filippo, Orlando y Tibor, que van hacia el futuro
¡A cuántos jugadores hemos visto y veremos
que nunca ganaron nada
y colgaron las botas de cualquier pared
y ahora ríen en un bar...!
F RANCESCO DE G REGORI ,
La quinta futbolística del 68
Cuando llegan todo debe estar listo.
Los que llegan son el Gavilán, el Niño, el Jefe, el Extranjero, el Taciturno, el Negro, el Talento, el Vago, el Majo, el Putero, el Marido.
A veces el Homo y el Docto.
Y otros que no nombro.
Son muchachos que suben y tienen los ojos y la mente llenos de excitación, son hombres que bajan y tienen una mirada derrotada, o se rinden a la evidencia de que han llegado a donde iban.
Unos se lo toman bien, otros mal, otros se resignan.
A veces, cuando los oigo llegar, cuando los oigo atravesar el pasillo hablando todos a la vez, tengo la impresión de que sus voces se funden y vencen el tiempo, conjuran otras voces que en el pasado resonaron entre estas paredes bajas y subterráneas, antes de desaparecer junto con los hombres que las emitían. Unos dejan un buen recuerdo, otros uno malo. Otros no dejan más que una camisa olvidada en la taquilla.
Y luego están los Otros.
Llegan y cuando bajan del autobús miran a un lado y otro extrañados, como si nunca hubieran estado en un lugar como éste. A veces tienen el aire prepotente de los fuertes, otras, el aire humilde de los últimos clasificados. Llevan cada vez una camiseta de distinto color. También entre ellos identifico nombres y caracteres, por la manera de moverse, de hablar, de guardar silencio. En otros lugares, en otras ciudades, en otros vestuarios, viven las mismas situaciones, que el hábito colectivo y los pequeños rituales de cada cual les han grabado en la memoria. Lo sé porque una vez cada quince días nosotros somos los Otros.
Yo llevo en esto treinta y tres años, día más, día menos. Soy de los primeros que llegan y de los últimos que se van. Por fuerza mayor vivo apartado y no sé lo que es la luz de los focos. O, mejor dicho, no sabría reconocerla. Por lo demás, donde estamos nosotros, las luces son un poco más débiles, los gritos de ánimo más roncos, hay pocas pancartas y las que hay dicen cosas poco imaginativas.
Es un mundo hecho de hierba, de pantalones cortos manchados de barro y verdín, de rayas trazadas con polvo blanco, de aceite para masajes, de calcetines sudados, de heridas y accidentes; de estallidos de alegría, de gritos de ánimo, de gritos de rabia; de palabrotas cuya intención se sabe a veces, pero cuyo significado no se entiende, porque las dicen en una lengua que no se conoce; un mundo en el que, pese a la mucha higiene, siempre flota un tufo a humedad y sudor.
Esto es el fútbol en general.
Ésta la segunda división en particular. La división en la que todo ocurre el sábado.
Para muchos es un día cualquiera, para otros, un día especial. Para algunos, uno de esos días en el que las brujas no danzan en vano y las profecías parecen cumplirse.
Han pasado treinta y tres años, día más, día menos.
Y, hoy, también a mí me ha llegado una cruz.
La ciudad espera, siempre.
Es el ritmo lento de la provincia, en la que todo sucede con morosidad, todo llega de fuera. En otro tiempo fue el ferrocarril, luego llegaron los automóviles, la televisión, la autopista, y ahora llega Internet.
Pero la sensación es la misma.
Simplemente la espera se ha hecho un poco más ansiosa, el orgasmo, un poco más precoz.
Sigue habiendo bares y desocupados, gente rica y gente que finge una riqueza que no tiene. Hay palabras huecas y palabras abundantes, que muchas veces dicen lo mismo. La cara al sol disputa el espacio a la cara en sombra.
Y viceversa.
En esta ciudad, y en otras como ésta, Facebook siempre ha existido. Contactos hechos de susurros, miradas, cosas dichas a la cara y cosas dichas a la espalda, asientos reclinados, sexo rápido con calcetines puestos, casamientos, separaciones, más casamientos. Los ricos con los ricos, los pobres con los pobres. Sólo la belleza es una mercancía capaz de romper esta cadencia y subvertir las expectativas. El pensamiento se concentra y se diluye, se condensa y se enrarece, se irrita y se relaja.
Todos dicen que esta ciudad es una mierda.
Casi nadie se marcha y los pocos que lo hacen tarde o temprano vuelven. Unos para demostrar que han triunfado, otros para curarse las heridas. Y para explicar a los demás y ocultarse a sí mismos por qué han fracasado.
Van a hablar de sus vidas y de la vida en general al mismo bar de la calle Roma o de la plaza de la Noce, donde cada vez hay menos caras conocidas y más hijos de amigos que se han hecho mayores. Juntos, vencedores y vencidos, porque al menos la derrota y la victoria tienen una cosa en común: fuerza, carácter. Los demás, los que viven una existencia de empate, tienen cara, ropa y coche anónimos. Van a otros sitios y son gente más de capuchino que de aperitivo.
Como yo.
Esto es más o menos lo que pienso cuando cruzo la ciudad camino del estadio o de vuelta de él. Podría coger la circunvalación y tardar mucho menos, pero siempre me dejo llevar por una especie de capricho migratorio y me meto entre casas, tiendas, coches, gente a pie, en bicicleta o en moto. Las horas punta nunca son muy afiladas y se puede viajar sin grandes pérdidas de tiempo. Ahora que han cambiado los semáforos por rotondas y el mundo ha perdido una buena ocasión para hurgarse la nariz, todo circula de forma bastante fluida, menos cuando conducen la edad y la estupidez. A veces ambas coinciden, como ahora mismo en mi persona. Hoy me siento muy viejo y muy estúpido, por lo que he hecho en el pasado y por lo que debo hacer ahora. La experiencia es una tontería, no existe, es un beso que no despierta de ningún sueño. Ayuda a cambiar una bombilla, pintar una habitación o coger a un gato sin que nos arañe.
En todo lo demás, es siempre la primera vez.
La experiencia no sirve más que para saber cómo sufriremos o cuánto sufrirán los que nos rodean. Para darnos cuenta de que, como cuando nos afeitamos, estamos solos con la cuchilla ante el espejo. Hay heridas que, aunque sean pequeñas, nunca dejan de sangrar.
El tío del BMW que viene detrás me pita y grita por la ventanilla no sé qué de un viejo atontado. Debo de ser yo, porque veo que la fila se ha movido y yo me he quedado parado con mi monovolumen en medio de la calle. En otro tiempo habría bajado y ese tío habría tenido que comer puré de patatas y flanes hasta que le pusieran dientes nuevos.
Ese tiempo ya ha pasado.
Y yo no soy ya el que era.
Meto la marcha y acorto la distancia. Sigo el tráfico hasta que se bifurca en un cruce que uno de los últimos nostálgicos semáforos regula. Está en verde, luego no hay tiempo de hurgarse la nariz. Tomo via Segantini y dejo a la izquierda el río y el barrio de Oltreponte, que no merece la mayúscula de puro popular. Los edificios son feos, están descoloridos y tienen mosaicos imposibles, y al poco dan paso a una serie de naves que flanquean la carretera que sale de la ciudad en dirección a Milán.
Todos los días, los nuevos ricos, para ir al polígono industrial donde trabajan, tienen que bordear el barrio y recuerdan lo que fueron. Los obreros sólo ven confirmado lo que serán el resto de sus vidas.
Yo nací y viví en este barrio. Ahora, si puedo, evito ir.
Al final de la recta por la que circulo se ve, entre árboles, el estadio municipal Geppe Rossi. Está gris y viejo, como esperando también que la gloria pase por aquí algún día. Antes estaba en las afueras, pero poco a poco la ciudad lo ha alcanzado y absorbido, y ahora es un rectángulo verde en medio de tejas rojas y aparcamientos grises, que sólo disfruta quien viene en helicóptero y puede mirar el mundo desde arriba.
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