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Fernando Aramburu - El artista y su cadáver

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Fernando Aramburu El artista y su cadáver
  • Libro:
    El artista y su cadáver
  • Autor:
  • Editor:
    Tusquets Editores S.A.
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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El artista y su cadáver: resumen, descripción y anotación

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Índice A Zoki a quien París tenga en su gloria Acogida Encontrabas en el - photo 1

Índice

A Zoki, a quien París tenga en su gloria

Acogida

Encontrabas en el andén a los menudos seres familiares abriéndose camino entre la multitud oscura para abrazarte, y tú advertías en sus rostros la opacidad de la vejez y algo de aquella ansiosa expectativa que envolvió los intensos años de tu infancia, hoy tan ajena a la razonable persona en que has parado. Sus labios tibios rozaron un instante tu mejilla y recordaste acaso alguna fortuita hoja de otoño que, al pasar, volandera, te golpeó levemente en la cabeza. Iluminando así una parte de tu vida ya tan desgastada, no sin temor veías los ojos vidriosos que te miraban con la ternura que sin esa unción callada no sabría manifestarse. Tú apenas eras el apacible extraño que llega de lejos con su bulto y su sombra. Mas adentrados luego en el bullicio de las calles conocidas, ellos no se percataban de la presencia que muda e invisible también venía a recibirte en la tarde, disponiendo tus sentidos para una emoción solitaria que sólo a veces la música concede. Allí estaba de pronto el olvidado olor del mar, entre las sucias casas en cuyos tejados y azoteas se posa fugazmente la gaviota; allí la brisa salobre que te colma con la recobrada frescura de otros tiempos de delicia; allí, tenue aliento del océano, la calina; allí, ahora sí, el ruido de las olas jubilosas en las rocas del fondo, que resuena en la intimidad encogida de tu pecho, devolviéndote por fin a los seres con dolor que caminan a tu lado.

Primera comunión

La claridad del alba nos llegaba desde un costado, a través de las vidrieras de colores, proyectando sobre nosotros una cascada de caprichosas gotas refulgentes. A cada rato, como expelidos del buche de un ave moribunda, raspaban en lo alto de bóvedas y arquerías los sones sueltos de una música desapacible, sin más contrapunto que las incesantes toses de abajo. Queriendo explicarme la ausencia del dios, imaginé que acaso se habría guarecido en esa parte luminosa del templo donde se acogen de costumbre los hombres ostentosos, cerca de los ventanales abiertos al resplandor de la mañana, que caía con el ímpetu de un chorro en la rompediza existencia de todos aquellos cuerpos hacinados.

Parte de la muchedumbre aún dormía, tendida en los bancos con la cabeza recostada en un sucio revoltijo de harapos. En silenciosa fila, el resto se alineaba ante el obispo, solemne y anciano en lo alto de las gradas. De la dorada copa con temblor sostenida por su mano de huesos secos, sacaba una hoja verde que ofrecía a la primera boca, más tarde un trozo de hielo, una viruta, un dado, una guija después para nuevas bocas a su don entreabiertas. Yo aguardaba mi turno, inflamado del fervor de quien aspira a llevarse a los labios un fragmento divino. De reojo vi un cuerpo inmóvil, seguramente muerto, caído al pie de una columna.

Al fin ante el tremendo sacerdote, cerré los ojos con ansia de gustar de su sorpresa: una hoja, una fruta dulce o amarga, una moneda como antes los que me habían precedido. Mis pasos me llevaron a las palabras sagradas que musitó con ceremoniosa soñolencia, con susurro incomprensible y rutinario. Entonces sintió la lengua del niño que yo era el inconfundible sabor del excremento.

Escritura al servicio del círculo
(fragmento)

Una mosca se posa casualmente en la palabra mosca y recorre la frase una mosca se posa casualmente en la palabra mosca y recorre la frase una mosca se posa casualmente en la palabra...

Gato en Obere Maschstrasse

A la vez que la luz, frío y sin sombra, castigado por la noche pasada en la escalera, furtivamente entraba al cuarto sin que supiéramos muy bien por dónde. Antes de verlo o de sentirlo, anunciaba su presencia la leve insinuación de un poco de aire fresco venido desde fuera. Lo sabíamos próximo y fingíamos dormir para inducirlo a delatarse con ruido innecesario, que jamás hacía. En algún rincón aguardaba el final de nuestro juego. Al rato de llamarlo, aparecía con cautela debajo de la silla, sin mirarnos, como si por allí pasara casualmente, escondiendo por propia conveniencia su don salvaje tras la elegante mansedumbre de su especie. Evocación de tigre a la distancia justa de ser acariciado o acariciarse por sí mismo, se acercaba amistoso al borde del lecho, sorteando los cachivaches humanos que constituían su selva. Nuestras cálidas manos lo tocaban y entornando los ojos, sumido en la apacible sensación segura, ronroneaba su agradecimiento. En la memoria guardo su pelambre taheño, su cabeza grande y su cola estirada. Con gusto cambiaría mi lenguaje por mirar con sus ojos un momento, un momento tan sólo, lo vivido.

Evoca, hallándose lejos,
su ciudad mientras friega la vajilla

Se entrechocan en el horizonte las naves de vidrio. Vacías de tripulación, zozobran en el espumaje de la mar que hierve. La pleamar arrastra los tazones del desayuno hasta la playa, por donde un perro solitario corre deshaciendo las pompas suspendidas entre pecios de loza. Espejea, con cuánta pereza, con qué pocas ganas, el gris de noviembre. La miel de una cuchara escurre sobre árboles y muros del castillo, lava dulce que se derrama lentamente sobre los escollos del Paseo Nuevo. Hay en ella un hombre atrapado. ¿Será Francisco de Aldana, que quiere equivocar los plazos de su suerte en vísperas de la desventura de Alcazarquivir? Por allí cerca camina un señor de frente despejada y tamaño familiar, a quien enseguida reconozco. Está mirando las olas verdiazules subido a un plato, la vaporosa agua con jabón que ondula en la bahía. Se llama Carlos Aurtenetxe y ahora endereza sus pasos por el borde de la tina. Anota en un cuaderno de escolar que lleva a veces consigo, con letra de demonio, un verso irremediablemente profundo que se le acaba de ocurrir.

Visita a la oscuridad

Tú fuiste, entre las sombras, la más temprana al primer entendimiento. Disuelta en las paredes invisibles que ennegrecen y limitan este poco de siempre con nosotros, perduras inmóvil como dolor al acecho, sabiéndote temida, inolvidada. A menudo presiento que me contemplas fijamente desde tu secreto estar. Entonces soy de nuevo el niño colorado y resollante que sube veloz los crujientes escalones porque quiere llegar el primero al quinto piso, no lejos de las nubes que hincha la espuma del mar al romperse, y ante aquel portón enorme, como no alcanza el pulsador del timbre, aporrea con su puñito blando la madera despintada del cuarterón, sudoroso, inquieto, feliz por visitar la casa grande y triste donde la abuela, encogida en el lecho, no terminaba nunca de morir. Desde el umbral después, burlado el enojo del pariente que exigía de mí un silencio imposible, corría adentro cada tarde, con inocencia, hacia tu color de penumbra, tu atmósfera espesa y apagada, tus rancios olores que vivamente percibo todavía. Y así vuelves a anunciarte, con crudeza, igual que entonces, en la memoria de tu testigo: el corredor donde siempre reinaba un sucedáneo de noche negra; la vela sobre la consola con su llama lánguida; el tufo a coles y fritangas, a medicinas y abrigos húmedos; la vaga sensación de lentitud y abatimiento que se comunican entre sí las gentes calladas en la oscuridad, su desolación devota en la que yo muy someramente reparaba. Mi ignorancia alegre y mi niñez absoluta aún entran dando voces en el cuarto donde tú escenificabas la larga agonía del cuerpo solo ante la sombra inmensa, del cuerpo que me quería, que dedicaba una última luz de su conciencia, de sus minadas facultades a este delgado querer que lo salvaba cada tarde de la muerte, arrebatándolo hacia la vida, donde sufría sin cesar. Durante horas apretaba mi mano con su racimo de huesos temblorosos (el único miembro que podía articular un poco), y a ratos se esforzaba por hablarme con el incomprensible estertor a que había derivado su lenguaje tras la embolia. Olía mal, a enfermedad, a heces finales, a estrago físico, como seguramente deseabas tú que hediese. Recuerdo un rayo con forma de círculo en la tormenta nocturna, la brisa marítima al entrar en la plaza, los mayores exhibiendo su aflicción en la cocina, el cadáver morado. No le falte en el cielo que esperaba el candor que sin saber le ofrecí en su difícil hora, hace mucho, al fondo de un pasillo, en la penumbra lóbrega de un cuarto.

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