Robert Rauschenberg, Monk, 1955. 1
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La primera película empieza con una escena que dura unos cuarenta segundos: una figura lejana en un paisaje glacial, sola con una jauría de perros que aúllan.
A continuación la escena se convierte en un recinto lleno de gente, un iglú, noche, tal vez una docena de adultos y varios niños, con lámparas de aceite alumbrando el rostro de un chico llamado Atanarjuat, de tres meses de edad.
Hay muchos grandes primeros planos de rostros en la película: individuos brevemente apartados del mundo de hielo y cielo que los envuelve. A media película, Atanarjuat, hecho ya un hombre, corre por salvar su vida. Tres hombres lo persiguen, armados de lanzas y cuchillos. El hombre que huye va desnudo, tomado desde lejos, luego en primer plano, luego en gran angular desde arriba, mientras corre por una orilla rocosa y por el mar helado, ensangrentado y muerto de frío; y éste es el corazón, notablemente escueto, de Atanarjuat: El espíritu del ártico, versión cinematográfica contemporánea de una leyenda inuit que tiene más de quinientos años y que se ha transmitido oralmente de generación en generación.
La segunda película empieza en casi monocromo, con una figura acercándose desde la distancia profunda, por una vasta extensión de hielo.
No es Atanarjuat, el corredor desnudo, sino Glenn Gould, el pianista clásico.
Treinta y dos cortometrajes sobre Glenn Gould es una película de noventa y tres minutos, donde cada episodio independiente, o variación, va precedida de un título. No es un documental. Hay un actor que interpreta a Gould, pero también hay entrevistas con personas que lo conocieron, incluido Yehudi Menuhin, el violinista, y estos individuos actúan como contrapeso de la intencionada ligereza del filme, una condición incorpórea resultante del esquema episódico y de lo escurridizo del tema.
La película nos da a conocer a un hombre intenso y divertido, con la mente y el cuerpo inundados de música, que mantiene las manos (a veces con mitones) en movimiento, incluso cuando no hay piano alguno en su cercanía. Es canadiense, por supuesto, sentimentalmente comprometido con el riguroso norte. Ésta es una película de distancias. El artista, adepto de la soledad, vive al borde de esa inmensidad psíquica, otro mundo de hielo y tiempo e introspección invernal.
También trata del sonido, esta película. En una cena muy concurrida hay voces por capas y por zonas, algunas solapadas en otras, en contrapunto, y hay música de principio a fin, o sonidos dispuestos en el tiempo, procedentes de radios, fonógrafos o conjuntos de cámara, y playback de estudio. La gente se habla desde una distancia, mediante teléfonos o micrófonos. Se oyen pisadas, aplausos, el chirrido de las cintas al rebobinarse. Los entrevistados hablan en francés, en inglés, en inglés con acento extranjero; y Gould se entrevista a sí mismo, para observar que la relación entre el público y el artista es como de uno a cero.
Es el artista remoto, el inclinado al laconismo, que, afirma Menuhin, lleva adelante su existencia con exclusión del resto del mundo, bajo varias capas de ropa, incluso en pleno verano, evitando el contacto con los demás. Es también el intérprete artístico que deja de interpretar a los treinta y un años, para dedicarse a los aspectos técnicos de la grabación musical.
Varios episodios de la película parecen metidos a la fuerza, pero el caso es que si el filme se denominase Veintinueve cortometrajes sobre Glenn Gould, nos quedaríamos sin la resonancia que, a partir del título, nos lleva a las Variaciones Goldberg de Bach, que son treinta y dos, contando el aria y el aria final.
Posee la película una claridad excéntrica, y en ella siempre hay algo moviéndose en la distancia. Es el propio Glenn Gould. En un empeño menos sensible al tema por ellos mismos elegido, ambos, el escritor y el director, habrían tratado de comprimir la distancia, de hallar alguna traza del hombre tangible, algo que nos resultara familiar a todos, una línea secundaria relativa a su rabia interior, su voluntad de control total, su persona sexual, un sentido de su paranoia y de su hipocondría, su larga lista de médicos y medicamentos, su manía obsesiva de estarse siempre tomando el pulso y la tensión sanguínea… Cualquier enredo de terror que pudiera coexistir con los altos designios del artista espectral.
No ocurre ello en este filme, lo cual nos dice mucho de su categoría y eficacia. Aquí tenemos al artista con todas sus rarezas y en todo su aislamiento. Es su película, en sus propios términos, aunque la hayan hecho otros, once años después de su fallecimiento. No tenemos por qué saberlo todo del hombre. Menos que todo puede ser el hombre.
En las novelas de Thomas Bernhard, la mente humana en condición de aislamiento es el final de la espiral temática. Bernhard, que poseía formación musical, imagina en El malogrado que Glenn Gould es amigo suyo, que ambos son alumnos de Horowitz, y que Gould es un hombre compulsivamente preocupado con su arte, cualidad que necesariamente habrá de destruirlo. Debe quedar entendido que Bernhard, por su parte, escribe una prosa de tan infatigable intensidad en su camino hacia una idea fija que a veces se aproxima a un nivel de delirio autodestructivo. Suele tener gracia, en ese nivel.