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Marian Izaguirre - La parte de los ángeles

Aquí puedes leer online Marian Izaguirre - La parte de los ángeles texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial España, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Marian Izaguirre La parte de los ángeles
  • Libro:
    La parte de los ángeles
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial España
  • Genre:
  • Año:
    2018
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La parte de los ángeles: resumen, descripción y anotación

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***La parte de los Ángeles* es la historia de una ruptura en la que Izaguirre se vale «del amor, el vino y la música» para reinventar las experiencias de una historia de amor que se vuelve con el tiempo en de desamor.**

**Premio de Novela Ateneo - Ciudad de Valladolid en 2011**

Irene, su hija Candela y su nieto Nicolás, de apenas tres años, han alquilado una casa en el Cabo de Gata. Irene, brillante solista en el pasado y ahora profesora de violín, ha dejado su trabajo para ocuparse de Candela, que atraviesa el descalabro de una separación. Para Irene, el idílico rincón almeriense ha sido siempre un refugio. Algo parecido a un hogar en una vida llena de viajes. Y algunos, no siempre elegidos.

La novela transcurre entre Rotterdam, Siena, Nueva York, Londres y el Cabo de Gata, lugares en los que Irene ha compartido veinte años con su marido, un famoso director de orquesta que la abandonó por una mujer más joven. Cuidar ahora de su hija es una oportunidad para detenerse y pensar, para dejar de culparse y de culpar, abandonar el rencor que todo lo enturbia y comenzar una vida nueva. Esa que parece estar llamando a su puerta desde el otro lado de la calle.

**Reseña:**
«La música, presente a lo largo del libro, no aparece como decorado, sino que el lector se tendrá que implicar en las construcciones musicales, en las mismas piezas que se describen, desde las emociones a los rasgos técnicos.»
Miguel Giráldez, *El Correo Gallego*

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### Descripción del producto

***La parte de los Ángeles* es la historia de una ruptura en la que Izaguirre se vale «del amor, el vino y la música» para reinventar las experiencias de una historia de amor que se vuelve con el tiempo en de desamor.**

**Premio de Novela Ateneo - Ciudad de Valladolid en 2011**

Irene, su hija Candela y su nieto Nicolás, de apenas tres años, han alquilado una casa en el Cabo de Gata. Irene, brillante solista en el pasado y ahora profesora de violín, ha dejado su trabajo para ocuparse de Candela, que atraviesa el descalabro de una separación. Para Irene, el idílico rincón almeriense ha sido siempre un refugio. Algo parecido a un hogar en una vida llena de viajes. Y algunos, no siempre elegidos.

La novela transcurre entre Rotterdam, Siena, Nueva York, Londres y el Cabo de Gata, lugares en los que Irene ha compartido veinte años con su marido, un famoso director de orquesta que la abandonó por una mujer más joven. Cuidar ahora de su hija es una oportunidad para detenerse y pensar, para dejar de culparse y de culpar, abandonar el rencor que todo lo enturbia y comenzar una vida nueva. Esa que parece estar llamando a su puerta desde el otro lado de la calle.

**Reseña:**
«La música, presente a lo largo del libro, no aparece como decorado, sino que el lector se tendrá que implicar en las construcciones musicales, en las mismas piezas que se describen, desde las emociones a los rasgos técnicos.»
Miguel Giráldez, *El Correo Gallego*

### Biografía del autor

**Marian Izaguirre** nació en Bilbao y reside en Madrid. En 1991 vio la luz *La vida elíptica*, obra con la que obtuvo el histórico Premio Sésamo. Desde entonces ha publicado un ensayo, *Las damas de Shanghai. En busca de Doris Lessing* (2013), y seis novelas más: *Para toda la vida* (1991), *El ópalo y la serpiente* (1996, Premio Andalucía de Novela), *La Bolivia* (2003, Premio Salvador García Aguilar), *El león dormido* (publicado inicialmente en 2005 y reeditado en 2015 por la editorial Lumen), *La parte de los ángeles* (2011, Premio Ateneo de Valladolid), *La vida cuando era nuestra* (2013) y *Los pasos que nos separan* (2014). Es también autora del libro de relatos *La reina de Chipre*, publicado originalmente bajo el título *Nadie es la patria, ni siquiera el tiempo* (1999, Premio Caja España). *Cuando aparecen los hombres* es su novela más reciente.

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A nuestro querido Josep que nos trajo la música y la ternura Mi gratitud a - photo 7

A nuestro querido Josep,

que nos trajo la música y la ternura

Mi gratitud a la clarinetista Ana San Juan por

su impagable contribución a esta novela.

A Luis Alberto de Castro y Chisán Andrés

Wong Calderón, in memoriam.

A Jesús Abad por el eterno aún.

El dueño dijo que dejaba la llave en la entrada, debajo de una piedra.

Bajó del coche y miró sorprendida el parabrisas salpicado de minúsculos insectos que se habían estrellado contra el cristal. La intensidad de la luz era la misma de siempre. El mar tenía el mismo azul. Las casas del pueblo el mismo deslumbrante blanco. De inmediato, la invadió aquel estado de bienestar que sentía cada año cuando Candela era pequeña y venían a San José a pasar unos días.

—En las fotografías parecía más grande —murmuró mirando la casa, con la llave en la mano.

Candela había cogido en brazos al niño aún dormido y contemplaba en silencio el pequeño invernadero de cristal que ocupaba una parte de la azotea.

—Es bonito, pero en verano debe de ser un horno —dijo Irene mientras franqueaba la entrada a su hija y a su nieto.

Olía bien. Eso le gustó. La casa estaba inmaculadamente limpia. Un salón amplio donde estaban integrados la cocina y el comedor, solo diferenciados por el color de la pared, un baño grande con dos lavabos y los dormitorios; uno, el de Irene, con una cama de matrimonio, y el otro, el que ocuparían Candela y el niño, con dos camas de un generoso metro veinte.

—Nicolás, cariño, vamos a dormir.

Irene arrancó suavemente al niño de brazos de su madre y dejó que Candela examinara la casa mientras ella acostaba al pequeño en la habitación en penumbra. Nicolás apenas protestó. Le habían dado una pastilla para el mareo y había dormido durante todo el viaje. Al salir del cuarto vio que Candela se había instalado en el patio que había en la parte trasera. Unos días antes, cuando alquiló la casa por teléfono, el propietario resaltó con orgullo que la propiedad disponía de un pequeño jardín autóctono con unas vistas espectaculares. Irene comprobó con satisfacción que era cierto. Se acercó. Candela permanecía de espaldas, recostada sobre una tumbona de madera. El suelo era de gravilla blanca, con anchos parterres laterales donde crecían cactus, áloes y plantas carnosas de diferentes tamaños. Al frente se veía el mar, una inacabable extensión azul turquesa que asomaba sobre las azoteas de las otras casas, todas ellas situadas en un plano inferior. Parecía próximo y lejano a un tiempo, con una presencia extrañamente contundente que convertía el paisaje en algo propio de la casa, como una mesa o una silla.

Candela volvió levemente la cabeza al oír sus pasos sobre la gravilla. Estaba llorando, cosa que no la sorprendió, pero aun así se sintió consternada por la mirada suplicante que parecía decir ayúdame, o quizá, compréndelo, tengo tanto miedo… Le rozó suavemente el pelo y se quedó a su lado, con la mano en el hombro de su hija, las dos mirando aquel mar azul y tranquilizador. Por un instante tuvo un recuerdo que la enternecía: Ricardo, su exmarido, sentado al borde de la cama de la niña, una de esas pocas noches en las que estaba en casa, le hablaba con su voz melodiosa, «no tengas miedo mi niña, yo estoy aquí, vigilaré tu sueño», lo decía con ese susurrante tono que Irene conocía tan bien y que entonces todavía conseguía engañarla, y Candela desde su miedo infantil le hacía prometer, como si ella también desconfiara, los ojitos cerrándose de sueño, «¿vigilas?», y él asentía con el dulce acento canario de las promesas, «vigilo, mi amor, toda la noche», y la niña repetía confiada, «¿toda la noche?, ¿hasta el día?».

Ese era el pacto, una promesa entre padre e hija, «¿vigilas?», algo que no había salido bien, nadie había vigilado hasta el día, y en la oscura noche esa mujer de veinticinco años que tenía un niño de tres permanecía aterrorizada, sin entender su propio miedo y sin conseguir explicarlo.

—Estaremos bien aquí, ya lo verás.

—Sí.

—Tú, yo y Nicolás.

—Sí.

—Nadie sabe que hemos venido.

—Ya.

Era cierto. Nadie lo sabía. Pero eso no impedía que Irene percibiera el dolor en la mirada de su hija, un daño oculto, hecho de varios temores más pequeños, algo que traspasaba la realidad y le hacía sentirse terriblemente culpable.

—Deberías dormir un poco. Todavía queda mucha tarde.

Candela se levantó, se pasó la mano por la cara, arrastrando las lágrimas con un gesto que parecía decir, vale, ya está bien, se acabó, y esbozó un intento de sonrisa mientras se dirigía hacia la habitación. De pronto, había vuelto a ser la niña obediente y sensata que siempre fue, la que seguía a sus padres hasta aquel pueblo con la misma complaciente ilusión infantil con la que podía seguirles a Cleveland, Londres o Leipzig.

Irene buscó las colchonetas, las colocó sobre las dos tumbonas de madera que había en el jardín y se desplomó sobre una de ellas. Estaba realmente agotada. Parecía como si todos los problemas de su vida se hubieran concentrado en un instante. Necesitaba librarse como fuera de esa terrible sensación de agobio, era absolutamente necesario si quería seguir siéndoles útil ahora que la vida la había puesto de nuevo al frente de lo que quedaba de su mermada familia y no podía permitir que el desánimo o la culpa la paralizaran. Tenía que recuperar el aliento. Ensayó la fórmula que había usado siempre para controlar la ansiedad antes de un concierto: castañas asadas al salir del colegio, el paragüero de estilo modernista que había en casa de sus padres, los canales de Rotterdam y las bicicletas circulando suavemente a su lado y, finalmente, la arena, el mar de un intenso azul y la imagen de un ejército de pitacos recortándose contra el cielo en las calas de El Barronal.

No dio resultado. Las imágenes no actuaron como debían. Contempló el mar a lo lejos y aquel pequeño jardín de cactus y grava que iba a ser su refugio durante quién sabía cuánto tiempo. Pero esa visión tampoco la tranquilizó. Notaba cómo la culpa iba ascendiendo desde la tierra y repartiéndose misteriosamente por el torrente sanguíneo hasta alcanzar el cerebro.

Entonces se levantó, cogió el teléfono y llamó a Ricardo. Estaba segura de haber marcado el número de su móvil, de hecho lo tenía grabado en la agenda, pero al otro lado de la línea le respondió una voz de mujer que dijo algo en inglés. Intentó serenarse, pero las palabras se le atragantaron en un punto incierto entre la mente y la lengua.

—Quisiera hablar con Ricardo Betancourt —dijo por fin, atropelladamente, luchando contra el impulso de colgar y parapetarse tras un improbable anonimato.

—¿Quién le llama, por favor? —preguntó la voz al otro lado, ahora en un español de acento indefinible.

—Soy Irene Belmar.

No dijo soy su exmujer, ni siquiera aventuró un familiar soy Irene, dijo soy Irene Belmar, como si aquella verbalización repentina de su identidad le confiriera un estado de lejanía absolutamente reparador.

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