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Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

Aquí puedes leer online Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2012, Editor: Barcelona: Booket, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Boris Izaguirre Dos monstruos juntos
  • Libro:
    Dos monstruos juntos
  • Autor:
  • Editor:
    Barcelona: Booket
  • Genre:
  • Año:
    2012
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Dos monstruos juntos: resumen, descripción y anotación

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Patricia y Alfredo llevan más de diez años juntos y deciden cambiar de ciudad dejando Nueva York y trasladándose a Londres, donde inauguran el restaurante más a la última, el Clarksons. Él es el mejor cocinero español de su generación para muchos y ella, su gran artífice. Mudarse a Londres revelará los más bajos instintos de ambos, ya conocidos, pero nunca obscenamente mostrados, y les situará en el camino de reconocerse a sí mismos y el precio a pagar por ser únicos, por fin ricos, definitivamente ricos. Cuando la tormenta financiera que ha estremecido al mundo por fin estalla, todos y cada uno de quienes forman parte de este mundo privilegiado vivirán su propia transición. Boris Izaguirre ha escrito, con humor e intriga, su novela más europea.

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CAPÍTULO 33
INSPECTOR OGILVY

Pasó el invierno, crecieron los magnolios delante de la casa de Bram Stoker, continuó agolpándose la gente en el Ovington y en el Claws. Patricia consiguió que su abuela cediera el Velázquez 101 para una primera gran exhibición en Edimburgo, todavía sin confirmarse si el ministerio español enviaría a alguien, pero varias direcciones de museos interesándose por lo que ya empezaba a llamarse el único descubrimiento bueno del peor año de la crisis.

Todos los días alguien organizaba una cena para recaudar fondos para Haití. Todos los días Alfredo se acercaba a la sede de la embajada del país destruido con un carrito cargado de comida. A veces se quedaba junto a la hija del embajador, atractiva y exótica, escribiendo cartas a distintas organizaciones culinarias del mundo para pedir más alimentos y medicinas. Todos los días Alfredo le entregaba a la hija del embajador el recorte de la caricatura de Forges de un diario español donde escribía «Pero no te olvides de Haití».

Patricia tampoco lo podía olvidar. Sus servidores externos parecían ya las puertas de cualquier embajada por lo limpios que los dejaba el pertenecer a una fundación solidaria dirigida en exclusiva a gestionar fondos de ayuda para la isla.

¿Y Marrero? No se atrevía a entrar en ellos. Todavía no lo dejaban libre, su caso parecía alargarse más de lo que podían hacer los amigos para ayudarle. Los periódicos vendían mucho con cada descubrimiento que hacían, sus operaciones, las posibles vinculaciones con gente famosa, los años de pelotazos inmobiliarios entre Madrid, Barcelona y Nueva York. La amistad con el tenor, incluso ellos mismos aparecían en los titulares. Pero Alfredo estaba impoluto, porque en el Ovington había una cena para recaudar fondos para Haití cada jueves mientras fuera necesario. Y era necesario, era un mantra. Necesario para los dos, para sentirse útiles, para devolver todo el privilegio que conocían.

Pedrito, el hijo de Marrero, apareció una noche muy borracho, había discutido con David, que les odiaba, que no les perdonaba nada, pero él sí, él quería vender más historias sobre su padre, fotos de las operaciones que tenía, cómo se inventó lo de que él tenía VIH para engañarles. Patricia quería alejarlo, sacarlo a la calle, orientarlo en dirección equivocada y que lo estampara un camión. Se sobresaltó, no era verdad, no estaba pasando, lo imaginaba.

Nunca supieron qué había sido de Borja, Cordelia la galerista madre de la Modelo y Christian; los cuerpos de extranjeros que no habían aparecido tras tres meses del terremoto se daban por perdidos o enterrados en las fosas comunes. En una de las cenas por Haití, Patricia decidió presentar el libro sobre Alfredo que Borja había preparado y colocó dos fotos de Christian y Cordelia encima del primer volumen. Alfredo no estuvo de acuerdo, discutieron delante de la gente asombrada, hasta que Patricia retiró las fotos y las colocó en la puerta.

Fueron al Claws, amanecieron en el Claws, creyeron ver fantasmas en las mañanas de los viernes, Higgins pidiendo limosna, Marrero conduciendo un Bentley nuevo, David gritándoles improperios desde la parte de arriba de un autobús.

Y despertaron en abril con toda la primavera inundando la casa y el jardín en Cadogan. Los magnolios brotados, las camelias tapizando el suelo, el calor obligándoles a besarse y dejar que el sexo limpiara las malas memorias y pesadillas.

Grandma Graziella había sugerido que era preferible aislar aún más esa cuenta y colocarla en un banco de Islandia. Sí, Islandia, el único país quebrado de verdad de la Unión Europea. En Portugal o Grecia el dinero y todo lo demás terminaría por ser absorbido por el otro agujero negro de sus deudas. En un país ya quebrado, con los bancos haciendo enormes esfuerzos por renacer, era el lugar adecuado, adecuadísimo, para establecer una cuenta que ocultaba otra que velaba por la bondad de los extraños hacia Haití. Patricia tomó un vuelo por la tarde; apenas tuvo tiempo de llamar a Alfredo para desearle buenas noches. Al día siguiente, uno de los volcanes de la isla había entrado en erupción. Patricia asumió la reunión con gran jovialidad, incluso llegó a decirles a los banqueros que lamentaría mucho no poder regresar a Londres porque ese sábado Joan Collins, la heroína de «Dinastía», daría una charla sobre su carrera cinematográfica en el British Film Institute. Los banqueros la miraron mal; ¿tenía Joan Collins una carrera cinematográfica?, le preguntaron, y ella sonrió, agradeciendo que no le hubieran preguntado si la actriz seguía viva.

—Están cerrando todos los aeropuertos de Londres —le dijo Alfredo por teléfono.

—Parecemos vivir siempre en noticias similares, ¿no? —comentó Patricia.

—Tendrás que estar ahí más tiempo de lo que planificaste.

—Te escribiré —respondió ella, esperando a que Alfredo cerrara el móvil también y mirando hacia la calle de Reikiavik donde se había detenido a tomar un helado, sí, un helado en pleno frío. La gente andando, como en cualquier otro sitio, más blanca que en otros lugares, más concentrada, quizá con algo de susto aún en el rostro, pero continuando, como ella y Alfredo, continuando.

Alfredo intentaba descifrar lo que había escrito Patricia, siempre con esa pésima, hasta desagradable caligrafía: «Grandma Graziella solo pone una fundición», parecía leer. Fundación. Alfredo dejó la carta encima del escritorio de su novia en el despacho del Ovington. Era uno de los sitios más ordenados del mundo, solo afeado por esa horrorosa letra de persona enferma, mujer desorientada. Sí, Patricia era las tres cosas. La estratega con el escritorio impecable, la enferma y, si no totalmente desorientada, había conseguido que él sí lo estuviera.

En su ausencia, había más Patricia que nunca. Alfredo atendía el restaurante vigilante de que en cualquier mesa se levantara alguien y se identificara como inspector de Hacienda norteamericano, español o inglés. Ansioso por que la Higgins reapareciera con el negro y David y Pedro le informaran de que los tribunales españoles habían liberado a Marrero porque no había indicios de ninguna cosa rara en su más que válido deseo de traer los Grammy Latinos a Valencia. ¿Por qué estaban tan metidos en algo tan complicado? ¿Por qué era imposible detenerlo?

Porque el mundo se había vuelto complicado. Cuando fuimos ricos —se decía a sí mismo—, fuimos invencibles, todo nos estaba permitido. Él y Patricia se habían hecho adultos en esa sociedad, en esa Europa. Nueva York y Madrid parecían una sola. Londres creció hacia todos sus confines, hizo renacer Hong-Kong , la superó con Shanghái, aceptó que Bombay era multinacional, inmensamente pobre y al mismo tiempo inmensamente rica. Era todo tan millonario que se puso de moda un oficio como el suyo, cocinar. Convertir lo olvidable en un pecado mil veces multiplicado y aceptado.

El Innombrable daba una conferencia en Londres esa tarde. Lo había descubierto al azar leyendo The Guardian, el periódico progresista que, sin embargo, seguía muy de cerca las andanzas de los grandes cocineros, seguramente porque no sabía del lodazal en que podían encontrarse al equivocarse de clientes. Decidió acudir. Somerset House es un edificio imponente en el centro de Londres. Se celebra cualquier tipo de evento, respondiendo a la tradición democrática de los ingleses. Es, de hecho, una especie de palacio para que la gente opine, aprenda, deambule o descubra los portentos del Innombrable una tarde de verano.

Cuando llegó al recinto todas las alarmas se activaron. El embajador español fue el primero en reconocerle y ofrecerle profusas disculpas por no haberle invitado.

—Imperdonable, imperdonable, uno de nuestros más célebres niños prodigio en el panorama gastronómico de la ciudad. Imperdonable, siéntese en primera fila, por favor, se lo suplico —desgranaba el diplomático. Alfredo se vio avanzando en el salón repleto de gente, de columnas y de largas mesas con manteles no muy blancos donde o bien se exponían fotos de los platos del Innombrable o estaban aquellos artilugios que le habían ganado su inmensa y poderosa celebridad. Un grupo de fotógrafos cortó su paso al asiento y Alfredo lamentó la ausencia de Patricia. Con ella al lado la foto es siempre mejor.

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