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Irene Lozano - No, mi general

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Irene Lozano No, mi general

No, mi general: resumen, descripción y anotación

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La capitán Zaida era brillante, honesta y leal, pero se permitió un único error: no callarse ante una injusticia. En el Ejército, si te atreves a denunciar a un superior, aunque tengas razón, antes o después acabas perdiendo. La capitán Zaida había sido preparada para combatir en cualquier guerra. Lo que nunca imaginó es que el enemigo estaría en sus propias filas.

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La capitán Zaida era brillante, honesta y leal, pero se permitió un único error: no callarse ante una injusticia. En el Ejército, si te atreves a denunciar a un superior, aunque tengas razón, antes o después acabas perdiendo.

La capitán Zaida había sido preparada para combatir en cualquier guerra. Lo que nunca imaginó es que el enemigo estaría en sus propias filas.

Irene Lozano Zaida Cantera No mi general ePub r10 Titivillus 170317 - photo 2

Irene Lozano & Zaida Cantera

No, mi general

ePub r1.0

Titivillus 17.03.17

Título original: No, mi general

Irene Lozano & Zaida Cantera, 2015

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Empleos en el Ejército de Tierra español Empleos en el Ejército de Tierra - photo 3

Empleos en el Ejército de Tierra español

Empleos en el Ejército de Tierra español

OFICIALES GENERALES

Capitán general

General de ejército

Teniente general

General de división

General de brigada

OFICIALES

Coronel

Teniente coronel

Comandante

Capitán

Teniente

Alférez

SUBOFICIALES

Suboficial mayor

Subteniente

Brigada

Sargento primero

Sargento

TROPA

Cabo mayor

Cabo primero

Cabo

Soldado de 1.ª

Soldado

Introducción, por Irene Lozano

Introducción

por Irene Lozano

El día que conocí a la entonces capitán Zaida Cantera de Castro experimenté dos sentimientos: compasión y empatía. Respecto al primero, intuyo que a ella no le gustará saberlo, pues la hoy comandante Cantera de Castro no es el tipo de mujer que quiere dar pena. Es alta, fuerte, corpulenta; físicamente es una mujer poderosa. La primera vez que nos encontramos, no obstante, me llamó la atención hasta qué punto la infinita herida abierta en su alma diluía la fortaleza de su presencia. Su deterioro personal la hacía parecer frágil y vulnerable; apenas hablaba, sólo de tanto en tanto musitaba algo y, cuando lo hacía, ella misma parecía dudar de que le estuviera ocurriendo todo aquello, incluso estar sentada frente a una diputada para contarle su historia: una injusticia clamorosa y brutal, más llamativa por cuanto era absolutamente desconocida para la sociedad.

Enseguida me identifiqué con ella. Antes de entrar en política, nunca habría pensado que llegaría a sentir una afinidad tan inmediata y sincera con un militar. Sé que, al escribir esto, dejo al descubierto mis prejuicios, pero los tenía. Sin embargo, y tras llevar un año y medio como diputada, me había acostumbrado a relacionarme con la gente más dispar, a escucharles y a comprender sus problemas. A esas alturas, me había reunido ya con numerosos militares, representantes de distintas asociaciones o, en algunos casos, individuos que venían a contarnos su situación. Pese a toda esa retórica actualmente tan de moda, la política no lleva a un diputado a vivir en una burbuja sino todo lo contrario: me jacto de conocer mi país mucho mejor ahora que hace tres años. Uno de los ámbitos en los que me he zambullido ha sido el de las Fuerzas Armadas. Por eso, mientras estaba sentada por primera vez frente a una capitán del Ejército de Tierra que me contaba cuánto amaba su profesión, y cómo la había tratado la institución por la que ella estaba dispuesta a dar la vida, no pude por menos de sentir esa identificación. Resultó tan extraordinario que, en realidad, hube de hacer esfuerzos para mantenerme fuera de la historia, pues era lo que Zaida me pedía desesperadamente: no deseaba que me afligiera con ella, sino que desde mi posición de diputada la ayudara a combatir a los malnacidos que la habían hundido en un pozo, así como a lograr el apoyo de quienes podían evitarle peores consecuencias.

Un año y medio en el Congreso había barrido gran parte de mis ideas preconcebidas sobre el mundo castrense. Había logrado desarrollar un radar para percibir en los primeros cinco minutos de cualquier reunión si estaba ante uno de los millones de ciudadanos damnificados por las élites corruptas o ante un representante de intereses particulares, corporativos o de un grupo de presión. Saltaba a la vista que la traumática experiencia vivida por Zaida estaba directamente ligada a los problemas del país.

Debo aclarar que en mi familia hemos sido más de las letras que de las armas. El único militar al que conocí siendo una niña fue un tío abuelo mutilado de la Guerra Civil, que leía El Alcázar y que siempre estaba de mal humor, sin que pueda asegurar cuál de esos dos actos era la causa y cuál la consecuencia. Tanto la historia de España como la mía propia me habían llevado a asociar de forma indisoluble la idea de Ejército con la de dictadura franquista. Obviamente, cuando lo racionalizaba, era capaz de darme cuenta de que un ejército profesional y moderno —del que se decía había purgado en los años ochenta a los nostálgicos ruidosos y marrulleros— no tenía ya nada que ver con la dictadura. El resto del tiempo, cuando no lo racionalizaba, me fabricaba representaciones, mitos y relatos muy anticuados.

Cuento todo esto para que se juzgue con indulgencia mi expectativa la primera vez que me reuní con un militar. Él era un representante de una asociación de militares y yo —con todo «lo que los siglos nos fueron echando encima desde antes de nacer», que diría Pedro Salinas— esperaba encontrar una mezcla de Sylvester Stallone en Rambo y Richard Gere en Oficial y caballero. Naturalmente, las referencias culturales son estadounidenses, porque el Ejército español ha despertado escaso interés en los cineastas de nuestro país, a los que no tengo nada que reprocharles excepto el camino de prejuicios que hemos compartido.

De modo que así empecé, entre el cine estadounidense y el recuerdo de mi tío abuelo mutilado, sentada frente a un hombre que me hablaba de tenientes coroneles, comandantes y sargentos, como si esa jerarquía resultara inteligible para cualquiera. Admito que no eran las mejores condiciones para ser portavoz de Defensa, pero Toni Cantó tampoco hizo la mili y a mí me apasiona la política internacional, que viene de la mano de la Defensa. Para tranquilizar a muchos, diré también que el desconocimiento me espoleó y, a día de hoy, gracias a la ayuda paciente de numerosos miembros de las Fuerzas Armadas, analistas y expertos que han compartido su conocimiento y sus sinsabores con nosotros, puedo afirmar que he visto cómo sus problemas resultan sólo una variante más de las deficiencias estructurales que sufrimos como país. También he aprendido que el término «Fuerzas Armadas» no puede emplearse como sinónimo de «Ejército», pues éste suele referirse sólo al de Tierra, aunque advierto que cuando necesite intercambiarlos significarán lo mismo en este libro.

El aprendizaje ha resultado interesante porque permite ver cómo todas las quiebras que sufre este país se interrelacionan y las malas prácticas se repiten, calcadas, en las distintas instituciones. En estos tres años me he acercado a un colectivo de gente desconocido para mí y cuyas condiciones de trabajo constituyen uno de los mayores oprobios que he visto como diputada, y en el que la combinación de silencio, impunidad y obediencia pueden crear unas condiciones de auténtica explotación que habría escandalizado a la sociedad del siglo XIX.

Por eso la historia de Zaida no es sólo suya. En este libro se narra la experiencia, brutal y traumática, de ser acosada sexualmente primero y perseguida laboral, profesional y personalmente después, a modo de escarmiento. Y este hostigamiento resultó ser para ella la lucha más cruenta, la última batalla que imaginó librar y en la que se desempeñó con más valentía. Pero se cuenta también una historia de prevaricaciones múltiples, abuso de poder y corrupción en el Ejército español. Como única vía de escape para acabar con esta sinrazón, Zaida ha solicitado la salida del Ejército. La moraleja se extrae fácilmente: nuestro Ejército expulsa a los que hacen las cosas bien, del mismo modo que nuestro país expulsa a los mejores, a esos cientos de miles de jóvenes con una gran formación académica que deambulan por el mundo buscando las oportunidades que nuestro país no les da. España a día de hoy destierra a los buenos y protege a los malos, a aquellos que incumplen la ley o corrompen la vida pública. La historia aquí narrada se parece mucho a la de Gürtel, a los ERE, a los viajes a Andorra con maletines, a la financiación de los partidos, a la justicia maniatada al poder político, a la quiebra de las cajas de ahorros… La historia de Zaida se parece a España. Las redes clientelares de la Junta de Andalucía no son muy distintas a las del Ejército de Tierra. La consideración que el PP de Valencia o de Madrid tiene de ambas comunidades como de sus particulares cortijos tampoco dista mucho de los aires de señores feudales con que caminan por sus bases muchos coroneles. La promoción de los sumisos en los partidos, que conocen poco la meritocracia, engarza con el corazón de esta historia: el precio que paga quien denuncia a un delincuente, si éste es su superior jerárquico en el Ejército. Y aquel problema que en el mundo civil se llama 3 por ciento tiene un nombre que aún no hemos podido precisar para los contratos con la industria de armamento. Es una experiencia personal pero refleja un estado de cosas que urge cambiar.

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