Jonathan Lethem - Los Jardines de la Disidencia (Spanish Edition)
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- Libro:Los Jardines de la Disidencia (Spanish Edition)
- Autor:
- Editor:Penguin Random House Grupo Editorial España
- Genre:
- Año:2014
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Los Jardines de la Disidencia (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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Los Jardines de la Disidencia (Spanish Edition) — leer online gratis el libro completo
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Traducción de
Cruz Rodríguez Juiz
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A mi padre, a sus ochenta años
BARRIOFOBIA
DOS JUICIOS
«Deja de tirarte a polis negros o lárgate del Partido Comunista.» He aquí el ultimátum, la absurda suma total del mensaje transmitido a Rose Zimmer por el conciliábulo reunido en su cocina de Sunnyside Gardens aquella noche. A finales de otoño de 1955.
Sol Eaglin, Comunista Importante, la había llamado por teléfono. Deseaba verla un «comité»; no, ningún problema, estarían encantados de ir a su casa esa misma noche después de dar una charla justo al otro lado del barrio… ¿Las diez era demasiado tarde? Una orden, no una pregunta. Sí, Sol sabía lo mucho que trabajaba Rose, lo que valoraba sus horas de sueño. Le prometió que no se alargarían.
¿Cómo ocurrió? Fácil. De forma rutinaria, de hecho. Estas cosas pasaban a diario. Podían exiliarte de la causa por sonarte la nariz o estornudar a intervalos sospechosos. Ahora, después de tanto tiempo, le tocaba a Rose. Había entornado la ventana de la cocina para oírlos llegar. Preparó café. Se colaban los ruidos de los Gardens, fumadores, amantes, adolescentes enfurruñándose en los senderos. Aunque la oscuridad invernal se había adueñado del vecindario hacía horas, era una noche de primeros de noviembre asombrosamente templada y tentadora, el último latido del recuerdo del verano en la tierra. Las ventanas de otras cocinas estaban abiertas de par en par, las voces se confundían: los numerosos enemigos de Rose, los amigos no tan numerosos, los otros, tantos otros, a los que simplemente toleraba. No obstante, camaradas todos. Según Rose, la respetaban pese a no gustarles. Un respeto que le arrebataría el comité que en ese instante entraba en su cocina.
Eran cinco, contando a Eaglin. Se habían arreglado demasiado, con americanas y chaquetas exageradas, y estaban ocupando las sillas como en un óleo soviético, posando como para un encargo intelectual. En pos de aquella quimera, el Quién-es-esta-mujer Dialéctico, cuando en realidad allí no iba a darse ninguna dialéctica. Tan solo dictadura. Y el acatamiento de lo dictado. Con todo, Rose trató de ser indulgente. Esos hombres, a excepción de Eaglin, eran demasiado jóvenes para haber sobrevivido como ella a los saltos mortales intelectuales de los años treinta, el nacimiento del fascismo europeo y el Frente Popular; la guerra los cogió niños. Eran zánganos, hombres vestidos de pensamiento independiente que se habían convertido en esclavos de la jerga del partido. Ninguno de ellos importaba en esa habitación, salvo el único independiente o reflexivo, un organizador genuino y famoso, al fin y al cabo, un hombre de las plantas de producción, Sol Eaglin. Ex amante de Rose Zimmer. Eaglin viste pajarita y ahora el pelo le nace por detrás del arco más alto del cráneo como una puesta de sol invernal. Eaglin es el único lo bastante hombre para no mirarla a los ojos, el único que capta lo vergonzoso de la situación.
He aquí la costumbre comunista, el ritual comunista: el juicio de salón, la respetable turba de linchamiento se aprovechaba de tu hospitalidad mientras lanzaba una granada de política de partido contra tu compromiso, levantando el cuchillo de la mantequilla para untar una tostada y de pasada cercenarte de aquello por lo que habías dado la vida. Pero que fuera la costumbre y el ritual comunista no significaba que a aquellos chicos se les diera bien, ni que se sintieran cómodos: Rose era la veterana. Ya había pasado por un juicio semejante hacía ocho años. Estaban sudando; a ella simplemente la agotaban tantos titubeos y carraspeos.
El óleo dio conversación. Uno de los hombres se inclinó y jugueteó con el monumento a Abraham Lincoln de Rose, la mesilla de tres patas que contenía los seis volúmenes de Carl Sandburg, una fotografía de Rose con su hija junto a la estatua de Lincoln en Washington en un pequeño marco y un centavo falso conmemorativo de circunferencia similar a una rodaja de paté de hígado. El joven era rubio, como el primer marido de Rose (su único marido, aunque el cerebro de Rose caía constantemente en este error, como si tuviera por delante una nueva vida a la espera de ser numerada). Levantó el medallón y ladeó la cabeza como un idiota, como si dejarse impresionar por el peso del objeto constituyera una prometedora vía de discurso.
—Así que Abe el Honrado, ¿eh? —dijo el joven.
—Deja eso.
La miró, ofendido.
—Sabemos que es usted una entusiasta de los derechos civiles, señora Zimmer.
Era típico de una noche así que cualquier comentario terminara yendo al grano, se pretendiera o no. He aquí, pues, el crimen que el partido había inventado para Rose: exceso de celo por la causa de la igualdad de los negros. En los años treinta Rose había sido lo que después, durante la caza de brujas, llamarían una «antifascista prematura». ¿Ahora? Una defensora de la igualdad demasiado sensual.
—Tenía algunos esclavos —dijo Rose—, pero los he liberado.
Al menos, un codazo a Sol Eaglin. Desde luego, desapercibido para el joven.
Eaglin intervino, como estaba destinado a hacer, para «manejarla».
—¿Dónde está Miriam? —preguntó, actuando como si el hecho de conocer el nombre de la hija de Rose mitigara la incongruencia de su presencia en la vida de esta: ni amigo ni enemigo, a pesar de que se habían manoseado a oscuras cientos de veces.
Eaglin era un mero operario anodino, un autómata de la política del partido. Esa noche era la prueba concluyente, si es que Rose necesitaba alguna. Podías acoger a un hombre en tu cama o en tu cuerpo, tocar su sistema nervioso como Paderewski el piano, y no apartarías su cerebro un ápice del dogma de hormigón.
Ni, para el caso, del hormigón del trabajo policial.
Tampoco, por cierto, había apartado nunca a ningún hombre de su mujer.
Rose respondió encogiéndose de hombros.
—Por lo visto, a su edad no debo saber dónde está.
Miriam, el prodigio, tenía quince años. Como se había saltado un curso, ya estaba en segundo del instituto y prácticamente era una fugitiva. Miriam vivía en las casas de otras familias y en el refectorio del Queens College, coqueteando con falsos intelectuales judíos y gentiles, chicos que uno o dos años antes estaban tocándose las pelotas y peleándose con tebeos enrollados o girando los taburetes en las heladerías o en los trenes elevados, la clase de chicos que se callaban, o incluso temblaban, cuando compartían la acera con Rose Zimmer.
—¿Flirteando con el primo Lenny?
—Lo único que puedo afirmar con total seguridad, Sol, es que estará en cualquier lado menos con el primo Lenny.
Hablaban del primo segundo de Rose, Lenin Angrush, quien de hecho le había regalado el centavo falso gigante. Se consideraba numismático. ¿Miriam? ¿Darle la hora a Lenny? Ni en sueños.
—No perdamos más tiempo —propuso el joven que había tocado las cosas de Lincoln.
Rose no debería subestimar la brutal autoridad de la juventud: el joven tenía de sobra. Eaglin no era el único poder de la sala solo porque fuera el único que Rose había decidido reconocer. Ese joven se moría por distinguirse, probablemente en el contexto de alguna justa con testigos, para alcanzar la posición de protegido de Eaglin. Un simple preludio antes de apuñalar a Eaglin por la espalda. Seguro.
Pobre Sol, la verdad. Todavía hundido hasta el cuello en fangos paranoicos.
Rose sirvió café a la valiente cohorte llegada para anunciarle que había elegido al negro equivocado. Estaban hablando; la verdad es que debería escuchar el veredicto. Salvo que rompiera la relación, Rose ya no contaría con el privilegio de ejercer de secretaria de actas en las reuniones con los representantes sindicales, incluido el sindicato de su lugar de trabajo, Real’s Radish & Pickle. Despojada de su última función en el partido. Allí, en Real’s, Rose disfrutaba del honor de presenciar en horrorizado silencio cómo sus torpes camaradas intimidaban a trabajadores cuya cotidianidad, cuyas solidaridades, forjadas hombro con hombro hundiéndose hasta el codo en toneles de salmuera helada, avergonzaban a las abstracciones de los organizadores de galería engalanados con atildados tirantes y camisas de cuadros sin una sola arruga, trabajadores que no sabían lo suficiente para no dejarse avergonzar por esos disfraces de proletario de carroza de Halloween.
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