Michel Quint - Los jardines de la memoria
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- Libro:Los jardines de la memoria
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2000
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Los jardines de la memoria: resumen, descripción y anotación
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Lucien, que ya tiene catorce años, no entiende por qué su padre, un maestro serio y respetado, hace el ridículo todos los domingos con su número de payaso aficionado. Pero, un día, André, el mejor amigo de su padre, consciente de la amargura del chico, decide explicarle la causa de esa extraña vocación.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los dos amigos, arrastrados por el sentimiento patriotico, deciden colaborar con la Resistencia en una pequeña y heroica misión. Desgraciadamente, son capturados por los alemanes y arrojados a una fosa, donde esperan con otros compañeros de infortunio el día de su ejecución
Sin verdad, ¿cómo puede haber esperanza…? ¿Y sin memoria?
Los jardines de la memoria es una breve, muy breve a la par que intensa novela negra. La trama, que oscila alrededor de un hecho de la resistencia francesa durante la ocupación, es concisa y milimétrica. En el proceso que se libra contra Maurice Pepon, un funcionario francés colaborador con el gobierno nazi en la depuración de judíos en ese país, se presenta un payaso. Ese payaso, un augusto, por añadidura muy mal maquillado y con el traje hecho un guiñapo, quizás pasa inadvertido al magistrado.
Pero a la salida esperó estoicamente al acusado al que miró fijamente. Los días siguientes apareció en la sala, ya sin su camuflaje, pero siempre con una maleta bastante gastada sobre las piernas.
Poco se puede contar de este relato, pues casi de eso se trata, de un relato, y que no destripe la acción. Solo reseñar el rechazo del protagonista, cuando niño, a la manía del padre de disfrazarse con un traje de payaso, hecho que la madre veía normal, pero que sin embargo él odiaba. Este padre, que daba clases en un instituto al que él asiste, a veces escondía su traje bajo el de rigor para ahorrar tiempo a la salida del trabajo. Una mirada atrás nos cuenta un hecho de la resistencia en el que queda patente la razón de dicho comportamiento. Y un último tramo de la novela nos devuelve, con completo conocimiento ya de la trama, a los tiempos actuales. La novela es concisa en sumo grado y perfecta. Pudiera estar escrita en 400 páginas. Pero sería otra obra, otro texto, otro mensaje. Una de las características más intrínsecas de esta novela es la concisión. Un dato que juega a favor del autor para hacernos ver, como si de un golpe de vista se tratara, ese pasado que explica el comportamiento del padre, y así poder reflexionar sobre lo que siente el protagonista que abre y cierra el relato. En el fondo el mismo autor de la novela. Una novela que no es sino la constatación de unos hechos reales que ocurrieron hace poco pero expresados con un lenguaje rico, preciso y subyugante. Una obra que no es sino una deuda con su familia y su pasado para una restitución de honra y recuerdo a la figura del abuelo y del padre del escritor.
Mañana tendré en los ojos grandes ojeras subrayadas de negro y en las mejillas una plasta de falso cadáver. Intentaré, papá, ser aquellos cuyas risas se terminaron en los bosques de hayas, en los bosquecillos de abedules, allá, hacia el alba, y que tú trataste de resucitar. También intentaré ser tú, que nunca perdiste la memoria.
Una magistral novela a camino entre «Almas grises» de Philippe Claudel y «Los girasoles ciegos» de Alberto Méndez.
Michel Quint
ePub r1.0
Titivillus 15.09.16
Título original: Effroyables jardins
Michel Quint, 2000
Traducción: Ignacio Pérez Fernández
Retoque de cubierta: ElyDaniel
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
MICHAEL QUINT (Francia, 1943). Ha publicado una veintena de novelas, la mayoría de ellas del género policiaco, entre las que figuran Sanctus, Cake-Walk y Lundi perdu, publicadas por Joëlle Losfeld, y Le Bélier noir y La Belle Ombre, publicadas por Rivages en su serie Noire. En 1989 obtuvo el Premio de Literatura Policiaca.
E ra un domingo. Despejado.
Tu padre había vuelto a trabajar como maestro y yo como electricista.
Vivos. Íbamos muy elegantes, corbata y zapatos lustrados, con cartón en el fondo porque las suelas estaban agujereadas, pero no se veía, y cada uno con un ramo de flores en la mano. Rosas del jardín de tus abuelos. Dejamos apoyadas nuestras bicicletas en la fachada de su casa y llamamos a la puerta. Una casa pequeña, al principio de la calle de Belin, en Douai.
Ella abrió, y ahí estábamos nosotros como dos gilipollas, respirando fuerte y apretando los dientes, porque si hablábamos íbamos a berrear como magdalenas; ella cogió un pico de su delantal, se enjugó los ojos y nos abrazó. ¡No te lo puedes imaginar…! Nos quedamos con ella toda la tarde, le cortamos leña y bebimos cerveza que hacía ella misma. Y hablamos, hablamos… Por la noche estábamos los dos enamorados perdidos…
Se llamaba Nicole. Y así se sigue llamando. Solo que hoy está casada conmigo…
Y eso fue todo. Gaston apuró el insípido resto de su cerveza caliente y todo quedó dicho. Exhibía su sonrisa a lo Laurel, guiñaba el ojo por haberme liado desvelando lo más tarde posible lo más bello de la historia, el papel de Nicole, y disfrutaba de la languidez del domingo que se terminaba. En el extremo de la barra estaba Nicole, que había regresado ya, con su cucurucho de patatas fritas agotado hacía bastante. Miraba a mi padre y a Gaston y ellos la miraban; entre los tres sobraban las palabras. Mi madre tenía la cara de cuando le dolían los pies y mi hermana su aspecto de cursi sabelotodo. Yo contemplaba el nombre que figuraba en la parte superior del cartel de El puente, la película que acabábamos de ver: «Una película de Bernhard Wicki». El guardián de los rehenes. El payaso-soldado.
De modo que, con su peluca zanahoria, mi padre vivió con el sombrero quitado, humildemente. En los dos sentidos de la expresión, ya que nunca llevó sombrero. Y la Dama Negra se lo llevó un día de escarcha, tal vez por error, porque, para esperarme en Lille, una estación con corrientes de aire, lucía una gorra nueva. Yo mismo, al descender del tren, divisando ese cuerpo medio oculto por los servicios de urgencia que intentaban darle un masaje cardíaco, no pensé que pudiera tratarse de él. No, con esa gorra vuelta a su lado como si pidiera limosna después de un último número.
Tu maleta la tengo yo, papá. Está en el portaequipajes del TVG que me lleva de Bruselas a Burdeos vía Lille. Con el muestrario completo de los cosméticos Leichner, las pinturas grasas, los lápices ordenados por colores, tal como tú los dejaste, y los viejos atavíos de pista. ¡Si viesen mi equipaje y conocieran mis intenciones mis colegas, los altos funcionarios europeos de la Comisión de Finanzas! Con toda seguridad, creerían que he perdido un tornillo, víctima de una mujer desdeñosa y loco de amor frustrado. Tendrían pensamientos convencionales, como cada vez que piensan.
Todo esto, papá, la maleta con pingos, tus extravagancias de maestro-payaso, el pobre relato de Gaston, todo esto estaba guardado en el fondo de mis armarios íntimos. El sordo rastro de nuestra cita fallida en la estación de Lille, mi pesadilla familiar.
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