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Carrera - Illari: Dientes de León [Primera parte] (Spanish Edition)

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Carrera Illari: Dientes de León [Primera parte] (Spanish Edition)

Illari: Dientes de León [Primera parte] (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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M iguel E duardo V aldivia C arrera

Illari

Dientes de León

–novela-

Miguel Eduardo Valdivia Carrera

Primera edición Ebook

Lima, Agosto 2015

Lima. Agosto 2015

ISBN :

Copyright © 2015/2016

Por Miguel Eduardo Valdivia C.

Las Begonias 166 La Molina, Lima Perú.

Todos los derechos reservados.

ISBN :

Concepto y edición para versión Ebook:

Miguel Eduardo Valdivia Carrera

www.miguele.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotografía , sin el previo permiso.

ÍNDICE

1.- Capítulo primero: página 7 a 27

2.- Capítulo segundo: página 28 a 38

3.- Capítulo tercero: página 39 a 47

4.- Capítulo cuarto: página 48 a 61

5.- Capítulo quinto: página 62 a 67

6.- Capítulo sexto: página 68 a 74

7.- Capítulo séptimo: página 75 a 80

8.- Capítulo octavo: página 81 a 93

9.- Capítulo noveno: página 94 a 110

10.- Capítulo décimo: página 111 a 115

11.- Capítulo onceavo: página 116 a 132

12.- Capítulo doceavo: página 133 a 136

13.- Capítulo treceavo: página 137 a 145

14.- Capítulo catorceavo: página 146 a 156

Preámbulo

El término alma puede ser descrito por algunos como aquel soplo divino que nos da vida; para otros podría ser aquella parte etérea e invisible de nosotros mismos habitando en nuestro interior, un sinónimo del espíritu; para alguien más el alma sería sencillamente la mente, la misma que conformada por infinidad de pensamientos sería algo invisible al menos por nuestros sentidos, aunque determinante en nuestras vidas, y es que nuestros pensamientos son la semilla de nuestras decisiones y de éstas, nuestros cielos o nuestros infiernos. Me gustaría decir, en este sentido, que el alma bien podría ser algo más sutil que el propio espíritu. Poéticamente hablando, para mí el alma es al espíritu como el corazón al cuerpo: una no podría vivir sin el otro, una es esencia pura, el otro una extensión sublime de su existencia, una define al envase, a su humanidad, mientras que el otro la contiene.

Pero en esta historia el alma es también consciencia eterna y palpitante, es la suma de sueños, deseos. Es el propio Ser moldeado por todas y cada una de sus experiencias, de sus sentimientos y emociones, de sus miedos e ilusiones; es también aquella esencia inmaterial y eterna que vive en el corazón, nada por la sangre, respira por los poros y se expresa a través de sus sueños, así como en el aire; es aquella consciencia que vive a través del cuerpo, que viaja por sus oscuras profundidades, por sus infiernos y vuela por sus cielos, es el observador del viviente en el que actúa. En esta novela el alma puede verse a sí misma no solo a través de los ojos del envase que la abriga, sino también fuera de él. Le he dado la cualidad de sentir paralelamente a los sentidos, de ser símbolo viviente a través de mis letras. No está limitada a una creencia ni a un cuerpo; tampoco es una ilusión, pero puede ver las ilusiones de los personajes y sentir todo lo que estos sienten, piensan y desean. En esta novela el alma es una entidad erótica, cuyo propósito es sentir, pero sobre todo ¡vivir! Su divinidad no viene de afuera, no es un soplo, es fantasía. Es el personaje viviendo a través de esta historia, bien podría ser el lector.

Se dice que el alma del lector está a merced del escritor, al menos mientras lo lee, yo creo que ese embrujo lo acompañará por mucho más tiempo.

Primera parte

UNO

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Una noche, como tantas por este lado del mundo, cuando los grillos parecían cantarle a la luna y el murmullo de las olas arrullaban al sereno, otro sonido, tanto más intenso, rompía con el sosiego, la paz y la tranquilidad que unos verdes campos parecían respirar. En aquella quietud el golpeteo constante y cada vez más intenso de un catre, de una cama, cuya cabecera se batía con entusiasmado vigor contra la pared de quincha, madera y adobe de un cuarto. Sobre ella, sobre aquel lecho tibio, pero revuelto, de cuatro patas metálicas, al interior de una casita ubicada entre campos de uva y las olas del mar, un hombre, o más bien dicho una mole recia y robusta de cabellos negros y tozudas manos, se aferraba a unas jóvenes nalgas buscando desahogar todas sus pasiones. Él, un macho urgido y solitario, un espíritu mancillado por la violencia, el rechazo y la soledad, pero un ser humano al fin; uno de aquellos cuyo físico no pasaría nunca desapercibido. No porque tuviera una atractiva figura o por tener un bello y esculpido rostro, sino por su rudo y amenazador aspecto, por su dura corpulencia. Su estructura ósea y muscular, especialmente portentosa, casi colinda con lo brutal o con lo sobrehumano. Ella, la fémina morena bajo su pecho, presta con gusto y sumo agrado a sus febriles arremetidas, era una joven enfermera, oriunda de este caluroso valle, una amiga que le brindó afecto sin pedirle nada a excepción de su viril complacencia, una especie de hada de la noche con la que llegó él a casa para consolar la soledad acumulada por tanto tiempo en su alma de recio semental. Granítico y fortachón, bien podría ser confundido bajo la penumbra con una bestia de ojos negros, tal vez con un buey por su porte, envergadura y fuerza, difícilmente con un lobo aunque su piel oscura cubierta de vellosidad así lo pareciera. No emitía sonido alguno, la guerra le había enseñado a amar en silencio, no aullaba ni gemía pero su rostro buscaba iluminarse con la luna. Aquella luminosidad, en lo alto y tras la ventana, dejaba ver una notoria cicatriz sobre su rostro. Y cuando él dejaba de ver hacia el cielo, la besaba en la espalda. Ella se arqueaba con gusto y placer al sentirlo cada vez más poseído por la ardentía que quemaba y se agitaba in crescendo por sus venas. Le bastaba una sola de sus gruesas e impresionantes manos para sujetarla de la cintura, mientras que con la otra mano la asía para sí del cabello. Azabache, lo cogía enrollado. Ella aguantaba sus embestidas como una dócil, sumisa pero ardiente yegua, presta, solícita al delirio de este brutal espécimen en cuyo portento bien podía observarse cómo las circunstancias de la vida y los caprichos de la genética pueden dar al mundo ejemplares tan singulares como él, quien por momentos, y cuando aceleraba el fuste, la abrazaba de la cintura con el brazo entero. La hembra temblaba fascinada y gemía intensamente por ambos. El goce que le propinaba era impetuoso e imparable, lascivo, salvaje, magnamente apasionado. Su sangre inca le había otorgado una pasmosa herramienta. La pared aguantaba los vigorosos embates y toda la habitación se sacudía una y otra vez, mientras ella resistía y pedía más de aquel enorme torso que se hizo fuerte y resistente a golpe de duras horas de trabajo en los muelles y astilleros de cada puerto del mundo por el que trabajó al terminar la guerra como marino mercante, estibador, para ser exactos. Pero sus músculos curtidos como piedra se formaron desde que era pequeño, cuando tuvo que ayudar a sus padres al labrar la tierra, al hacer surcos a pico y a pala, y al cargar pesadas bolsas de papas y camotes. Ahora toda esa dureza la hacía vibrar de pies a cabeza, la hacía gimotear de placer, como un azote incontenible cargado de lujuria, desenfreno, rencor y deseo, buscando descargar, desahogar, en su frágil y aceitunado cuerpo, penetrado sin cesar, toda aquella energía. Renzo, quien no soltaba las riendas de aquella cabellera y embestía cual bestia contra las vibrantes nalgas, pasó de cargar sacos de tubérculos a hacer surcos para sembrar uva aquí en la costa; cambió sopas de chuño y yuca por carne, fruta y miel de abeja, y con ello su imponente musculatura ganó fibra y brío. Potencia concentrada en el miembro que ahora batía sin reparo dentro de ella. La golosa nalgamenta frente a él emanaba calor y sudor. Y por sus pieles y rostros parecían destilarse gotas de goce y gratitud. Los embistes no cesaron hasta que la fiera enardecida agachó la cabeza sobre aquella sometida espalda y luego de tensionarse al extremo y de liberar toda su lava ardiente, se dejó vencer sobre un lado de la cama. Su cuerpo permaneció emitiendo espasmos cada vez más espaciados en el tiempo, como si se resistiera a dejar el demonio que lo había vuelto loco de placer y que aún lo recorría agitándose por sus venas, como un toro rendido ante una estocada final. Renzo lo había entregado todo, había logrado rendir a su propia bestia, a su lado más salvaje y animal. Ahora exhalaba alientos de contento y deleite, y su ser consciente, libre de todo aquel ardor, sintió gran alivio, le pedía descanso. Ella, extenuada, cayó junto a él y le sonrió enteramente satisfecha.

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