La pasión de Artemisia
Susan Vreeland
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AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
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PETICIÓN
Libros digitales a precios razonables.
A Kip, amore mio,
por su comprensión.
Sobre el sufrimiento nunca ignoraron
los Antiguos Maestros: lo bien que comprendieron
el devenir humano, el modo en que ocurre
mientras alguien come o abre una ventana
o camina tristemente solo.
W. H. AUDEN
«Musée des Beaux Arts», 1940
Nota de la autora
Cualquier trabajo de ficción sobre historia o una figura histórica es y debe ser un trabajo creativo, fiel a la época histórica y los personajes, pero fiel a los hechos sólo en la medida en que éstos hagan creíble el drama. A fin de servir a la temática que he elegido, he combinado personajes actuales con otros creados, he eliminado algunos y he inventado unos cuantos. Basándome en las evidencias, he imaginado la personalidad e interacción de Artemisia Gentileschi, su padre y su marido. Sin embargo, las relaciones con Galileo, Cosimo de Médicis II y Michelangelo el Joven están documentadas por la historia del arte. Todas las pinturas a las que se hace referencia son obras adjudicadas a ella sin ninguna clase de duda. Como un pintor que viste personajes que vivieron cientos de años antes con los atuendos de su propio tiempo, así he tratado de interpretar a Artemisia de un modo que a nosotros, trescientos cincuenta años después de su época, nos resulte familiar, pero sin traicionar el alma y las pasiones de la verdadera Artemisia Gentileschi (1593-1653), para quien siempre era vital la historia que había detrás del arte.
Agradecimientos
Quiero expresar mi más profunda gratitud a Karen Kapp por hacerme conocer a Artemisia; a Jim McCarthy por ayudarme en todo lo referente a Italia; a Peggy Jaffe y el Instituto Toscano de Estudios Avanzados por documentarme sobre las costumbres y paisajes de la Toscana; a los religiosos del Sagrado Corazón de Santa Trinità dei Monti por su hospitalidad, atemporalidad y gentileza; al consorcio de escritores Asilomar, en particular a Jerry Hannah y Grant Farley por sus atentas lecturas; y muy especialmente a mis dos tesori: mi extraordinaria agente, Barbara Braun, por creer en mí y por su alegría ante cada paso que yo daba, y mi talentosa editora, Jane von Melaren, por su amabilidad, perspicacia, minuciosidad y destreza.
También deseo agradecer a Mary D. Garrard por su Artemisia Gentileschi: The Image of the Female Hero in Italian Baroque Art (Princeton University Press, 1989), una invalorable fuente de información en mis investigaciones sobre la vida de Artemisia, y la principal en lo que a la interpretación de las pinturas de ésta se refiere. Otras dos fuentes valiosas fueron The Obstacle Race: The Fortunes of Women Painters and Their Work (Farrar, Straus & Giroux, 1979), de Germaine Greer, y Artemisia Gentileschi and the Authority of Art: Critical Reading and Catalogue Raisonné (The Pennsylvania State University Press, 1999), de R. Ward Bissell.
1
La sibille
M
i padre caminaba a mi lado con la mano apenas apoyada en mi espalda, en las puntillas de mi canesú, para infundirme valor. Bajo el resplandor oblicuo que ya abrasaba las losas de la piazza y mi cabeza, la sombra inmóvil de la soga del inquisidor que colgaba en lo alto de la Tor di Nona, el tribunal papal, se extendía grotescamente por la pared dibujando el contorno de una lágrima.
—Un breve mal trago, Artemisia —dijo mi padre con la mirada al frente—. Sólo te apretará un poco.
Se refería a la sibille.
Si mientras tuviera las manos atadas declaraba lo mismo que en las semanas precedentes, sabrían que decía la verdad y el juicio terminaría. No mi juicio. Me lo repetía para mis adentros: no me juzgaban a mí. Juzgaban a Agostino Tassi.
Las palabras de la acusación que mi padre había enviado al papa Pablo V aún resonaban en mis oídos: «Agostino Tassi desfloró a mi hija Artemisia y la forzó a realizar actos carnales en repetidas ocasiones, actos que me causaron graves y enormes perjuicios a mí, Orazio Gentileschi, pintor y ciudadano de Roma, el humilde demandante, en tanto que ahora no podré vender su talento pictórico a un precio demasiado alto.»
Yo no había querido que nadie lo supiera. Ni siquiera iba a decírselo a él, pero una vez me oyó llorar y me lo sonsacó. Además estaba el cuadro que echaba en falta, uno que Agostino había admirado, y por consiguiente formuló cargos contra él.
—¿Cuánto me apretará? —pregunté.
—Será un momento.
No miré los rostros de la muchedumbre congregada a la entrada de la Tor. Sabía de sobra lo que reflejarían: lasciva curiosidad, acusación, desdén. Miré en cambio la madreselva amarilla que florecía contra los muros ocres de Roma. Cada color hacía el otro más vibrante. Papá me lo había enseñado.
—¡Flores fragantes! —voceaban los mendigos ofreciéndolas a las mujeres que acudían a oír la sesión en la sala. Cualquier cosa por un giulio. Un lisiado me puso en la mano un ramillete mustio que apestaba a orina. Sabía que yo era Artemisia Gentileschi. Lo dejé caer sobre su rodilla deforme.
La garganta seca se me tensó al entrar en la oscura y húmeda Sala del Tribunale. Dejé a papá en la primera fila de bancos, subí dos escalones y ocupé mi asiento habitual enfrente de Agostino Tassi, amigo y colaborador de mi padre. Mi violador. Apoyado en un codo, no se movió cuando me senté. Llevaba la barba y el pelo negro demasiado largos y descuidados. Su rostro, más hermoso de lo que merecía, presentaba el tono y la dureza de una escultura de bronce.
Detrás de una mesa el notario papal, un hombre menudo envuelto en púrpura oscura, afilaba sus plumas con una navaja dejando caer las virutas al suelo. Un rayo de luz polvorienta caía sobre sus manos desde una alta ventana y pintaba de azul lavanda los pliegues de sus mangas.
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