Título original: Sixth Column | The Day After Tomorrow
Robert A. Heinlein, 1949.
Traducción: Enrique de Juan
Diseño/retoque portada: Himali
Editor original: Lestrobe (v1.1)
ePub base v2.0
Esta novela, editada originalmente con el título de SIXTH COLUMN y rebautizada en su edición de 1951 con el del presente volumen, nos cuenta la lucha por la supervivencia en una América post-apocalíptica por medio de una trama dinámica y amena, combinando los temas favoritos de Heinlein: la religión, la psicología de masas y el infatigable e ingenuo optimismo de los norteamericanos frente a la adversidad y la opresión, sin faltar el usual trasfondo sexista y racista de este polémico pero innegablemente hábil narrador.
Robert Heinlein
El Dia De Pasado Mañana
ePUB v1.0
Lestrobe15.07.12
CAPÍTULO I
—¿Qué diablos pasa aquí? — preguntó Whitey Ardmore.
Los demás hicieron caso omiso de su pregunta, como habían hecho caso omiso de su presencia. El que estaba junto al receptor de televisión dijo:
—¡A callar! Estamos escuchando.
Y aumentó el volumen. La voz del locutor continuó:
—…así que Washington ha quedado destruido totalmente antes de que el gobierno pudiera huir. Con Manhattan en ruinas, ya no queda…
Sonó un chasquido cuando el aparato fue apagado.
—Ya está —dijo el hombre próximo al aparato—. Los Estados Unidos han desaparecido —y añadió—: ¿Tiene alguien un cigarrillo?
Como no obtuvo respuesta, se abrió camino a través del pequeño círculo de personas que rodeaba el televisor y empezó a buscar en los bolsillos de una docena de figuras que parecían desmayadas y se hallaban cerca de una mesa. No fue fácil la cosa, pues el rigor mortis se había posesionado ya de los cuerpos, pero al fin acertó a localizar un paquete medio lleno, del que sacó un cigarrillo, que encendió acto seguido.
—¡Que me responda alguien! — gritó Ardmore con voz de mando—. ¿Qué ha sucedido aquí?
El hombre del cigarrillo le miró por primera vez.
—¿Quién es usted?
—Ardmore, mayor, del Servicio de Inteligencia. Y usted, ¿quién es?
—Calhoun, coronel del Departamento de Investigaciones.
—Muy bien, coronel. Yo… tengo un mensaje urgente para su jefe. ¿Quiere hacer el favor de enviar a alguien para que le diga que estoy aquí y que deseo verle?
Hablaba con exasperación apenas dominada. Calhoun sacudió la cabeza.
—No puedo —contestó—. Ha muerto.
Pareció sentir un irónico placer al efectuar semejante anuncio.
—¿Cómo?
—Sí, está muerto. Y también están muertos los demás. Ahí delante de usted tiene, mi querido mayor, todo lo que resta del personal de la Ciudadela… aunque quizá debería decir, ya que esto tiene el carácter de un informe oficial, del Laboratorio de Investigaciones de Emergencia, Departamento de Defensa.
Sonrió con la mitad de su rostro mientras señalaba el puñado de hombres vivos que se encontraban en la habitación. Ardmore tardó un momento en comprender. Luego inquirió:
—¿Los panasiáticos?
—No. No, no los panasiáticos. Según creo, el enemigo no sospecha la existencia de la Ciudadela. No, lo hicimos nosotros mismos… Un experimento que salió bien. El doctor Ledbetter estaba realizando una investigación intentando descubrir los medios de…
—Eso no interesa ahora, coronel. ¿Quién ha tomado el mando? Yo tengo que cumplir las órdenes recibidas.
—¿El mando? ¿El mando militar? ¡Dios mío! Hombre, no hemos tenido tiempo de pensar en eso… todavía. Espere un momento.
Echó un vistazo por toda la estancia y contó las narices vivas que había en ella.
—Yo soy el superior aquí… y aquí están todos. Supongo que esto me transforma automáticamente en el jefe.
—¿No hay oficiales de línea?
—No. Todos pertenecen a comisiones especiales. Eso me convierte en el jefe. Bien. Siga con su informe.
Ardmore miró los rostros, uno tras otro, de la media docena de hombres que había en la habitación. Estos seguían la conversación con un interés bastante apático. Ardmore titubeaba antes de comunicar el mensaje. La situación había cambiado. Quizá no debería darlo…
—Se me ha ordenado —dijo al fin eligiendo las palabras— que informe a su general que ha sido separado del mando supremo. Que debe de operar con independencia y proseguir la guerra contra el invasor según su propio juicio. ¿Sabe usted? — continuó—, cuando dejé Washington, hace doce horas, sabíamos que allí estaba todo perdido. Esta concentración de poder cerebral en la Ciudadela era el último baluarte militar que nos quedaba.
Calhoun asintió con la cabeza.
—Ya comprendo. Un gobierno difunto envía órdenes a un laboratorio difunto. Cero más cero es igual a cero. Resultaría todo muy cómico si uno estuviera de humor para reír.
—¡Coronel!
—¿Qué?
—Esperamos sus órdenes. ¿Qué se propone usted hacer con ellos?
—¿Hacer con ellos? ¿Qué es lo que se puede hacer?
—Seis hombres contra cuatrocientos millones… Supongo —añadió el coronel— que para hacer las cosas de acuerdo con las ordenanzas militares, yo debería extender la licencia por escrito a todos los que queden del Ejército de los Estados Unidos y luego despedirme amablemente de ellos. No sé a dónde me pueda conducir esto. Quizás al harakiri. Aunque quizás usted no me ha comprendido bien. Esto es todo lo que queda de los Estados Unidos. Y quedan porque tres panasiáticos no lo han descubierto.
Ardmore se humedeció los labios.
Se explicó:
—Al parecer, yo no he expuesto con claridad la orden. Esta es: hacerse con el mando de todo y… ¡proseguir la guerra!
—¿Con qué?
Ardmore midió de pies a cabeza a Calhoun antes de contestar.
—No se preocupe. Ya no le alcanza a usted la menor responsabilidad. Vista la situación, que ha cambiado, y de acuerdo con las reglas de la guerra, yo, como oficial de línea superior, ¡asumo el mando de este destacamento del Ejército de los Estados Unidos!
La frase permaneció flotando durante veinte latidos.
Al cabo, Calhoun se irguió e intentó cuadrar sus caídos hombros.
—Perfectamente correcto, señor. ¿Cuáles son sus órdenes?
«¿Cuáles son mis órdenes? — se preguntó Ardmore—. Piensa de prisa, Ardmore, ya que has dado la cara… Ahora, ¿qué es lo que vas a hacer? Calhoun tenía razón al decir: “¿Con qué?” Sin embargo, no puede uno cruzarse de brazos y ver cómo cae a pedazos lo que queda de la organización militar. Tienes que decir algo, Ardmore, y tiene que ser algo práctico. Por lo menos, lo suficientemente práctico para detenerles el tiempo necesario para pensar algo mejor. ¡Adelante, hermano, adelante!»
—Creo que lo mejor es, ante todo, examinar la nueva situación —dijo—. Coronel, ¿quiere usted hacer el favor de pedir que el personal que queda se acerque a mí? Digamos que se ponga alrededor de esa gran mesa. Creo que esto es conveniente.
—Por supuesto, señor —contestó el coronel.
Los otros, que habían oído la orden, se acercaron a la mesa.
—¡Granara! — continuó el coronel—. Y usted… ¿cómo se llama? Thomas, ¿no es cierto? Ustedes dos lleven el cuerpo del capitán MacAllister a algún otro sitio. Déjenlo en el corredor, por el momento.
El trabajo de quitar de en medio a uno de los numerosos cadáveres y de reunirse todos los vivientes alrededor de una mesa pareció limpiar el aire de irrealidad y enfocar las cosas debidamente. Ardmore sentía más confianza en sí mismo cuando se volvió de nuevo hacia Calhoun.