Jeanne Cordelier - La escapada
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La escapada: resumen, descripción y anotación
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Al poli que me preguntaba por qué, pude haberle contestado que por la sencilla razón de que estaba harta de limpiarme los dientes con un cepillo para seis, que había que frotar en una pastilla de jabón de cocina que se pudría al borde del fregadero. O también que la caza de chinches ya no me apasionaba.
—¿Es que te coñeas de mí, o qué? —hubiese bramado mi interrogador, la cara congestionada, según descargaba el puño sobre la mesa movilizando kilos de polvo.
Pero no dije nada de eso. Lo que hice fue contestar, tan serenamente como pude:
—Me había citado con un hombre en ese lugar y le esperaba.
Él, muy cuco, aprovechó la frase para replicar, al tiempo que me dedicaba, como filtrándola entre sus párpados de batracio, una mirada inquisitiva:
—Y las otras dieciocho también estarían de citote, digo yo…
Yo agaché la cabeza, rebusqué en el bolso y encendí un gitane emboquillado. Él continuó a la máquina, con su atestado, dirigiéndome al mismo tiempo preguntas a las que respondía yo extremando las evasivas. Lo que más me fastidiaba en ese instante, a decir verdad, era que no me diferenciase para nada de las otras. Cosa que hubiera dejado una esperanza…
—Por lo que a mí respecta, sabe, es la primera vez. La primera.
¡No pueden ustedes hacerse una idea de cómo se cachondeaba el hombre! ¿Me escuchaba? Tuve en el estómago la brutal sensación de un puñetazo cuando dijo:
—De ser así, vamos a hacerte unas fotos.
La frase cobró vida propia en mi imaginación y tuve que contenerme para no suplicar, para no arrodillarme y decir: «Sea usted bueno, se lo ruego. No volveré a hacerlo. Se lo prometo. Se lo juro».
¡Buena la habría hecho! ¡Todas mis protestas de afecto hacia las chicas, a hacer puñetas! ¡Toda una reputación destrozada por un momento de debilidad!
Por suerte me recobré según proclamaba a flor de labios:
—Le aseguro que se equivoca. Ya ve usted que ni siquiera voy vestida como las demás…
La redada ocurrió a primera hora de la noche y yo, ocupada en ese momento, no tuve tiempo de cambiarme e iba de calle. Las otras, en cambio, estaban ya en ropa de escena.
Pero mi guindilla ni se dignó reparar en estos pormenores indumentarios. ¡Clic clac! Ahí iba el punto final de una página bien colmada, más, ciertamente, de lo que a mí me habría gustado. Me quedé a la espera del: «Bueno, listo. Puedes marcharte. Haremos pasar a otra».
Pero la mágica invocación se retrasaba. ¡Mi alhaja con dientes se dedicaba ahora a releer! Lo aproveché para lanzar una rápida ojeada hacia las compañeras de fatigas, que ocupaban las tres mesas restantes.
Kim respondía maquinalmente, soltando en plena jeta del poli que se encargaba de ella las bocanadas de su Marlboro extralargo.
Para Pascale la cosa se reducía al pánico, sin más. Era la primera vez que la pescaban, como a mí; con la diferencia de que yo llevaba un año de trote a mis espaldas. Pascale se había estrenado la víspera. El choc emocional es una realidad, por si no lo sabían ustedes. Tan pronto enfiló el pasillo del Quai des Orfèvres, Pascale se puso a orinar tal cual: de pie y caminando. Total, entre la meada y las lágrimas, un diluvio. Las otras se reían, y yo las imité por no imitarla a ella.
Más tarde, a la espera del interrogatorio, nos hicieron ocupar los bancos de un corredor pintado de un amarillo sucio. Pascale, que había vuelto hacia Brigitte un rostro arrasado por las lágrimas, lloraba ahora con redoblado ímpetu y se lamentaba de la hora en que se le ocurrió la idea. Fue en ese instante cuando a las otras les entró el cerote.
—¡Fijaos, fijaos en la mema ésta! No aguantará jamás el golpe. Nos manda el cotarro a hacer puñetas. ¡Vamos, como si lo viera!
Entonces se pusieron a hablar todas a un tiempo, sin reparar siquiera en los dos maniquíes que echaban raíces junto a la puerta. La desconfianza dio paso a la inquietud.
—¿En qué estás pensando, di? ¿Quieres que por tus chorradas nos planten en la calle? ¿Es eso lo que buscas? ¡Un poco de coraje, maldita sea! ¡Que los guris te vean como un sol. No es momento de andarse con pamemas! Y no lo olvides, estabas allí por casualidad. Te habías citado con un tipo que conociste en la terraza de un café. Georges, Jacques, me lo bautizas como quieras. Y, aparte de eso, no sabes nada, no conoces a nadie, ¿entendido? De la habitación, ni torta. A nosotras, no nos has visto en tu vida. La patrona no existe; y de los corredores ¡ni idea! ¿Estamos?
La nueva cabeceaba diciendo que sí mientras se sorbía los mocos que le corrían por las manos crispadas. La Zona sacó un pañuelo de su bolso.
—¡Basta ya, sécate esos morros!
A continuación encendió dos gitanes y me dio uno.
—¡Reza algo para que ésa no se nos arrugue! —exclamó.
Padre nuestro que estás en los cielos, quédate allí y nosotros seguiremos en la tierra, que es a veces tan hermosa… ¡Ya está! ¡Otra vez lo mezclaba todo! El catecismo y Prévert, el colegio y el lupanar. Le pregunté a France —no me hacía a llamarle «la Zona»— si tenía miedo. Ella me respondió que no le gustaban los pájaros y que éstos abundaban en Saint-Lazare.
La comparecencia procedía por orden alfabético. Todas las cabezas viraron hacia la voz somnolienta del agente de guardia.
—¿Cómo te llamas, France?
—Derain Martine.
—¡Qué curioso que nunca haya pensado en decírnoslo! Yo… Marie Mage.
—Y, suponiendo que se nos hubiese ocurrido, ¿con eso qué ganábamos?
Yo estuve a punto de responderle no sé qué, pero la voz del agente me dejó con la palabra en los labios. La Zona se alejaba ya haciendo resonar las baldosas con un resuelto taconeo. Prisionera del vestido negro que le había regalado yo un año antes, desapareció tras una puerta. Pascale, la cabeza abandonada entre las rodillas, seguía llorando.
Ahora la vigilo por el rabillo del ojo, también yo temerosa de lo que pueda decir. Valérie, que está ante la mesa del fondo, hace sonar una hermosa risa al tiempo que, medio tumbada sobre la máquina de escribir, jura que ella no tiene empresario.
—¡Venga ya! ¡Con el tiempo que hace que me conocen podrían ahorrarse ese tipo de preguntas! Yo me defiendo solita y por mí misma. No sé las veces que me habréis empaquetado, y siempre volvemos a la misma canción: que cómo se llama mi chulo. No tengo chulo. Que no lo tengo y no lo tengo. A ver si cambiamos de gaita.
Se pasa entonces la mano por su melena oxigenada y agrega:
—Sola, solterita. Los francos que me saco, los quiero para mí, para mí, sosaina.
Irritado, el inspector la rechaza sin ningún miramiento. Ella le zarandea el bolso ante las narices.
—¡Yo voy por cuenta propia, le guste o no!
Nos retiramos las dos al mismo tiempo. Pascale, entretanto, se dedica a recoger el contenido de su bolso, desperdigado por todo el escritorio.
La jaula que nos destinan sólo tiene bancos. Bancos y nada más. Somos diecinueve las que esperamos ahí el amanecer. Pascale ha dejado de llorar y la animamos a coro. Se ha salido airosa del paso y ahora goza de nuestra más alta consideración.
—Por esto hemos pasado todas, y ya sabemos que no tiene pizca de gracia. Fíjate en la pequeña Sophie, que también se estrena.
Yo ensancho el pecho. ¡Cuánto tiempo ha tenido que pasar para que me aceptasen! Pero ¿es de verdad? La Zona me larga un codazo.
—¡Es la estrena lo que cuenta! —exclama. Y luego, en tono más bajo, agrega—: Yo estoy con la mierda al cuello, ¿sabes? A mí me enganchan. ¿Me traerás pitos?
—¿Cómo, que te enganchan?
—Que me van a retener en Saint-Lagó. Soy menor.
—¿Retener? ¿Qué quieres decir, retener?
—¡Pues retener!
—De eso, ni hablar. Mira, yo te largo mis papeles y tú te sales del brete. Yo diré que los míos los he perdido, y se lo tragarán.
—Eres una joya, pero estás chalada.
—No, Franzie, que no quiero que te casquen ahí. Ya verás como resulta. A mí me da igual. Yo no tengo miedo.
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