Lo que trajo el mar
Frank Báez
Laguna Libros
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P RIMERA EDICIÓN
Ediciones Aguadulce, San Juan, 2017
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C ARÁTULA
Alejandro Londoño
ISBN 978-958-5474-59-8 (epub)
ISBN 978-958-5474-58-1 (impreso)
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ÍNDICE
KARATE KID
Creo que fui el único de mi generación que odió Karate Kid. Al contrario de mis amigos, que tenían la película grabada en VHS y la ponían a cada rato, yo apenas la disfrutaba. Tal vez se debía a que el protagonista se parecía a Carlitos, el vecino que me hacía bullying. Papá nos había apuntado a mi hermana y a mí en karate durante el boom de las artes marciales que provocó la película en Santo Domingo. No exagero. La academia de Miramar la abrieron una semana después de que pasaron Karate Kid en Teleantillas. Todo el mundo hablaba de la película. Los que sufrían bullying se identificaban con Daniel Larusso, el protagonista, pero lo absurdo era que en él también se reconocían los que lo hacían. De igual modo, resultaba raro que quisieran aprender karate en una academia, cuando lo que la película mostraba era que quienes asistían a una eran de hecho los abusadores. Cada vez que entraba un nuevo a la clase yo me preguntaba si venía porque sufría bullying o si era un abusador, o incluso si era víctima y verdugo, categoría a la que pertenecía la mayoría. En mi caso, me apuntaron porque era víctima. Bueno, también porque a papá le encantaba el taekwondo y quería que mi hermana y yo aprendiéramos. Pero sobre todo porque era víctima.
Dirigida por John G. Avildsen y protagonizada por Ralph Macchio y Pat Morita, Karate Kid fue uno de los éxitos comerciales de los ochenta. El filme relata la manera en que el adolescente Daniel Larusso se muda de New Jersey e intenta adaptarse con su madre soltera a la costa oeste de los Estados Unidos. Su primera noche en la ciudad, Daniel coquetea con una porrista rubia de clase alta y termina peleando con el exnovio de ella, un chico de nombre Johnny, aprendiz de karate, quien junto a sus compinches se dedica en lo adelante a acosar al forastero. Tras varias agresiones, Daniel es auxiliado por el conserje de su condominio, el viejito japonés, Míster Miyagi, que le enseñará los misterios del karate sirviéndose de las tareas domésticas. Así vemos escenas en que el protagonista encera carros antiguos y pinta cercas, labores que en un principio no parecen guardar relación con el karate, pero a medida que avanza la película notamos su eficacia. Gracias a los entrenamientos de Míster Miyagi, Daniel logra vencer a Johnny en un torneo de karate, es coronado campeón y se queda con la porrista rubia. La moraleja de esta película confirmaba uno de los eslóganes más recurrentes de Hollywood: con trabajo y dedicación, el débil se impone al fuerte. Lo que hizo que una gran audiencia que necesitaba saber que era posible superar el bullying conectara con la película. Pero en la vida real esto no sucedía.
En mi caso, el acoso empezó cuando yo tenía ocho y mi tío se alistó en el ejército. Mi tío era un gigante, medía seis pies cinco pulgadas y jugaba de centro en el equipo de básquet. Compartíamos una habitación tan pequeña que él debía dormir en una de esas camas sándwich que todas las mañanas guardaba en el clóset. Casi no cabía en la cama y las piernas le colgaban fuera, por lo que, si me venían ganas de ir al baño de noche, tenía que cruzar con cuidado para no chocar con él y despertarlo. Dada su imponente presencia, ninguno de los abusadores se atrevía a ponerme un dedo encima. Ante esos niños que les bajaban los pantalones en las esquinas, que eran lanzados a los tanques de basura o a los que les caían a pelotazos, yo era un privilegiado.
Sin embargo, a las pocas semanas de la partida de mi tío, sufrí mi primer acoso. Retornaba de comprarle una Marlboro a papá, cuando me topé con Carlitos, que paseaba a su dóberman. No es que fuera la primera vez, ya que siempre que me los topaba el perro me ladraba y Carlitos payaseaba con que soltaba la cadena, pero esa tarde no hizo el amague, sencillamente la soltó y el dóberman se abalanzó hacia mí y me mordió la pierna derecha. Creo que me la hubiera arrancado si no me hubiese escabullido. Mis padres notaron inmediatamente mis lagrimones, la sangre goteando y la herida, soltaron lo que tenían agarrado y arrancamos a Emergencias. Mientras era atendido, ellos fueron a la casa de Carlitos para averiguar si el perro estaba vacunado contra la rabia. En caso de que no lo estuviera, tendrían que puyarme con una inyección gigantesca en el ombligo. La mamá de Carlitos no estaba segura de las vacunas y el doctor me inyectó por si las moscas, aunque no en el ombligo como me habían advertido, sino en un hombro.
Tanto para mis padres como para la madre de Carlitos se trató de un accidente. De hecho, los padres nunca solían darse cuenta del bullying. Los abusadores de mi barrio rara vez golpeaban en la cara, ya que eso podía dejar marcas y los adultos se podían enterar de lo sucedido y denunciarlos. Por lo general teníamos morados, cicatrices y quemaduras en las partes menos visibles del cuerpo. Hasta una noche en que llegué sangrando por la nariz. Me habían golpeado en la cara sin querer. Eso mismo les conté a mis padres mientras me curaban.
—Eso fue queriendo —insistió mamá.
Tan pronto detuvieron la hemorragia, papá trajo de su biblioteca algunos de sus libros de artes marciales. Hasta me enseñó algunas técnicas de patadas y bloqueos para servirme de ellas cuando me enfrentara a los agresores, pero solo contribuyeron a que me atacaran con más saña. Una noche regresé cojeando, y se decidió que me apuntarían en clases de karate. No solo me inscribieron a mí, sino también a mi hermana. Que ella me acompañara a las clases de karate les daría ideas a los abusadores para nuevos insultos. Cuando uno sufre de bullying suele analizar todas estas cosas. Ahora bien, quien estaba realmente molesta era mi hermana, que en vez de karate quería que la apuntaran en clases de manejo. Antes de que mi tío se alistara en el ejército, le había estado enseñando a escondidas. Pero la decisión estaba tomada, y el lunes mamá se apareció con dos kimonos.
La academia estaba ubicada en el segundo piso del club Miramar y consistía en un amplio salón que tenía las paredes cuarteadas, las ventanas desvencijadas y el techo descascarado. Desde la calle se oían los gritos de los estudiantes. Hacían fila para patear una placa de radiografía que el sensei les tendía. Las buenas patadas le sacaban los mejores sonidos. Al asomarme me ocurrió lo mismo que a Daniel Larusso cuando entra en la academia de los Cobra Kai con la intención de apuntarse y se topa con que los estudiantes son aquellos que lo acosaban. De pie en la fila, aguardando su turno para patear la radiografía, estaba Carlitos y, tras él, los demás abusadores. Ya no había marcha atrás.
Calculé que tenía dos posibilidades. La primera era que los abusadores se cansaran de acosarme, pero a medida que pasaban los días los insultos y los empujones incrementaban. La segunda era que el sensei intercediera por mí. Una vez comentó que el taekwondo era un arte espiritual y que el practicante nunca debía abusar de los más débiles. Aquello me infundió esperanzas y hasta pensé que se había dado cuenta de lo que sucedía, pero nunca volvió a traer el tema a colación. No era muy común que se despachara con un discurso de motivación o dijera cosas zen a la manera de Míster Miyagi. Se conocía bien. Sabía que no era un buen orador y que su fuerte estaba en su destreza física. Solía explicarnos las cosas con ejemplos concretos. Una vez colocó una pila de ladrillos en medio del salón y se agachó con los ojos cerrados por unos minutos hasta que llegase el momento adecuado para asestar el golpe. Cuando logró el grado más alto de concentración y de expectativa de parte nuestra, profirió un grito, luego lanzó un golpe e hizo puré los ladrillos. Era como una escena de