Dedicado a mis padres, hermana, esposa, familiares y amigos. Sin ellos nada sería posible.
Prólogo
“Llamadme Ismael”. A continuación se refieren algunos relatos, los cuáles no transcurren “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, ni en una época en que “Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”, aunque bien podría ser aquella, permitidme utilizar ahora mi lengua nativa, en la que ”It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness (…) it was the season of life, it was the season of darkness, it was the spring of hope, it was the winter of despair…”.
Así y aquí da comienzo mi colección de clásicos de la literatura universal. Libros que me marcaron. Aquéllos que cuando veía en una biblioteca o en una librería maldecía no poder leerlos y disfrutar de su lectura, pues lo había hecho ya. Aquéllos que cuando terminaba de leer me preguntaba ¿Y ahora qué leo?
Me propongo de forma modesta, que el lector que tenga a bien leer estos relatos, no sólo disfrute de los mismos sino que también sienta curiosidad por alguno de aquellos clásicos que no haya leído aún, aquí referenciados y asociados a cada uno de los relatos, y de esta manera se decida a hacerlo. Puedo decir que nunca se arrepentirá y lo agradecerá toda la vida, pues no tiene precio disfrutar de su lectura.
Móstoles, doce de abril de dos mil dieciséis.
El 19
“Probablemente habréis visto embarcaciones raras en toda vuestra vida: algunas de alta popa, gigantescos juncos japoneses, galeotas como latas de mantequilla, y un enjambre más, pero creedme, jamás en vuestra vida habréis visto embarcación tan rara como era esta veterana Pequod” (Moby Dick).
“El diecinueve, el diecinueve, que es el diecinueve” gritaba y corría como un loco. “Nos llevará al hotel, creedme”, y cuando se giró para decirnos esto último, supe al momento que estábamos perdidos. Pude vislumbrar la locura dibujada en el rostro de mi primo Miguel, aquel mismísimo rostro que debió tener el torturado capitán Ahab a bordo del Pequod en su viaje al infierno en busca de la Gran Ballena Blanca.
Como si de los arponeros Queequeq o Tashtegoo nos tratásemos, Doncel y yo seguimos aquella perturbada figura en su locura. Seguimos como si tras aquella carrera nos esperara el mismísimo doblón de oro del capitán Ahab (“aquella moneda colocada en medio de una cruel tripulación y venerada por la misma como talismán de la ballena blanca”), y aquel dichoso 19 nos llevara a nuestro Nantucket particular, nuestro querido hotel.
Llegamos a tiempo, pero donde obviamente no llegamos, como el lector ya habrá podido imaginar, fue al hotel, ni a maldito lugar cercano al mismo. Estábamos perdidos en algún lugar de las afueras de Múnich, en algún suburbio de la ciudad en la fría y oscura noche muniquesa.
Repentinamente apareció un “algo destartalado” taxi, que a mí me produjo la misma impresión que debió experimentar Ismael cuando divisó el descolorido y un poco maltrecho “Albatros” después de años de travesía. Una tremenda sorpresa en esos momentos; como la que pude sentir hace muchos años ya, tantos que ni siquiera recuerdo mi edad entonces, cuando leí “Los renglones torcidos de Dios” de Torcuato Luca de Tena; o la que debió sentir aquel tipo que regentaba un pub en Dublín cuando un día en que nos sorprendió una repentina lluvia a mi amigo Doncel y a mí en aquella ciudad, de las que tanto abundan allí (al menos no nos había llovido en Galway ni en sus espectaculares acantilados), y entrando en dicho pub cerca de O´Connell Street para resguardarnos de la lluvia, yo le pedí media pinta de cerveza, lo que debe estar reservado prácticamente en aquel país para las mujeres (según me comentó tiempo después un profesor de la Escuela Oficial de Idiomas -excelente institución pública para aprender un idioma-), y me miraba incrédulo como si estuviera enfermo o me pasara algo. Tengo que confesar, amigo lector, que yo me temo que si ese día nos hubiera acompañado nuestro amigo Josega, que solo bebe bebidas azucaradas, aquel tipo y los parroquianos que allí había nos echan a patadas del local sin contemplaciones.
Imagen de la céntrica y popular cervecería Hofbrauhaus en Múnich. A la salida de la misma comenzó la pesadilla.
El caso es que igual que el “Albatros” iba camino de Nantucket, nuestro taxi, llevado al timón por uno de esos ciudadanos de mundo con sus rastas y la música reggae a todo gas, nos llevó hasta nuestro Nantucket particular, el Hotel Ibis; pudiendo por fin dar descanso a nuestros cansados cuerpos gracias a nuestro insigne taxista. Esto último también gracias a mi primo, pues tuvo a bien darnos merecida tregua esa noche de sus espantosos ronquidos con los que llevaba martirizándonos varios días ya.
Aquel episodio, he de admitir, me produjo una cierta quiebra en la confianza y credibilidad que profesaba a mi primo, y que me duró el resto del viaje. No comenzaría a recuperar dicha confianza hasta semanas después de aterrizar en la terminal de llegadas del aeropuerto de Barajas.
La gacela de Somosaguas
“¡Soldados! El ejército ruso se enfrenta a nosotros para vengar el ejército austríaco de Ulm (…) ¡Soldados! Yo mismo guiaré vuestros batallones. Me mantendré alejado del fuego, si vosotros con vuestra acostumbrada valentía lleváis a las filas enemigas al desorden y la confusión; pero si por un momento la victoria fuera dudosa, veríais a vuestro emperador exponerse a la primera línea de fuego del enemigo porque no puede haber vacilación en la batalla, especialmente en este día en el que se trata del honor de la infantería francesa, tan necesario para el honor de nuestra nación (…)” (Guerra y Paz. Extracto de la arenga de Napoleón a su ejército la víspera de la batalla de Austerlitz).
La vociferante muchedumbre de estudiantes de Ciencias Políticas y Sociología esperaba con impaciencia. Entre ellos, de manera desapercibida y sigilosa, como una sombra, se movía nuestro amigo Ángel buscando el lugar propicio a sus propósitos. Luis Miguel, Marta, Alberto y yo nos dábamos cuenta de lo que allí estaba pasando. Miré a mi derecha y pude ver que a unos cuantos metros se encontraba también mi prima Raquel (pues había estudiantes de Empresariales entre la muchedumbre). Tampoco ella era ajena a los movimientos de mi amigo pues algo se olía puesto que conocía muy bien a nuestro protagonista y sabía lo que se proponía. No era mi prima mujer que se dejara avasallar; sabía lo que se estaba tramando y no se iba a dejar adelantar.
Nos encontramos a principios de los noventa en un día lectivo cualquiera en el campus de Somosaguas de la Universidad Complutense. Un día que había comenzado con una de esas brumosas mañanas primaverales que dan lugar a jirones de niebla que rasgan el paisaje dándole un aire sobrenatural, antes de que salga el sol en todo su esplendor. Precisamente por la posición del mismo Ángel calculó que no le quedaba mucho tiempo y aceleró sus movimientos. En ese preciso instante vislumbró a lo lejos la familiar figura del “H” tomando la curva y encaminándose a la parada. Nuestro protagonista calculó en apenas unas décimas de segundo la velocidad y la trayectoria del autobús, colocándose de forma magistral en el lugar adecuado. El autobús paró y se abrieron sus puertas traseras para que se bajaran los pasajeros, pues solamente las delanteras eran para subir. Mientras bajaban los pasajeros cundía el nerviosismo por no perder la posición en la destartalada fila de estudiantes que esperaban para subir. De repente algo inesperado ocurrió. No se habían abierto aún las puertas delanteras cuando nuestro protagonista, que se encontraba justo delante de las puertas traseras, pues tal había sido su propósito, surgió entre la muchedumbre dando un salto de la nada. No había carrerilla previa pues no disponía de espacio, pero el salto era de una belleza sublime; un salto lleno de finura y elegancia, como el de una gacela, recortando su figura contra el sol del mediodía. La multitud ruge en un clamor de admiración y envidia al mismo tiempo, desconociendo tal vez que nuestro amigo era ducho en estas lides, y como soldado viejo, era un maestro en la estrategia de colocarse en la fila del “H”.
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