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Marisa Madieri - Verde agua

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Marisa Madieri Verde agua
  • Libro:
    Verde agua
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1987
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Verde agua: resumen, descripción y anotación

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Este relato-diario ha sido definido por la crítica italiana como un pequeño - photo 1

Este relato-diario ha sido definido por la crítica italiana como un pequeño clásico contemporáneo. El hilo conductor de la narración es el éxodo de los italianos de Fiume, ciudad que en 1947 pasó a Croacia, dentro de la antigua Yugoslavia. Marisa Madieri vuelve a encontrar en la memoria los episodios trágicos y cómicos que marcaron su infancia, las personas con las que creció —como la inolvidable abuela Quarantotto— y el ambiente del Silos de Trieste, «un paisaje vagamente dantesco, un nocturno y humeante purgatorio», en el que vivió junto con otros refugiados hasta hacerse adulta. A medida que el relato avanza, la escritura, precisa y sutil, revela una tensión entre la reapropiación del pasado y la incertidumbre frente al futuro, que desemboca en una actitud valiente y generosa ante la vida.

Marisa Madieri Verde agua ePub r10 Titivillus 150818 Título original Verde - photo 2

Marisa Madieri

Verde agua

ePub r1.0

Titivillus 15.08.18

Título original: Verde acqua

Marisa Madieri, 1987

Traducción: Valeria Bergalli

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

A Claudio 24 de noviembre de 1981 En la casa de mi abuela paterna en Fiume el - photo 3

A Claudio

24 de noviembre de 1981

En la casa de mi abuela paterna, en Fiume, el vestíbulo era amplio y luminoso. Contra una pared se apoyaba una gran mesa de madera maciza con patas extrañas, ora delgadas, ora voluptuosamente abultadas, que terminaban en grandes bulbos. En el largo recorrido entre la mesa y el suelo, su redondez a veces cedía bruscamente ante la angulosidad de un cubo, para después recomponerse enseguida en un nuevo y ágil tobillo o en una robusta pantorrilla. Mis dedos infantiles recorrían poco a poco aquellas curvas y aquellos recovecos, descubriendo nidos secretos de polvo que ni siquiera el riguroso y tal vez excesivo amor de la abuela por la limpieza lograba alcanzar.

Papá y mamá, por motivos económicos, fueron a vivir a casa de la abuela Madieri poco tiempo después de mi nacimiento y se quedaron allí dos años. El primer espacio para la aventura de mi vida, pues, el de las exploraciones a gatas en los laberintos domésticos, fue precisamente su vestíbulo, en el cual se me admitía de buena gana puesto que estaba casi desprovisto de adornos.

Incluso después del traslado de mis padres a la calle Angheben, donde permanecí hasta los once años, continué visitando habitualmente a aquella extraña y enigmática abuela, que me quería muchísimo. Era alta, recta y silenciosa.

Sus ojos, de párpados abultados, eran dos hendiduras ligeramente curvadas hacia abajo, su boca era fina y dura. Su rostro, de rasgos imperiosos, era suavizado por una nube de cabellos suaves y blancos, con alguna raya amarillenta, recogidos en un moño sobre la nuca. Cuando me tenía en sus brazos, yo hundía la cara en aquellos cabellos cuyo olor a limpio está ligado para mí, aún hoy, a su recuerdo.

Su pasado estaba envuelto en el misterio. Ni siquiera mi padre hablaba mucho de ello, y lo hacía sin ganas. Solo sé con certeza, por haberlo leído en su certificado de defunción, que había nacido en Vara ž din en el año 1868, que se llamaba Filippina Mileti ć y que se había casado con Giorgio Madjari Mileti ć , cuyo apellido sufrió a lo largo del tiempo dos reformas, convirtiéndose primero en Madierich y después en Madieri. El resto de su vida se desvanece en la leyenda. A partir de las escasas alusiones al asunto que se hacían en casa, pude reconstruir solo algunos hechos. De su matrimonio con el abuelo Giorgio habían nacido varios hijos, parece que nada menos que trece, entre partos individuales y gemelares.

Muchos habían muerto a una edad temprana, y respecto a los supervivientes se fabulaban destinos trágicos e insólitos. Una hija había muerto de pulmonía a los veinte años, justo el día de su boda, otra se había suicidado a los dieciocho años por amor. De esta última, Angelica, encontré hace poco una fotografía que la retrata, sonriente y luminosa, con una mano apoyada sobre un pequeño paraguas vaporoso y la otra sobre la falda larga, de la que levanta una punta con coquetería. De la cintura muy fina surge un grácil busto de muchacha, encerrado en una blusa blanca, a la que una corbata masculina otorga un aire grave.

Los cabellos oscuros y rizados están escondidos bajo un sombrerito impertinente adornado con un pequeño ramo de flores. Aunque no se me dijo nada más sobre esta tía, muchas son las cosas que se pueden leer en esa sonrisa y en esa mirada, de las que, no obstante la minuciosa intervención del fotógrafo para preparar la pose, se desprende un temperamento orgulloso y alegremente exuberante.

La abuela, pues, había estado casada durante largos años; después, de forma imprevista, en el año 1904 algo grave debió de trastornar su vida. Parece ser que el abuelo era en Vara ž din un rico comerciante en maderas. Tenía, en efecto, carruaje y caballos, pero también el vicio del juego.

Cuenta la leyenda que un día el abuelo Giorgio, habiendo perdido en el casino casa, carruaje y caballos, perdió también a su mujer, la cual, exasperada y embarazada de su último hijo, Luigi, mi padre, abandonó a la familia y se dirigió a Fiume. No sé si esta versión es del todo fiable, porque en tal caso la abuela, además de renunciar a su marido, habría renunciado también a sus hijos, a los cuales estaba muy unida y con los que mantuvo siempre contacto epistolar. Fie llegado a pensar incluso que mi padre pudo haber sido el fruto de una relación adúltera y que la abuela fue expulsada de su casa. Pero, aparte de que no hubo ningún desconocimiento de paternidad por parte del abuelo, me parece bastante improbable que una mujer ocupada en tantos embarazos tuviese el tiempo y las ganas de pensar también en aventuras extraconyugales.

Considero, por lo tanto, más razonable la versión mítica; es decir, que llegados a cierto punto la abuela dijo basta.

En Fiume, sola, desprovista de cualquier medio de subsistencia y con un hijo en camino, la abuela no se desanimó. Con su rostro impenetrable, escondiendo la incipiente maternidad bajo un estrecho corsé y una amplia falda, afrontó impasible un trabajo agotador y humillante para una señora de su condición social. La contrataron para limpiar en el casino de Fiume, con un horario duro y equívoco a los ojos de los bienpensantes.

Pero su voluntad férrea y el conocimiento de varias lenguas —el serbocroata, el húngaro, el alemán y el italiano— le permitieron convertirse muy pronto en la encargada del guardarropa. Esto supuso el comienzo de su relativa fortuna. De hecho, no fue el salario, sino las propinas de los ricos señores, lo que permitió a la abuela mantenerse ella misma y a su hijo con dignidad, y comprar, más tarde, el piso en el que vivía.

La ironía del destino quiso que precisamente el casino, que había supuesto el comienzo de la desventura en su vida, le ofreciera también más adelante la ocasión de alcanzar una orgullosa emancipación económica y espiritual, muy difícil para una mujer de aquella época.

El abuelo Giorgio fue borrado de su vida. Mi padre no solo no lo conoció nunca personalmente, sino que ni siquiera vio su rostro en una fotografía ni jamás oyó que la abuela lo mencionara. Solo se le informó de su muerte, que tuvo lugar varios años más tarde.

26 de noviembre de 1981

Vuelvo a encontrar, pues, en la memoria el vestíbulo luminoso de la abuela, al cual daban, dispuestas con regularidad las puertas de las otras habitaciones. A la izquierda, al fondo, estaba la cocina, blanca y extraordinariamente ordenada. El

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