Í N D I C E
Nunca le digas esto a las personas
que atraviesan por momentos difíciles:
una breve lista
Intenta con esto y ve si funciona:
una breve lista
Zach, mi amor,
ahora me doy cuenta de que
mi hermosa vida siempre fue para ti.
H ay una rama de la cristiandad que promete una cura para la tragedia. Recibe muchos nombres pero, con más frecuencia, se le denomina «evangelio de la prosperidad» por su audaz afirmación central de que Dios te concederá todos los deseos de tu corazón: dinero en el banco, un cuerpo sano, una familia próspera y felicidad ilimitada
Yo crecí en las praderas de Manitoba, en Canadá, rodeada de comunidades de menonitas. Por mi Biblia anabaptista me enteré de un pobre carpintero de Galilea que enseñó que una buena vida era una vida sencilla. Aunque la mayoría de los menonitas abandonaron hace mucho los tocados y las calesas, conservaron su preocupación sobre la avaricia de la vida moderna. Todos teníamos un abuelo que alguna vez arruinó un reluciente automóvil nuevo al pintarle de negro las defensas con tal de ocultarle el cromo y sabíamos que las palabras más sagradas aparte de las Escrituras eran «lo compré en oferta». Pero cuando tenía más o menos dieciocho años, empecé a oír sobre un nuevo tipo de fe que tenía una fórmula para el éxito, y para cuando cumplí veinticinco, viajaba por todo el país entrevistando a los famosos del evangelio de la prosperidad. A la larga, escribí la primera historia del movimiento de principio a fin.
Pasé años hablando con los telepredicadores que declaraban garantías espirituales de cómo recibir el dinero divino. Tomé las manos de personas en sillas de ruedas que oraban ante el altar para ser curadas. Pensé que estaba tratando de entender cómo fue que millones de habitantes de América del Norte empezaron a pedirle más a Dios. Cómo parecían querer un permiso para experimentar los lujos de la vida como recompensa de sus buenas acciones. Después de todo, el movimiento era más conocido en la cultura popular gracias a Jim y Tammy Faye Bakker, los reyes absolutos de los telepredicadores de la década de los ochenta. Su imperio mediático se derrumbó cuando condenaron a Jim por fraude financiero y el escándalo grabó en la mente de la mayoría de la gente la idea de que el evangelio de la prosperidad se refería fundamentalmente a tener grifos de oro, gruesos abrigos de visón y Mercedes Benz a juego para él y para ella.
Y sí descubrí que el evangelio de la prosperidad alienta a la gente (en particular a los líderes) a comprar aviones privados y mansiones de millones de dólares como evidencia del amor de Dios. Pero también observé el deseo de escapar. Los creyentes querían escapar de la pobreza, de la salud debilitada y de sentir que sus vidas son pozos sin fondo. Algunos querían un Bentley, pero lo que más deseaban era un alivio para sus heridas del pasado y el dolor del presente. La gente quería salvación frente a diagnósticos médicos sombríos; querían ver cómo Dios rescataba a sus adolescentes descarriados o a sus matrimonios fallidos. Querían talismanes para protegerse de los horrores que habitan las noches. Querían un mínimo de poder sobre las cosas que estaban deshaciendo sus vidas a pedazos.
El evangelio de la prosperidad es una teodicea: una explicación para el problema del mal. Es una respuesta a las dudas que destruyen nuestras vidas: ¿Por qué algunas personas sanan y otras no? ¿Por qué algunos dan un salto al vacío y aterrizan sobre ambos pies, mientras que otros terminan rodando hasta el fondo? ¿Por qué algunos bebés mueren en sus cunas y algunos seres amargados viven hasta que pueden ver a sus bisnietos? El evangelio de la prosperidad mira al mundo como es y promete una solución. Garantiza que la fe siempre encontrará el camino.
Me encantaría informar que lo que yo encontré en el evangelio de la prosperidad fue algo tan ajeno y terrible para mí que huí frente a la advertencia. Pero lo que descubrí fue tanto familiar como dolorosamente dulce: la promesa de que podía regir mi propia vida, minimizar mis pérdidas y erguirme sobre mis éxitos. Sin importar cuántas veces haya visto con sorna las extravagantes certidumbres del credo, de igual manera las ansiaba. Tenía mi propio evangelio de la prosperidad, un floreciente yerbajo que había crecido entreverado con todo lo demás.
Ya casada para cuando tenía más de veinte años y con un bebé cuando pasé de treinta, obtuve un empleo en mi alma mater justo al salir del posgrado. Las posibilidades de mi vida me dejaban sin aliento. De hecho, se me está volviendo cada vez más difícil recordar cómo me sentía, pero no creo que haya sido algo tan llano como el orgullo. Era, simple y sencillamente, la certidumbre de que Dios tenía un plan digno para mi vida en el que todos los reveses serían también un paso hacia delante. Quería que Dios me volviera buena y fiel, con apenas unos cuantos galardones relucientes a lo largo del camino. Cualquier cosa sería buena, siempre y cuando las dificultades fueran solo rodeos en el largo viaje de mi vida. Creía que Dios abriría el camino.
Ya no lo creo.
E N UN MOMENTO ERA una persona común, con problemas comunes. Y al siguiente, era una persona con cáncer. Antes de que mi mente pudiera entenderlo, estaba allí: creciendo para abarcar cada espacio que mi imaginación pudiera tocar. Una realidad nueva e indeseable. Había un antes y ahora también había un después. El tiempo aminoró la marcha a la extensión de un latido. ¿Estoy respirando? , me preguntaba. ¿Quiero hacerlo?
Todos los días rezaba la misma oración: Dios, sálvame. Sálvame. Sálvame. Oh, Dios, recuerda que tengo un bebé. Recuerda a mi hijo y a mi esposo antes de que me convierta en cenizas. Antes de que caminen solos por esta Tierra .
Le rogaba a un Dios del Quizá, que podría querer o no querer permitirme juntar más años. Es un Dios que amo y un Dios que me rompe el corazón.
Cualquiera que haya vivido las consecuencias de algo como esto sabe lo que significa la llegada de tres preguntas tan simples que parecen, a la vez, demasiado superficiales y demasiado profundas.
¿Por qué?
Dios, ¿estás aquí?
¿Qué significa este sufrimiento?
Al principio, esas preguntas tenían un enorme peso y urgencia. Podía escuchar a Dios. Casi podía descifrar una respuesta. Pero luego esta se ahogaba con lo que para este momento he escuchado cientos de veces: «No hay mal que por bien no venga» o «Dios escribe derecho en renglones torcidos». En apariencia, Dios también está ocupado cerrando puertas y abriendo ventanas. No se harta de hacerlo.
E L MUNDO DE LAS CERTEZAS había terminado y había tanta gente que parecía saber por qué. La mayoría de sus explicaciones eran frases de consuelo acerca de que incluso este es un plan secreto para mejorarme. «¡Dios tiene un mejor plan!» «¡Esta es una prueba que te volverá más fuerte!» A veces, estas explicaciones se adornaban con fragmentos bíblicos, como «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Romanos 8:28). Excepto que Pablo, el autor, veneró a Dios hasta que su cuerpo fue arrojado en una fosa común. Pero sabía lo que estaban diciendo. Sería bonito que las catástrofes fueran conspiraciones divinas para enmendar lo que el tiempo y la falta de fe le habían hecho a mi alma desorientada.
Otras personas querían tranquilizarme convenciéndome de que lo que había tenido era suficiente. «Cuando menos tienes a tu hijo». «Cuando menos tuviste un matrimonio maravilloso». Me lo habían quitado todo y lo que había acumulado se tasaba con gran cuidado.
Llegué a estar segura de que, cuando muriera, alguna encantadora idiota le diría a mi marido que: «Dios necesitaba un ángel». Porque, después de todo, Dios es así de sádico.