Mi cerebro en llamas
SUSANNAH CAHALAN
Mi cerebro en llamas
Su mente se convirtió en su mayor enemigo
Tradución de Carlos Ossés Torrón
KBG1
Mi cerebro en llamas
Título original: Brain on Fire
© 2012, Susannah Cahalan
© 2019, Kailas Editorial, S. L.
Calle Tutor, 51, 7. 28008 Madrid
Publicado por acuerdo con la editorial Free Press, una división de Simon & Schuster, Inc.
© 2019, traducción de Carlos Ossés Torrón
Diseño de cubierta: Rafael Ricoy
Diseño interior y maquetación: Luis Brea
Créditos de las ilustraciones:
Ilustración de Morgan Schweitzer: páginas 15, 69, 109, 162, 233, 316, 341.
Historial médico: páginas 111, 130, 132, 164.
Ilustración de Morgan Schweitzer y Susannah Cahalan: página 180.
Imágenes del Dr. Josep Dalmau, Universidad de Pensilvania, Departamento de Neurología: página 201.
Imágenes del Dr. Souhel Najjar, Centro Médico de la NYU, Departamentos de Neurología y Neuropatología: páginas 293 y 294.
ISBN ebook: 978-84-17248-50-5
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
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Dedicado a todos aquellos a los que la medicina
no les ofrece un diagnóstico.
Nota de la autora
La existencia del olvido nunca se ha demostrado:
solo sabemos que algunas cosas no nos vienen
a la cabeza cuando lo deseamos.
Friedrich Nietzsche
C omo consecuencia de la naturaleza de mi enfermedad y de los terribles efectos que ejerció en mi cerebro, solo recuerdo algunos retazos de episodios reales y alucinaciones breves, pero intensas, de los meses en los que se desarrolla esta historia. La mayor parte de ese tiempo es como una hoja en blanco o se muestra caprichosamente confusa. Como soy físicamente incapaz de recordar lo que pasó durante esos días, la redacción de este libro ha sido un ejercicio que me ha servido para comprender todos los sucesos de los que no he sido consciente. Aprovechando algunas técnicas que he aprendido en mi trabajo como periodista, he conseguido utilizar todas las pruebas de que disponía —cientos de entrevistas con médicos, enfermeras, amigos y familiares; miles de páginas de historiales médicos; el diario que escribió mi padre sobre este período; el cuaderno de bitácora que mis padres emplearon para comunicarse entre ellos, porque están divorciados; algunos fragmentos de imágenes de vídeo grabadas por las cámaras del hospital durante mi estancia en él, así como varios apuntes con anotaciones sobre los recuerdos, las consultas y las impresiones—, con objeto de volver a recrear ese pasado que me resulta tan esquivo. He modificado algunos nombres y ciertos rasgos físicos, pero por lo demás se trata de una obra basada en hechos reales, una mezcla de autobiografía y artículo periodístico.
Aun así, admito que no soy una fuente demasiado fiable. Por mucho que haya investigado, la conciencia que me define como persona no se hallaba presente en aquel momento. Además, no soy una escritora imparcial. En ese libro hablo de mi vida y en el fondo de este relato subyace el viejo problema del periodismo, lo cual lo embrolla cien veces más. Sin duda me he equ ivocado en algunas cosas, hay misterios que nunca llegaré a resolver y muchos momentos han quedado olvidados y no se recogen en este relato. Lo que resta, pues, es la investigación de una periodista sobre esa parte más profunda de nuestro yo —la personalidad, la memoria y la identidad—, en un intento de recomponer y comprender las piezas que han quedado sueltas.
Introducción
A l principio, solo hay oscuridad y silencio.
«¿Tengo los ojos abiertos? ¿Hola?».
No soy capaz de distinguir si estoy moviendo la boca o si mis preguntas llegan a oídos de alguien. Está demasiado oscuro como para verlo. Parpadeo una, dos, tres veces. Me invade un presentimiento sordo en la boca del estómago. Eso sí que soy capaz de identificarlo. Mis pensamientos se traducen lentamente en palabras, como si los sacara de una olla de melaza. Me sobrevienen las preguntas palabra por palabra: ¿Dónde me encuentro? ¿Por qué me pica el cue ro cabelludo? ¿Dónde están todos? Entonces aparece poco a poco el m undo que me rodea, al principio como si lo hiciera a través de un minúsculo agujero, cuyo diámetro se fuera expandiendo cada vez más; luego, los objetos comienzan a emerger de la oscuridad y se van volviendo más nítidos. Al cabo de unos segundos los empiezo a reconocer: un televisor, la cortina, la cama.
De inmediato comprendo que tengo que salir de aquí. Me abalanzo hacia adelante, pero noto que algo impacta contra mi cuerpo. Mis dedos encuentran un grueso chaleco de malla rodeando la cintura que me sujeta a la cama como si fuera —¿cuál es la palabra?— una camisa de fuerza. El chaleco está atado a dos rieles laterales de frío metal. Rodeo con las manos los rieles y tiro de ellos hacia arriba, pero las correas se me vuelven a clavar en el pecho y solo ceden unos cuantos centímetros. A mi derecha hay una ventana sin abrir que da a la calle. Coches, muchos coches amarillos. Taxis. Me encuentro en Nueva York. En casa.
Pero antes de que el alivio termine de aplacar mi ánimo, la veo. Es la dama púrpura. Me mira fijamente.
—¡Ayúdame! —le grito. Sin embargo, su expresión nunca cambia, como si no hubiera dicho nada. Vuelvo a luchar para soltarme de las correas.
—No empieces otra vez —canturrea, con un acento jamaicano que me resulta familiar.
—¿Sybil? —pregunto. Pero me doy cuenta de que no puede tratarse de ella. Sybil fue mi niñera cuando era pequeña. No la he vuelto a ver desde que era una niña. ¿Por qué escogería hoy para volver a entrar en mi vida?—. ¿Sybil? ¿Dónde estoy?
—En el hospital. Será mejor que te tranquilices.
No es Sybil.
—Me duele.
La dama púrpura se acerca a mí y me roza con los pechos en la cara mientras se inclina para desengancharme las correas; comienza por la derecha y luego pasa a la izquierda. Una vez que tengo los brazos libres, levanto instintivamente la mano derecha para rascarme la cabeza. Pero en vez de pelo y cuero cabelludo, encuentro una especie de gorro de algodón. Me lo arranco invadida por una furia repentina y levanto las dos manos para inspeccionarme la cabeza más a fondo. Detecto varias ristras de cables revestidos de plástico. Me arranco una —lo cual me provoca dolor— y la bajo a la altura de los ojos; es de color rosa. En mi muñeca hay una banda naranja también de plástico. Entrecierro los ojos, incapaz de enfocar las palabras, pero al cabo de unos segundos, las letras mayúsculas se vuelven más nítidas: riesgo de fuga .
Primera parte
LOCA
He sentido ese extraño zumbido de alas en la cabeza.
Virginia Woolf , Diario de una escritora:
extractos del Diario de Virginia Woolf
CAPÍTULO 1
El blues de las chinches
P osiblemente, todo comenzó con la picadura de una chinche, de una chinche que jamás existió.
Una mañana me desperté en mi apartamento y encontré dos puntos rojos sobre la gran vena azulada que me atraviesa el brazo izquierdo. Corrían los primeros meses de 2009 y la ciudad de Nueva York estaba infestada de chinches. Las podías encontrar por todas partes: en las oficinas, en los comercios, en los cines y hasta en los bancos de los parques. Aunque nunca he sido una de esas personas que se preocupan fácilmente, llevaba dos noches seguidas soñando con la invasión de una colonia de chinches que medían un dedo de largo. Mi inquietud tenía bastante lógica, aunque después de inspeccionar a fondo mi apartamento, no logré encontrar un solo bicho ni hallé ninguna prueba de su presencia. Solo estaban esas dos picaduras. Incluso llamé a un exterminador para que revisara mi apartamento, un tipo de rasgos hispanos saturado de trabajo que peinó toda la casa, levantó mi sofá cama y alumbró con una linterna algunas zonas que hasta entonces nunca se me habría ocurrido limpiar. Me aseguró que en mi estudio no había ni un solo insecto, pero, como no acababa de convencerme, le pedí que volviera otro día para que lo fumigara a fondo. A su favor debo reconocer que me aconsejó que me esperara unos días antes de desembolsar una suma astronómic a para eliminar lo que, desde su punto de vista, era una epidemia imaginaria. Pero insistí obstinadamente en que lo hiciera, convencida de que mi apartamento, mi cama y mi cuerpo estaban invadidos por una plaga de insectos. Así que acordamos que viniera otro día para exterminarlos.
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