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Sinopsis
En 2004, el Momofuku Noodle Bar abrió sus puertas en un espacio pequeño y austero en el East Village de Manhattan. Su joven chef y propietario, David Chang, trabajaba entonces en primera línea sirviendo ramen y bollos de cerdo a una mezcla de compañeros cocineros de restaurantes y comensales confundidos cuya idea del ramen era poco más que la de unos fideos instantáneos servidos en vasos de poliestireno. Hubiera sido imposible saberlo en ese momento, y ciertamente Chang habría apostado contra sí mismo, pero él, que había fallado hasta entonces en casi todos los esfuerzos de su vida, estaba a punto de convertirse en uno de los chefs más influyentes de su generación, impulsado por la pregunta: ¿qué pasaría si el underground pudiera convertirse en la corriente principal?
Comerse un melocotón navega con humor y honestidad a través de la aventura empresarial y culinaria de Chang y por los errores y los inesperados golpes de suerte que le llevaron a situarse en lo más alto de la industria gastronómica. Pero también destapa el daño que el éxito y la fama causaron en una personalidad tan vulnerable como la suya, quien luchó frente al alcoholismo, la depresión y un trastorno bipolar.
Un relato humano y perspicaz sobre lo que ocurre tras los fogones sobre la verdadera pasión y entrega por la cocina y acerca de la incertidumbre que rodea al futuro de la industria, tejido en una historia personal que no rehúye las confesiones incómodas ni los momentos más dramáticos, pero también disparatados y divertidos, en una confesión íntima de la creación de un chef y de la historia del mundo de los restaurantes modernos (que Chang ayudó a dar forma), y cómo descubrió que el éxito puede ser mucho más difícil de entender y gestionar que el fracaso.
Comerse un melocotón
Memorias
David Chang con Gabe Ulla
Traducción de Carmen Ternero Lorenzo
Para Grace y Hugo, con amor,
y para todos los que llevan las de perder
Prólogo
Soy capaz de autoconvencerme de cualquier cosa.
hace cuatro años firmé un contrato para escribir este libro. Le dije a la editorial que sería un manual de autoayuda sobre liderazgo, estrategia empresarial o asesoramiento para jóvenes chefs. Pero no estuvieron de acuerdo. Muchos meses después de que venciera el primer plazo, mi agente sentenció: «Tú dirás lo que quieras, Dave, pero esto son unas puñeteras memorias».
Pues que conste que yo sigo pensando que esto es un manual sobre lo que no hay que hacer cuando quieres empezar un negocio. Sigue pareciéndome absurdo que me pidan que escriba un libro sobre mi vida y, francamente, me preocupa cuánto ego me supuso aceptar.
Sinceramente, no entiendo qué puede atraer de mí.
¿Cómo es posible que, después de quince años oyéndome hablar de comida, restaurantes y muchas otras cosas para las que estoy aún menos cualificado, la gente pueda seguir queriendo más? ¿Por qué va a tener más valor lo que yo diga que lo que digan otros? ¿Qué hace que la gente crea que yo puedo saber más que ellos?
No son preguntas retóricas. Se las hice a mi editor.
—¿Debería incluir recetas?
—No, este libro no va de eso.
—¿Estás seguro? ¿No puedo meter alguna para rellenar?
—Sí, estoy seguro. No puedes.
Mucho después, cuando llegó el momento del diseño, hubo cierta discusión sobre la imagen de la cubierta. El editor quería poner una foto mía, como se suele hacer en las memorias, pero yo no podía imaginarme retratado en las estanterías de una librería.
Al final decidimos poner una ilustración. El editor preparó un bosquejo con la imagen de Idris Elba para que me hiciera una idea de lo que él quería. A mí me gustó tanto que insistí en que dejaran la imagen de Elba en vez de poner la mía, pero no hubo forma. Teníamos varias alternativas: algunos paisajes agradables y acuarelas de melocotones, como los que tienen los dentistas en las consultas; un par de ideas sobre el mito de Sísifo, que siempre me ha inspirado, y dos retratos que me hizo mi amigo David Choe, el segundo sin rasgos faciales (todavía no tengo muy claro qué quería simbolizar con eso).
Me gustó el que tenía cara y pensé que podría ser una buena solución, porque, aun siendo un retrato mío, era lo suficientemente impresionista como para poder soportar que estuviera en la cubierta de un libro. Pero, claro, para entonces el editor se había convencido de que sería mejor alguna de las cubiertas de Sísifo, porque pensaba que sería más comercial, aunque a mí me parecía demasiado establecer una comparación entre mi experiencia y la del personaje mitológico. (De todas formas, si te fijas, verás que el que está llevando el melocotón cuesta arriba no soy yo, sino Oddjob, el prototipo del malo asiático en el cine.) Le estuvimos dando vueltas durante mucho tiempo, pero no soy de los que se dejan convencer fácilmente por opiniones generales y sin confirmar. Yo creo firmemente en los datos, así que hicimos un sondeo.
De los cientos de personas que votaron, muchos no tenían ni idea de quién era, y alrededor del siete por ciento sabía «bastante» o «mucho» sobre mí. Con todo, la inmensa mayoría prefirió la cubierta que tienes ahora en la mano, y a mí me pareció bien. Aunque tengo que admitir que no me enorgullece cambiar de opinión. Nunca me ha gustado el dicho según el cual «hay que tener convicciones fuertes y, al mismo tiempo, estar dispuesto a cambiarlas con facilidad».
Sin embargo, sí que me gustó lo rigurosa que fue la encuesta. Por ejemplo, a cada uno de los participantes se le pidió que señalaran las partes que menos le gustaban de las cubiertas que habían rechazado. Sus preferencias se mostraban en gráficos que resaltaban el área seleccionada con más frecuencia, es decir, la que menos les gustaba. Te enseño un par de ellas para que las veas:
También se les pedía que señalaran lo que menos les gustaba de las que habían seleccionado. Los que preferían la imagen sin rasgos marcaron el nombre como lo que más les molestaba.
Muy bien, o sea que el problema estaba en mi cara y mi nombre. Tengo que admitir que fue un poco desconcertante: por una parte, porque siempre he sido muy sensible a los detalles de mi apariencia física y el carácter asiático de mis rasgos y mi nombre; y, por otra, porque seguía sin entender por qué alguien querría leer este libro. Pero, como he dicho, respeto los datos, así que atenuamos el nombre y le quitamos la cara. Si te ayuda a disfrutar más del libro, yo no tengo ningún problema en que te imagines que lo ha escrito un autor blanco que se llama David Chance.