Liz Fielding
Engaños Inocentes
Título Original: The baby plan
– ¿UN NIÑO? ¿Que has decidido tener un niño? – Amanda Garland Fleming no decía nada; simplemente esperaba que Beth recuperase la mandíbula inferior del suelo-. ¿Perdona? – la expresión de la joven era de incredulidad-. ¿No te falta algo para eso? ¿Un marido, por ejemplo? ¿O un novio? Ni siquiera sabía que estabas saliendo con alguien – añadió, mirando el calendario-. No será el día de los inocentes, ¿verdad?
Siempre directa al grano. Así era Beth.
Como la pregunta era puramente retórica, Amanda la ignoró.
– ¿Te importaría pedirle a Jane que saliera a comprarme estos libros cuando tenga un momento?
Beth levantó las cejas, mientras leía la lista de títulos sobre el embarazo y la educación infantil.
– ¿Un poco de lectura nocturna?
– Un poco de investigación. Quiero enterarme bien del tema.
– Esperemos que, «cuando te enteres bien del tema», recobres el sentido común. Incluso puede que te des cuenta de que hay un pequeño fallo en tu plan. Para tener un niño hacen falta un hombre y una mujer, querida; ni siquiera el famoso talento organizador de Amanda Garland es capaz de conseguir un milagro.
– Al contrario. Los avances científicos aseguran que el hombre es cada día más prescindible.
Los ojos de Beth brillaron, traviesos.
– Prescindible, pero divertido.
Amanda no pensaba discutir aquello.
– Los libros, por favor. Y ácido fólico.
– ¿Ácido fólico?
– Mi médico me ha aconsejado que empiece a tomarlo antes de quedarme embarazada.
– ¿Ya has hablado con el médico? ¿Y qué ha dicho?
– Me ha dicho que tome ácido fólico.
Beth esperó a que Amanda dijera: «No, tonta, es una broma». Pero no fue así.
– Entonces, ¿es en serio? ¿Vas a tener un niño de verdad?
Amanda Garland Fleming era una mujer independiente desde los dieciocho años y nunca había lamentado una sola de sus decisiones. Establecida como una mujer de negocios de éxito, había decidido hacer cambios en su vida. Uno de ellos era ampliar su famosa agencia de contratación de secretarias, pero había algo más.
– Estoy haciendo planes.
– ¿Planes?
– Has oído hablar de la planificación familiar ¿verdad? – sonrió Amanda. Todo iba a ser muy sencillo. Quería tener un hijo y, a punto de cumplir treinta años, era hora de hacer lo que a ella se le daba mejor. Planificar algo, ponerlo en marcha y conseguir su objetivo. Nunca había necesitado un hombre para nada y los avances de la ciencia aseguraban que tampoco lo necesitaría para ser madre.
La expresión de Beth, sin embargo, sugería que ella no estaba de acuerdo.
– Hablas de tener un hijo como si fuera un paso más en tu carrera. ¿Tú sabes las responsabilidades que trae consigo la maternidad?
– Sí. Por eso estoy haciendo planes. Estoy dándole vueltas al asunto de la niñera.
– ¿Niñera?
– ¿Tienes idea de lo difícil que es encontrar buenas niñeras? Mi cuñada no dará a luz hasta enero, pero ya está haciendo entrevistas. Por cierto, esa es un área que necesita urgentemente los servicios de la empresa Garland.
Beth aprovechó la oportunidad para cambiar de conversación.
– Amanda, tenemos más trabajo del que podemos controlar solo con la formación y contratación de secretarias – se quejó. Amanda la miraba sin decir nada-. Necesitaríamos una oficina más grande, más personal…
– Las oficinas del piso de abajo quedarán libres dentro de un mes.
– Es un mercado especializado…
El intercomunicador conectado con recepción sonó en ese momento.
– El chófer quiere saber cuánto tiempo tiene que esperar, señorita Garland. El policía ya le ha llamado la atención.
– Bajo ahora mismo – dijo ella, colgándose al hombro el ordenador portátil.
– ¡Amanda! No puedes marcharte…
– Seguiremos hablando el lunes. Solo te lo he contado porque quiero que hagas dos cosas por mí – dijo, dirigiéndose a la puerta-. Primero, quiero que busques la regulación contractual para niñeras profesionales. Entérate de lo que puedas sobre formación, cualificaciones, salarios y ese tipo de cosas.
– ¿Y lo segundo?
– Llama a este número – contestó, sacando una tarjeta del bolso- y pide una cita para mí. Es una clínica de fecundación artificial.
Daniel Redford, apoyado en el Mercedes, miraba las oficinas de la Agencia de Secretarias Garland. Las fabulosas chicas Garland. Eran famosas por ser las mejores cualificadas de toda la ciudad, pero la puntualidad no debía ser una de sus virtudes, pensaba.
– ¿Va a estar aquí mucho tiempo? – preguntó el guardia, que ya había pasado por allí un par de veces. Antes de que pudiera contestar, la puerta de la agencia se abrió y una mujer se acercó al coche.
– Siento mucho haberle hecho esperar – se disculpó Amanda. Daniel tuvo oportunidad de ver un cabello oscuro, liso y brillante, un par de ojos grises y una sonrisa por la que se hubiera hecho perdonar hasta el mayor de los pecados-. Me he liado a última hora.
Su voz era suave y un poco ronca y le causaba un extraño efecto. Cuando Daniel la miró a los ojos, sintió que el suelo se abría peligrosamente bajo sus pies.
A él podía liarlo cuando quisiera, pensaba.
Cuando le abrió la puerta del coche, el efecto mareante de aquella mujer aumentó al ver un par de piernas envueltas en medias de seda negra bajo una falda que apenas asomaba por debajo de la chaqueta gris, unas piernas que se extendían casi hasta el infinito, gracias a los zapatos de tacón alto. El policía se fijó también y le sonrió como diciendo: «menuda suerte».
Daniel se aclaró la garganta.
– No se preocupe. Hoy andamos todos de cabeza.
– ¿Ah, sí?
Amanda estaba colocando sobre el asiento su ordenador portátil y, cuando se dio cuenta de que el chófer seguía sin cerrar la puerta, levantó la mirada. Un par de ojos azules la dejaron momentáneamente clavada en el asiento.
Y eso fue antes de que el hombre sonriera. No era una sonrisa de anuncio. Era una sonrisa conspiradora, ladeada, corno la de un pirata.
Desde luego, pocos hombres podían compararse con él físicamente. Le sacaba más de una cabeza, tenía unos hombros que parecían capaces de soportar todos los problemas del mundo y una estructura ósea que le daba carácter a su rostro. Era un hombre lleno de atributos. Y sus ojos eran verdaderamente poco comunes. Si hubiera estado buscando un hombre en lugar de un donante de es- perma, no encontraría una proposición más atractiva.
– Póngase el cinturón de seguridad, por favor – dijo él, antes de cerrar la puerta.
– ¿Qué? Ah, sí, claro – murmuró Amanda, absurdamente mareada-. ¿Por qué andan hoy de cabeza? – preguntó, cuando el atractivo chófer se sentó frente al volante. Le interesaba el tema. Prestar atención a los detalles era lo que le había ganado reconocimiento en el mundo de los negocios.
– Porque nos falta gente – explicó él-. El conductor que tenía que venir a buscarla ha tenido que ir urgentemente al hospital.
– ¿Un accidente?
– No sé si llamarlo así – sonrió el hombre-. Su mujer va a tener un niño.
Un niño.
La palabra provocó una sensación de ternura en su interior. Era una sensación nueva para ella. Amanda solía comportarse como una sensata em- presaria porque era la única manera que conocía de hacer las cosas. Beth era la tierna. La que se enamoraba todos los días, la que suspiraba cada vez que veía un niño. Ella había creído ser inmune.
Pero cuando su hermano le había dicho que su mujer y él estaban esperando un hijo, había sentido un extraño vacío en su corazón. Por eso, seguramente, se había encontrado a sí misma en la sección de niños de unos grandes almacenes aquella misma tarde, buscando un regalo para su futuro sobrino.
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