Molloy, Sylvia Citas de lectura / Sylvia Molloy. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ampersand, 2018. Libro digital, EPUB - (Lector&s / Batticuore, Graciela; 4) Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4161-12-3 1. Ensayo Literario. 2. Cultura y Sociedad. 3. Lectura. I. Título. CDD 306.4 |
Colección Lector&s
Primera edición: octubre de 2017.
Primera edición en formato digital: diciembre de 2021
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
Derechos exclusivos de la edición en castellano reservados para todo el mundo.
Cavia 2985 (C1425CFF)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
© 2017 Sylvia Molloy
© 2017 Esperluette SRL para su sello editorial Ampersand
Edición al cuidado de Renata Prati
Corrección: Ana Mosqueda y Renata Prati
Diseño de colección y de tapa: Thölon Kunst
Maquetación: Tomás Fadel
ISBN 978-987-4161-12-3
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.
Al lector con el libro en la mano.
UN POSIBLE COMIENZO
Me gustaría creer que el primer libro que leí de chica fue en español pero pienso –casi sé– que no fue así. Ignoro la razón de este deseo, acaso ya entonces intuía que escribiría principalmente en esa lengua y ahora, retrospectivamente, busco en vano un punto de partida, algo que sirva para anclarme. Aunque pensándolo bien lo dudo; de haber sido en español, pienso que me quedaría algo de esa primera lectura, algún placer, algún miedo que la cimentara. Pero no me queda nada, salvo el deseo de inventar una premonición. O, más sencillamente, de marcar un comienzo.
Pero tampoco puedo decir que el primer libro que leí de chica no fue en español. Ni que era con toda certeza en inglés. En todo caso prefiero pensar que ya entonces se daba en mí un vaivén de lectura, un estar entre lenguas que es mi vida misma.
Este libro recuerda encuentros con libros que por alguna razón, profunda o frívola, me acompañan hasta el día de hoy. Al anotar esos recuerdos posiblemente los amplíe, acaso los invente. Reunidos constituyen mi tránsito –mi vida– a través de la lectura. O de la escritura: no hay diferencia.
ESCUCHO LIBROS
Cuando todavía no sabía leer mis encuentros con los libros eran mediados por mi tía, que me los leía en voz alta. Recuerdo una colección de cuentos de hadas clasificada por tradición nacional: cuentos de hadas franceses, ingleses, alemanes y no recuerdo qué más. Durante años recordé mal los títulos de esa colección. En mi memoria eran cuentos de hadas francesas, inglesas y alemanas, es decir que la nacionalidad caracterizaba a las hadas y solo por añadidura a los cuentos. Acaso tuviera algo que ver el hecho de que mi tía, de familia francesa, evitaba los cuentos ingleses porque le parecían demasiado brutales, prueba para ella de que los ingleses eran capaces de cualquier cosa menos de tener hadas.
La opinión, para la chica bilingüe que yo era, me divertía por lo escandalosa. Para la trilingüe en ciernes resultaba justa: las hadas francesas eran mucho más interesantes, más retorcidas. Las alemanas meramente brutales. No recuerdo que hubiera hadas españolas.
LECTURA Y SUFRIMIENTO
Recuerdo con nitidez dos libros que leí por mi cuenta, no de hadas por cierto sino de animales. Uno, las Memorias de un asno de la sádica Condesa de Ségur, “née Rostopchine”, traducido al castellano, me hizo sufrir como pocos. El otro en inglés, Little Elephant Comes to Town, de una tal Doris Estcourt, menos porque mitigaba el sufrimiento con toques de humor. Este elefantito ha viajado mucho conmigo y actualmente reside en un cajón de mi mesa de noche, no sé bien por qué, acaso porque fue el primer premio que recibí en el colegio primario.
Solo atino a pensar que los dos libros me cautivaron por su anécdota triste, llena de vagancia, abuso y sufrimiento: nada impresiona más a un chico que ver sufrir a un animal, aunque es preciso aclarar que la crueldad imaginada por Miss Estcourt –maltrato del animal primero en un circo y luego en manos de gitanos– ni de lejos alcanzaba las torturas pergeñadas por la condesa para su burro Cadichon. Con perversa exquisitez, al final de sus respectivos relatos, los autores –mejor dicho las autoras; la flexión del género acaso tenga alguna importancia– “arreglaban todo”. Ambos libros terminaban con un happy ending optimista, algo atenuado por la sospecha (aun de chica yo tendía a la imaginación catastrófica) de que el mal podía volver.
Hace poco resolví atreverme a abrir el libro en francés. Estaba segura de dónde lo había colocado en mi biblioteca pero por más que lo busqué no lo encontré. Pensé: ya he vivido este momento, me lo habré llevado al campo para leerlo con más detenimiento. Busqué en vano en mi otra casa: tampoco lo encontré. Me preocupa. ¿A quién estará haciendo sufrir ahora la condesa?
EL LIBRO COMO ARTÍCULO DE VIAJE
De chica mis padres solían salir de paseo los sábados a los alrededores de la ciudad, lo que por entonces era todavía casi campo; Escobar, por ejemplo, o Pilar. Mi madre llevaba un calentador y una pavita para hacer el té, mi padre compraba unos sándwiches de miga en la confitería de la avenida Maipú, y yo preparaba una valijita con los libros que pensaba leer en el pícnic mientras mis padres hablaban, o se peleaban, o se quedaban mudos mirando los eucaliptos a la vera del camino. Yo sabía que eran demasiados libros, y así me lo hacía ver mi padre, “mirala a tu hermana que solo trajo el Billiken”, pero no lograba convencerme de que con un libro bastaba. Yo pensaba que a lo mejor se descomponía el auto, teníamos que pasar la noche afuera, y corría el peligro de quedarme sin lectura.
El miedo de quedarme sin libro que leer me sigue rondando. Cuando emprendo un viaje en avión siempre lo hago munida de excesivo material de lectura. Aun así, invariablemente, entro en alguna librería del aeropuerto mientras espero el vuelo y compro uno o dos libros más que luego, la mayoría de las veces, no leo. No importa: me siento acompañada y siempre es bueno tener lectura de más por si hay demoras.
ENCUENTROS CLANDESTINOS
De adolescente, el placer de la lectura se me daba sobre todo en inglés. La lectura en castellano era más bien un deber, estaba reservada al colegio, a los libros de texto, a algún clásico tedioso: por ejemplo la Marianela de Pérez Galdós. El placer vino más tarde y tuvo mucho que ver con el secreto: me sentaba junto a la mesa de noche de mi madre cuando ella no estaba en el dormitorio y leía fragmentos de los libros que guardaba allí, novelones extranjeros vueltos best sellers argentinos de Vicky Baum o de Pearl Buck, traducidos al castellano para un público lector en su mayoría femenino. Curiosamente (o tal vez no), eran lecturas fuertemente marcadas por lo sexual. O, más precisamente, yo me encargaba de encontrar los pasajes donde el sexo ocupaba un lugar privilegiado: así una violación en