Amaro Izquierdo - Belchite a sangre y fuego
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Belchite a sangre y fuego: resumen, descripción y anotación
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Diario de un alférez provisional leridano. Su lucha en la defensa de Belchite y su cautiverio en Valencia y Barcelona. «Tenía, al empezar este relato, 24 años: tenía, también, un corazón repleto de ideales, de afanes; intuía que mi futuro sería un futuro de españoles, de hijos españoles, y quería para ellos lo que he querido darles, lo que he podido darles, un presente lleno de paz, un porvenir seguro. Pero ¿a costa de qué?».
Amaro Izquierdo
ePub r1.0
Titivillus 24.03.15
Título original: Belchite a sangre y fuego
Amaro Izquierdo, 1976
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Al menor de mis hijos,
que demostró interés por mis apuntes.
Gracias.
Tenía, al empezar este relato, 24 años; tenía, también, un corazón repleto de ideales, de afanes; intuía que mi futuro sería un futuro de españoles, de hijos españoles, y quería para ellos lo que he querido darles, lo que he podido darles, un presente lleno de paz, un porvenir seguro. Pero, ¿a costa de qué? A veces pienso, cuando los veo andar por el camino fácil de su vida, en la sangre derramada, en los que no pudieron ser padres. ¡Alféreces provisionales! Alféreces niños, niños hombres, salidos de institutos, de universidades, adolescentes que lucharon como adultos sin haber llegado a serlo. A ellos, a mis amados compañeros, a los Alféreces provisionales que reposan bajo los luceros, dedico este relato. A ellos, a sus madres, a su vida truncada, a sus ilusiones muertas, a su porvenir fallido, a su gloria alcanzada, a su paz lograda, a sus hijos que no nacieron, a la mujer que no poseyeron, a ellos, sólo a ellos…
[1] Otra versión supone que fue hecho prisionero y fusilado junto con el teniente coronel San Martín. Murió gritando ¡Arriba España!
18 DE AGOSTO DE 1937
Desde mi posición de «La Carbonera», entre Fuendetodos y Belchite, al sur de la carretera que une ambos pueblos y a ocho kilómetros del último, observo los preparativos del enemigo. En realidad puede considerarse que la ofensiva ya ha comenzado. Veo centenares de camiones, tanques y cañones. Gracias a los prismáticos, todo parece al alcance de mi mano. La distancia que nos separa del enemigo no es superior al kilómetro y medio. Pero a pesar de este despliegue, la moral es excelente en nuestras filas.
En los días que precedieron a este 18 de agosto, al filo de las diez de la mañana y por medio de los altavoces, nos comunicábamos con las fuerzas enemigas que teníamos enfrente, mandadas por un teniente. Yo les hablaba de lo equivocado de sus ideas, de que la lucha que tenían emprendida estaba condenada al fracaso. Pero, ¿cómo convencerles de ello? La actividad en sus posiciones era enorme, continuaban llegando refuerzos. Parecía que estuvieran levantando una gran ciudad. ¿Cómo podía convencer a un teniente envuelto en la lógica euforia de su momentáneo poder?
Aquella noche nos anunciaron que nuestro próximo encuentro no sería tan amigable como el anterior. El anterior encuentro había sido un mano a mano en tierra neutral en el que por todos los medios había intentado convencerles de que serían bien recibidos en nuestras filas, entre los «fachas», como ellos nos llamaban. Les dimos tabaco, ellos nos dieron papel de fumar y lo único positivo de aquella entrevista fue la promesa por ambas partes de no atacarnos. Nos dimos la mano y durante unos días se cumplió lo pactado. En mi presunción creía haber logrado algo positivo con este acuerdo. Pero la guerra no éramos nosotros, un puñado de hombres que en tierra aragonesa se daban la mano. Nos veíamos unos a otros tomar el sol, desnudos los torsos, que más tarde habrían de doblegarse abatidos por las balas. Cinco días duró lo pactado. Y aunque resulte paradójico, en este momento de balance, siento algo inenarrable cuando recuerdo al enemigo. Enemigo, ¿sabían ellos de qué? Me resulta imposible situarme en la justa medida de los hechos que narro. He batallado, he luchado cuerpo a cuerpo, he conquistado y reconquistado trozos de mi España, palmo a palmo, he avanzado a la bayoneta, ebrio de sangre, drogado de ansia de victoria, he resistido lo irresistible y he matado para no morir. Pero entonces, al ver aquellos hombres, labradores de ardiente tierra, hombres de campo y arado, aragoneses recios de brava estirpe, hablando con nosotros, gastándonos bromas y especulando con los próximos acontecimientos que ni unos ni otros sospechábamos lo trascendentales que tenían que ser, no podía ver en ellos al enemigo, no lograba entrar en situación. Les hablábamos de José Antonio, de su credo, de sus fines. Parecían convencidos. El teniente era el más reacio. Pero el día 22 ocurrió lo que era previsible: nuestros interlocutores no intentaron ponerse al habla con nosotros. Habían sido relevados o les impusieron el silencio.
Morirían mis soldados, moriría mi capitán, morirían también los que enseñaban al sol su pecho desnudo pero no los matamos nosotros, quiero creer que fueron otros… otros hijos, otros padres. Sus balas no tiñeron de sangre nuestros pechos; segaron otras vidas. Unos y otros, cuando dialogábamos, cuando a las diez hacíamos sonar nuestros altavoces, éramos un poco como niños grandes que jugábamos a la guerra. La auténtica, la de liberación, no había empezado todavía para los de la posición de «La Carbonera»; el pueblo de mártires, el Belchite inmortal, el trozo de España que amo igual que mi tierra de llanura, estaba aún en pie. La campana de su iglesia, que tenía que ser parte integrante de su martirio, seguía llamando a misa. Estas mujeres enlutadas que veo en el funeral anual del 6 de septiembre, eran entonces mozas, mujeres madres que, cobijadas en su tierra, soñaban, vivían y amaban sin sospechar que en otro Belchite, construido de nueva planta, rezarían cada año, todas juntas, por sus muertos.
22 Y 23 DE AGOSTO DE 1937
La moral de mis soldados era buena pero la guerra de nervios de la espera empezaba a hacer mella en ellos. Veían con inquietud el ataque enemigo que se avecinaba.
—Son muchos, mi alférez. ¿Cómo los contendremos?
Con el mismo dolor que se siente ante la impotencia, con el ansia de dar y estar con las manos vacías, así estaba yo ante ellos. ¡Qué poco teníamos! ¡Qué reducidas nuestras existencias! ¡Qué pobres y desnudos ante la superioridad enemiga! De aquellos hombres asustados ante nuestra inferioridad física y material surgirían en su momento verdaderos héroes que comunicarían a sus compañeros idéntico ardor. Pero, ¿qué postura lógica podíamos adoptar con los escasos medios a nuestro alcance? Carecíamos casi de bombas de mano; disponíamos de algunos fusiles y de bastante munición. Los rojos continuaban recibiendo material de toda clase; los camiones llegaban uno tras otro. Nuestro pesimismo aumentaba. Cada día a las cuatro me comunicaba con mi capitán que tenía su puesto de mando en la casilla de peones, cerca del ferrocarril. Dicen que la esperanza alienta hasta el último fin pero la esperanza es, según se mire, premio y castigo, dolor y gozo, y unas veces deseamos la aceleración de los hechos y otras gustamos de recrearnos en ella por temor al desenlace. La pasividad y la inactividad a que nos veíamos sometidos hacían que esperáramos la problemática llegada de refuerzos desde Zaragoza con algún temor. ¿Serían suficientes, caso de llegar, para contener la avalancha que se nos venía encima? ¿Íbamos a morir y, por lo menos, venderíamos caras nuestras vidas? Era pronto para que aquellos muchachos se plantearan tan crudas incógnitas; la mayoría nada sabían del sabor de la sangre, solamente lo intuían por lo que habían oído o por lo que les habían contado. Pero pronto, muy pronto, dejarían de mirarse cabizbajos, dejarían de preguntar: «Mi alférez, ¿podremos con ellos?» El día 24 de agosto de 1937 estaba naciendo. Y este día, a las doce, con el sol en su apogeo, empezaría, para gloria de muchos y para grandeza de España, la gran ofensiva de Belchite.
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