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Christy Brown - Mi pie izquierdo

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Christy Brown Mi pie izquierdo
  • Libro:
    Mi pie izquierdo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1954
  • Índice:
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Mi pie izquierdo: resumen, descripción y anotación

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CHRISTY BROWN fue el décimo hijo de una familia irlandesa Nació en Dublín en - photo 1

CHRISTY BROWN fue el décimo hijo de una familia irlandesa. Nació en Dublín, en 1933, afectado de una parálisis cerebral, y los médicos pronosticaron que, si sobrevivía, su existencia sería meramente vegetativa. Pero esa dramática perspectiva fue pronto rechazada por su madre, la señora Brown. Ella barruntaba que su hijo tenía posibilidades y recursos para salir adelante. Y a eso se dedicó con fe y voluntad admirables.

Un día, cuando Christy tenía siete años, a una de sus hermanas se le cayó una tiza, y él la recogió con los dedos del pie. Aquel episodio fue el cimiento de una larga lucha, que le llevó a convertirse en un estimable pintor y escritor, autor de dos novelas y tres libros de poemas, que pronto contaron con el favor del público.

Christy Brown murió, habiendo sido muy feliz, en 1981.

Título original: My Left Foot

Christy Brown, 1954

Traducción: Antonio Rubio & María del Carmen Ramón

Editor digital: Titivillus

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Esta es la emotiva historia de Christy Brown un valiente chico nacido en 1933 - photo 2

Esta es la emotiva historia de Christy Brown, un valiente chico nacido en 1933 con una parálisis cerebral. Inmovilizado por la enfermedad, desde niño albergaba la inteligencia y la imaginación de un escritor, y llegaría a figurar entre los grandes de la literatura irlandesa contemporánea. En este relato autobiográfico, rememora sus esfuerzos casi sobrehumanos por aprender a leer y a pintar, e incluso a escribir a máquina con la única parte de su cuerpo que podía controlar: los dedos de su pie izquierdo. Ofrece un ejemplo de gran valor y un mensaje de esperanza, pero también un testimonio de amor: la entrega y cariño de su familia y de su médico, que alentaron siempre sus ganas de vivir. Su vida fue llevada al cine, y obtuvo varios Oscar.

Christy Brown Mi pie izquierdo ePub r10 Titivillus 14122019 1 LA LETRA A - photo 3

Christy Brown

Mi pie izquierdo

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Titivillus 14.12.2019

1
LA LETRA «A»

NACÍ EN EL hospital de Rotunda el 5 de junio de 1932. Pertenezco al grupo intermedio de mis hermanos, pues nueve de ellos nacieron antes que yo y otros doce después. De los veintidós que éramos, sobrevivieron diecisiete, ya que cuatro murieron siendo niños, pero quedaron todavía trece para dar cohesión a nuestra familia.

Por lo que me han contado, mi nacimiento fue complejo. Mi madre y yo estuvimos a punto de morir. Un nutrido tropel de familiares hizo cola a la entrada del hospital hasta primeras horas de la mañana, en espera de noticias y rezando enfervorizadamente para que todo saliera bien.

Después del parto, a mamá la enviaron a restablecerse a casa durante algunas semanas y a mí me tuvieron mientras en el hospital.

Durante todo el tiempo que permanecí allí, no me dieron ningún nombre, pues no me bautizaron hasta que mi madre se encontró lo suficientemente bien como para llevarme a la iglesia.

Mamá fue la primera en advertir que algo malo me sucedía. Tenía yo entonces cuatro meses y ella se dio cuenta de que, al intentar darme la comida, la cabeza siempre se me desplazaba hacia atrás. Intentó corregirme esta costumbre poniéndome la mano detrás del cuello, para de esta forma mantenerlo erguido. Pero cada vez que ella retiraba la mano, mi cabeza se volvía a venir abajo. Ésta fue la primera señal de alarma. Más tarde, al ir yo creciendo iría fijándose en mis otras deformidades. Se dio cuenta de que, de forma casi constante, yo apretaba las manos llevándomelas a la espalda; y mi madre no podía introducir la tetina del biberón, porque incluso a esa temprana edad apretaba tan fuerte mis mandíbulas que le resultaba imposible que las abriera, o bien de improviso las abría y la boca se me desplazaba al otro extremo. Al cumplir los seis meses, ya no podía ponerme en pie sin tener a mi lado un montón de almohadas; y cuando cumplí doce, me seguía pasando lo mismo.

Muy preocupada, mamá hizo saber a papá sus temores, y ambos, sin pérdida de tiempo, decidieron consultar a un médico. Tenía yo poco más de un año cuando comenzaron a llevarme a clínicas y hospitales, tras convencerse definitivamente de que algo no iba bien, algo que ellos no sabían definir, pero que era una realidad cierta y preocupante.

Casi todos los doctores que me observaron me consideraron un caso a la vez interesante y sin esperanza. Muchos le dijeron a mamá de la forma más suave que yo padecía un retraso mental y que no había ninguna solución. Fue un golpe muy duro para una joven madre que ya había criado a cinco hijos perfectamente sanos. Tan convencidos estaban los médicos de su diagnóstico que les parecía casi una impertinencia la confianza que mi madre había depositado en mí. Y le aseguraban que nada se podía hacer.

Ella no quiso aceptar esta realidad, la realidad inevitable —al menos eso parecía entonces— de que no tenía ni cura ni, por supuesto, esperanza. Pero ella no podía ni quería creer que yo tuviera un retraso mental. No disponía de nada en qué basarse, ni siquiera la más mínima evidencia de que, aunque mi cuerpo estuviera paralizado, mi cerebro no lo estaba. Y, pese a todo lo que le habían dicho los médicos y especialistas, no estaba dispuesta a conformarse. No creo que supiera exactamente el porqué, pero lo sabía sin el menor atisbo de duda.

Al darse cuenta de que los médicos no le hacían ningún bien diciéndole que ella no tenía nada que esperar de mí, o dicho de otro modo, que debía olvidarse de que yo era no un ser humano, sino una cosa a la que alimentar, lavar y cuidar constantemente, mamá decidió desde entonces arreglárselas por sí misma. Yo era SU hijo y, por tanto, un miembro de SU familia. No importaba todo lo torpe e inútil que fuera, porque ella tomó la determinación de tratarme exactamente igual que a mis demás hermanos, y nunca como la “cosa extraña” del cuarto trastero de la que nadie habla, y menos cuando hay visita.

Esta fue una decisión trascendental para mi futuro. Significó que siempre tendría a mi madre a mi lado para ayudarme a combatir todos los obstáculos que se me presentaran, y para infundirme ánimos cada vez que me encontrara abatido. No fue una decisión fácil para ella, porque nuestros parientes y amigos tenían prevista otra cosa. Querían que se me tratara con afecto y ternura, pero nunca tomarme en serio. Eso sería una equivocación. “Por tu propio bien —le decían—, no trates a este chico como a los demás; al final solo vas a conseguir que se te parta el corazón”. Por fortuna para mí, papá y mamá se mantuvieron firmes en contra de esta opinión. Pero mamá no se limitaba a afirmar que yo no era un retrasado mental, sino que quiso también demostrarlo, no porque tuviera un concepto estricto de sus obligaciones para conmigo, sino simplemente por amor. Precisamente por eso saldría victoriosa en esta prueba.

En aquella época ella tenía que cuidar de otros cinco niños, aunque nuestra familia todavía no se había completado. Estaban entonces mis hermanos Jim, Tony y Paddy, y mis hermanas Lily y Mona, que se llevaban entre sí más o menos un año, como en escalera.

Transcurrieron cuatro años, y yo ya había cumplido cinco, pero seguía necesitando de los mismos cuidados que si fuese un recién nacido. Mientras mi padre se ganaba la vida colocando ladrillos, mamá, lenta y pacientemente, echó abajo el muro, también ladrillo a ladrillo, que parecía alzarse entre los demás niños y yo pasando entre los densos cortinajes tras los que se ocultaba mi inteligencia y apartándolos. Fue una tarea ardua y angustiosa, porque ella no iba a obtener de mí más que una sonrisa difusa o un débil balbuceo. Yo no era capaz de hablar ni silabear, ni tampoco de ponerme de pie o de dar un solo paso sin ayuda de nadie. Pero no por eso era alguien pasivo e inerte. Más bien estaba como agitado por un continuo movimiento, un movimiento tan violento como el de una serpiente, que solo me abandonaba durante el sueño. Mis dedos estaban constantemente contraídos, mis brazos se retorcían hacia atrás y mi cabeza se ladeaba. Yo era un enfermo, en resumen, un disminuido.

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