CARTA A TI
He pasado meses buscando la forma de comenzar este libro. Escribo y elimino, hago dibujos al margen y me voy por las ramas. ¿Cómo se cuenta una historia? ¿Cuál es la mejor manera de poner una experiencia personal en papel? De un momento a otro, lo que me parecía tan relevante pierde sentido, y el dolor que me esmeré por ocultar sale sin pedir permiso. Aquí estoy, llena de dudas, con la mirada fija en la caja de granola azucarada que comía mientras pensaba en las decisiones tomadas a lo largo de mi vida, y en cómo me han configurado.
Tal vez lo mejor sea comenzar de la forma más simple.
Soy Belén. O Bele, Belu, Belencita: como tú prefieras. También me decían «Belensota», «Belén Poto», «guatona», «piernas de pernil», entre otros sobrenombres. Prefiero que me llames por uno de los primeros.
Tengo veintidós años. Nací en Macul, en una familia de padres separados, como buena parte de los niños y niñas de hoy. Crecí siendo testigo de violencia, teniendo que ir a tribunales de justicia y con visitas constantes de asistentes sociales.
Nunca tuve un vínculo real con mi padre; no alcancé a conocerlo bien. Murió cuando yo tenía catorce años producto de un cáncer estomacal. Fue un hombre violento y nuestra relación era lejana. No quería estar cerca de alguien que había dañado tan profundamente a mi mamá.
Jamás le demostré cariño.
El día que me dijo «Te quiero, hija», yo preferí callar, darme la vuelta llena de angustia e irme. Esa fue la última vez que lo vi. La muerte se lo llevó sin aviso y sin que pudiera despedirme.
Comencé trabajando en televisión cuando tenía tres años, como protagonista de comerciales, y tiempo después incursioné en radio. Así gané mis primeros sueldos. A los nueve años entré a la teleserie que me llevó a la fama y me hizo ganar el premio Copihue de Oro a la Mejor Actriz Chilena. Con esa producción inicié el camino que me hace estar aquí, frente al computador, contándote una historia que todavía me cuesta aceptar.
Trabajar desde tan chica nunca fue un problema. Al principio lo veía como un juego, una vida de fantasía donde la gente me reconocía en la calle y me pedía fotos. Me emocionaba el cariño de las personas, y aún me emociona, pero también había un precio que pagar: amistades interesadas, periodistas inventando cosas acerca de mí para hacer noticia, y yo misma forzándome a crecer rápido, a relacionarme con gente adulta, a saltarme etapas; perdiéndome fiestas de curso, juntas con amigas, cumpleaños...
Creo que por esa necesidad de sobrevivir en un mundo de adultos, tan superficial y exigente, me fui volviendo cada vez más fría. Le quité el peso a lo afectivo como una estrategia para no sufrir. Sería injusto decir que el resultado solo fue negativo: me sirvió para hacerme respetar en un entorno difícil, para saber cuánto vale mi trabajo y hacerlo valer. Aprendí a leer a las personas y a no esperar más de lo que pueden entregar. Entremedio, perdí buena parte de mi ingenuidad: soy menos impulsiva que mis amigos y muchas veces me escudo detrás de un personaje. Pero ¿acaso no es natural tener estrategias de protección?
El colegio nunca fue un lugar seguro para mí. No me sentía parte de mi curso; más bien, vivía excluida. Era de las que, cuando había que hacer un trabajo en grupo, siempre se quedaban solas; de las que elegían al último cuando había que formar equipos en educación física, y de las que se pasaban los recreos dando vueltas por el patio. Suena como la típica historia de película gringa, donde la protagonista se pasa la clase de gimnasia sentada al lado de los camarines, deseando que no la vean, pero, uf, ¡así era! Qué difícil puede ser el colegio... Pese a todo, el bullying y las situaciones adversas por las que pasé también me templaron el carácter y me hicieron descubrir quién soy (o, por lo menos, me ayudaron a saber claramente qué tipo de persona no quiero ser).
Yo era la que quería más de la vida, la que aprendió a convivir con el prejuicio hacia mi trabajo y a sortear ciertos dolores.
Una de las penas más grandes que arrastro fue haber pasado por una relación abusiva que comenzó a mis quince años. Dedicaré buena parte de este libro a contarte esa historia, porque necesito sacármela de adentro, y porque si ayuda aunque sea a una sola mujer a abrir los ojos y evitarse un trauma, me sentiré pagada.
A ti, querida lectora, si estás pasando por un momento duro, quiero decirte que no estás sola. A pesar de las angustias, de esas penas de amor que nos parten el alma en mil pedazos, de las relaciones familiares desastrosas, de la mirada crítica de los otros (o incluso de la tuya propia), debes tener la certeza de que eres fuerte y de que siempre habrá alguien en quien puedas apoyarte.
Quizá pienses que nuestras vidas son completamente diferentes, pero créeme: soy una persona como todas, y cuando el director de la teleserie dice «corte», debo salirme del papel y ser quien soy. Al final del día, cuando regreso a mi casa y estoy desnuda frente al espejo del baño, lista para meterme a la ducha, me miro y me sigo cuestionando mil cosas, haciendo juicios sobre lo que soy y lo que no soy.
Tal vez este libro no logre convencerte de que eres la versión más bella de ti misma, pero lo eres, así sin más, y deseo con todo el corazón que después de leerlo puedas mirarte con mucho más amor. Y humor.
Aquí viene mi verdad.
Mi testimonio.
Vamos juntas.
COMO TODA HISTORIA DE AMOR
Pareciera ser que cada vez que hablamos de inseguridades, recordamos un amor traumático del pasado. No sé si sea una constante en la vida de todas las personas, pero por lo menos en mi caso sí lo es, y por eso mismo quiero contarte mi historia con F.
Nos conocimos el año 2012, a mediados de septiembre, cuando estaba a punto de comenzar a grabar mi quinta producción. Cursaba segundo medio y no tenía ninguna expectativa acerca del amor (cosa que suele ser la antesala perfecta para caer víctima de una pasión de esas tremendas).
F. era encachado. Mino. Ojos verdes, pelo negro, sonrisa linda. Parecía haber sido hecho para que alguien como yo, a mis quince años, se enamorara al instante.
Estaba sentado en diagonal a mí, en una de esas mesas largas, vestido con polera verde y jeans oscuros. Recuerdo que yo estaba comiendo un pan con tomate y palta, y que se me cayó la mitad en el pantalón cuando nuestras miradas se cruzaron (sí, otra vez parecía la torpe protagonista de una película gringa.) Era la primera reunión de lectura, donde los actores y actrices comenzaríamos a dar vida a nuestros personajes en la teleserie que estábamos por grabar, y yo moría de vergüenza y de dolor de guata porque tendría que actuar ante él.
Hasta ese momento, era solo eso para mí. Un hombre mayor, bonito e interesante, pero ¿cómo comenzó todo?, ¿nuestra relación?, ¿la historia que intento contar? No lo sé... Es parecido a cuando te dicen «Deja que todo fluya» y, en un abrir y cerrar de ojos, todo fluye. F. me había parecido atractivo, sí, pero yo era una adolescente. No se me habría ocurrido hablarle fuera del trabajo, buscarlo para salir o conversarle más de la cuenta.