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© 2019 by Ediciones Urano, S.A.U.
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
Impreso por: Rodesa, S.A. – Polígono Industrial San Miguel
Parcelas E7-E8 – 31132 Villatuerta (Navarra)
Para Tere, gracias por esas historias que escribimos juntas y por las que todavía nos quedan.
Sin ti, nuestra «Generación Perdida» no habría sido la misma .
Regrets collect like old friends.
Here to relive your darkest moments.
I can see no way, I can see no way.
And all of the ghouls come out to play.
And every demon wants his pound of flesh.
But I like to keep some things to myself.
I like to keep my issues strong.
It’s always darkest before the dawn.
S iempre he odiado el instituto y, diez años después, todavía lo odio más.
¿Historias de amor adolescente, escondidas entre los pupitres de las clases? ¿Notas que se deslizan sin que los ojos de los profesores las descubran? ¿Fiestas tras los exámenes? ¿Lágrimas en la graduación, prometiendo a gente a la que nunca le has gustado que no los olvidarás, que harás todo lo que puedas para volver a verlos?
Agh .
Vomitaría si pudiera.
En primer lugar, puede que existan historias de amor en el instituto. Claro. Somos idiotas, al fin y al cabo, y con las hormonas revolucionadas, aún más. Pero seamos lógicos. Esa chica o chico al que besarás por primera vez no va a ser con quien serás feliz para siempre. De hecho, lo normal es que apenas duréis un par de meses, hasta que tengáis los labios gastados de tanto enrollaros.
¿Crees que el profesor no se da cuenta cuando le pasas un maldito trozo de papel del tamaño de tu maldita mano a tu amigo, riéndote entre dientes como un maldito imbécil? Por supuesto que te ve, pero no hace nada porque no tiene ganas de perder el tiempo con adolescentes estúpidos que no pueden esperar cinco minutos a que la clase termine para soltar la tontería de sus vidas.
Y luego están las fiestas. Ya. Eso cuando no tengas unos padres que te obliguen a acostarte a las once de la noche, o que no estén dormidos cuando regreses dando tumbos, borracho. Porque por mucho que lo intentes, no podrás ocultarlo. Créeme. Un adolescente ebrio con el típico discurso de: «Estoy sobrio. Que esté arrastrando las palabras, camine en zigzag y acabe de vomitar sobre la alfombra, es solo porque la cena me ha sentado mal», lleva un cartel con luces de neón en la frente que dice lo contrario.
Y la graduación. La famosa graduación. Por favor, no hagas pucheros. No llores. Posiblemente, de los sesenta que sumáis entre las dos clases termines manteniendo la amistad con uno, con tres si eres medianamente popular. Al resto, solo los verás en las malditas reuniones de antiguos alumnos como a la que tendré que acudir esta noche.
Suspiro y me miro de soslayo en el espejo que cuelga de la pared. Han pasado diez años desde que crucé por última vez las puertas del instituto, pero apenas he cambiado algo desde entonces.
Quizás he crecido un par de centímetros, pero sigo siendo bajo para mi edad. Hacía años, creía que el día menos pensado, daría un estirón y miraría a todos desde arriba. Sin embargo, ese deseado estirón nunca llegó, y me quedé estancado en el metro sesenta y dos.
Mi pelo sigue tan revuelto como entonces. Ondas incontrolables de cabello castaño, enredadas entre sí, levantadas en todas direcciones. Y luego, están mis ojos. Tengo la cara muy pequeña y los ojos demasiado grandes. Cuando era un niño, parecía un maldito búho. En el instituto llevaba unas gafas de cristales gigantescos por la miopía que empequeñecían mi mirada hasta un tamaño medianamente normal. Ahora llevo lentillas. Si al menos tuvieran un color bonito, o raro, sería diferente. Pero no, el color de mis ojos es marrón. Sin una veta verde, o dorada. Marrón. Como el café o las castañas.
Aparto la mirada con un suspiro. Cuando terminé el instituto me prometí que cuando regresara a una de esas aburridas reuniones sería alguien diferente a aquel chico pequeño, inseguro y callado que había pasado desapercibido durante seis largos años.
Joder. Debería haberme negado a ir.
—Ha llegado otro.
El paquete inmenso que cae sobre mi escritorio y agita violentamente el café que se me ha quedado frío, me hace regresar a la realidad.
Parpadeo y llevo la mirada del sobre marrón apagado, tan ancho como la palma de mi mano, a Sergio, que se aleja con pasos rápidos de mí.
—Eh, ¡eh! —exclamo—. ¡Llevo siete ya este mes! ¡Siete! ¿No se lo puedes pasar a Marta?
Él ni siquiera mira atrás, tampoco se detiene. Simplemente se limita a encogerse de hombros.
—Tu mesa está más cerca que la de ella.
No puedo contestarle. Desaparece por el largo pasillo y se hunde en sus tinieblas; me deja con los dientes apretados, el café todavía moviéndose dentro del vaso de papel y el octavo manuscrito que tendré que leer antes de que llegue el 30 de julio.
Miro fijamente el paquete, esperando a que se desenvuelva solo. Por el tamaño, debe tener cerca de mil páginas. Mierda. Mil. Me obligo a respirar hondo y, con el cúter que guardo en una taza que me regalaron mis padres, lo abro, produciendo un ligero siseo. Desde la porcelana blanca, me observa un monigote delgaducho, que carga una montaña de libros como si fueran pesas del gimnasio. «Felicidades al nuevo becario» es lo que dice.
El manuscrito cae con fuerza sobre mi escritorio. Ladeo un poco la cabeza para leer el título : La insoportable historia de un ser demasiado pequeño en un mundo demasiado grande .
—Esta mierda sí que es demasiado grande —susurro, pasando la primera página.
La tarde se desliza suavemente mientras leo o, al menos, lo intento. No es fácil leer oraciones tan largas, con tantas comas y metáforas que no comprendería ni un graduado en Filosofía. Hace calor en la editorial. El aire acondicionado está en los despachos, lejos de donde sudan los pobres becarios. El susurro de las voces de mis compañeros, junto con el sutil silbido de la máquina de café, me sume en un estado de duermevela, del que despierto de golpe cuando mi teléfono móvil comienza a vibrar.
Miro la pantalla que se ilumina y se apaga en perfecta sincronía con los temblores. En mitad de esta, un nombre me hace atender con rapidez.
—Hola, Melissa.
—Llevo esperándote un rato. ¿No piensas bajar?
—Oh, mierda —bufo, mirando el reloj de pulsera—. Lo siento. Enseguida voy.
Dejo una marca en el manuscrito y lo cierro con cierto alivio, aunque mañana tendré que ponerme de nuevo con él.