© 2021, Editorial Escarabajo S.A.S.
Calle 87A No. 12 – 08 Ap. 501
Bogotá, Colombia.
www.escarabajoeditorial.com
© 2021, Sebastián Hormiga Báez
Director de la colección: Eduardo Bechara Navratilova
Diseño de portada: Manuela Córdoba
Diagramación y diseño del interior: Juliana Saray Ramírez
Diseño de la colección: Escarabajo Editorial SAS & Abisinia Editorial
Logo de la colección La tejedora de coronas: Manuela Giraldo Zuluaga y Tatiana Bedoya
Edición: Bianca Febbraio y Manuela Córdoba
ISBN:
978-958-53394-9-1
Primera edición en Colombia Editorial Escarabajo S.A.S.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida de forma total o parcial, ni registrada o transmitida en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor o la editorial.
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.
El Principito
Para Margarita Báez,
por ser mi fiel compañera en el recorrido del mundo de las letras
Para Carol Sade,
por lo que fuimos, somos y seremos
1
El resonar de las gotas en la ventana anunciaba una vez más la lluvia perenne que caía sobre la ciudad. Se cumplía ya un mes de alboradas bogotanas que no dejaban entrever los rayos tibios del sol, tan anhelados por los capitalinos. En el cielo se divisaban matices que sugerían un ambiente opaco y gélido. Raúl Gutiérrez, al subir la cortina de la única ventana de su pequeño cuarto, se adentró inmediatamente en el escenario caótico que, sin excepción de la temporada, la capital brindaba siempre.
Un suspiro profundo, de esos cuya intensidad reflejaba el poco descanso que cuatro horas de sueño le daban a su cuerpo, le hizo sacudir ligeramente los brazos en un intento por liberar sus pensamientos y, con la mirada fija en la pared, empezó a imaginar su rutina diaria.
Los ejercicios de estiramiento matutinos para relajar su rigidez e intentar olvidar la mala noche, hacían parte ineludible del ritual que lo inducía a recibir el nuevo día con decoro, iniciando con el toque positivo que una leve sonrisa dibujaba en su rostro. Sin embargo, algunas veces era difícil. Su sueño liviano e intermitente incidía en su actitud, ocasionando cansancio en sus ojos y asomos de malhumor en ciertas ocasiones. Desde temprana edad empezó a padecer de una ansiedad leve, casi imperceptible en su cotidianidad por las trivialidades que un niño de doce años experimentaba en su vida. Sin embargo, a sus veintisiete años, aquella condición alcanzaba un mayor grado de severidad; las incertidumbres por el porvenir, comunes en la mayoría de las personas de su edad, lo atormentaban con frecuencia, sin permitirle el sosiego adecuado en sus rutinas. El sonido del despertador se escuchaba por segunda vez, anunciando el momento de preparación para llevar a cabo sus responsabilidades y cumplir sus compromisos. Sonrió con satisfacción, y pareció entrar en una fase más optimista, producto de la única reflexión que, entre todas las que deambulaban por su cabeza en ese momento, pudo contentarlo: su vida transitaba por buen camino profesional, y se dijo que nada le arrebataría el buen ánimo con que esperaba cumplir sus obligaciones laborales.
La hiperactividad moderada que desde su infancia lo perseguía, lo proveía en sus tiempos libres de lo que, para muchos, era una energía inquietante y rara vez disfrutaba plenamente del descanso de las ocupaciones habituales. Sujeto siempre a las condiciones climáticas, trotaba largos ratos en las mañanas o en las noches. Se consideraba un escritor entusiasta de artículos sobre temáticas en su mayoría referentes a sus estudios y prácticas laborales. En otras, exponía sus puntos de vista sobre los cánceres sociales que enfermaban al mundo. Con cierta inocencia e ilusión por sus publicaciones, los enviaba a la red virtual. Luego de ocho intentos fallidos, sus textos empezaron a ser divulgados en dos revistas españolas digitales y un blog empresarial sudamericano. Las interconexiones digitales, tan avanzadas en ese entonces, permitían que un costeño, ubicado en un pequeño apartamento al norte de Bogotá, pudiera compartir sus ideas a los lugares más recónditos del planeta. La destreza con las letras fue una herencia afortunada de su abuela Mechi, pues era inevitable no reparar en aquella señora célebre por sus aportes literarios a las columnas de las revistas y periódicos más prestigiosos del país.
El descubrimiento de aquel pasatiempo productivo, como lo llegó a catalogar, fue suscitado por la lectura de novelas; la única actividad que lograba serenar su espíritu. En los recuerdos más diáfanos de su niñez, ubicaba a sus padres con algún libro entre sus manos, embebidos en largas jornadas de lectura y a él mismo observando aquellos anaqueles llenos de volúmenes de la que entonces veía como una inmensa biblioteca, cuyas dimensiones parecían extenderse para dar lugar a nuevas adquisiciones.
—Hijo, intenta leer, abre uno y sumérgete en lo que, si quieres, puede convertirse en tu mejor amigo… Un libro puede ser tu más grata compañía; siempre te va a acompañar a donde quiera que vayas y nunca te va a dejar solo—. Esta y otras frases repetidas por su padre eran parte importante de las memorias de esa infancia que tantas veces evocaba como un periodo feliz por todo el consentimiento, consecuencia inevitable de la atención que recibe cualquier hijo único.
Las imágenes, las palabras escuchadas, y las circunstancias que lo acompañaron mientras crecía, lo llevaron durante su adolescencia a devorar ejemplares de aquella oleada literaria que tomó lugar entre los años 1960 y 1970…pudo experimentar la peculiaridad del célebre Boom Latinoamericano, haciéndolo cómplice de ese estilo desafiante, que tanto disfrutaba bajo la tenue luz en la penumbra de sus noches. Unos cuantos años atrás a aquellas épocas, —le comentaba su padre— Latinoamérica era vista como una tierra incapaz de aportar autores cuya destreza literaria hiciera impacto en el mundo entero. Sin embargo, nuestro orgullo patrio, aquel que insertó a Colombia en la esfera cosmopolita mundial de la prosa, tenía nombre y apellido: Gabriel García Márquez— siempre entonaba fuerte su nombre, fruto del orgullo.
El placer del agua caliente sobre su cuerpo lo sacó de sus remembranzas y lo preparó para un desayuno a su medida: abundante, pero de simple elaboración. Sin mayor parafernalia, agarró su abrigo, su sombrilla, y se dispuso a emprender la ruta a su oficina. La lluvia había menguado lo suficiente como para ir caminando, así lo hacía desde que entendió que tenía que darle un sentido doméstico a la ciudad e intentar transitarla a pie. Era un trayecto que siempre disfrutaba, sumergido en un ambiente de furor musical que traía hasta sus oídos clásicos de Rubén Blades, Juan Luis Guerra y otros célebres representantes de los ritmos tropicales latinoamericanos que nunca pasaban de moda para cierto segmento de su generación.
La carrera once en sentido sur, hasta llegar a la calle cien, donde parecían confluir todas las aristas y los vértices de la realidad social de este país, era su ruta predilecta. La actividad comercial callejera e informal de los vendedores ambulantes hacía su viaje un poco más ameno. Mujeres cuya jornada había comenzado varias horas antes del amanecer y a distancias interminables recorridas en los buses urbanos, o en el mejor de los casos, en algún viejo y destartalado carro que transportaba esos negocios móviles, ahora instalados en sus lugares de siempre. Sus dueñas lo saludaban con acentos urbanos matizados por el dejo campesino aún presente.
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