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Carmen Calero - Cartas Olor a Lavanda

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Carmen Calero Cartas Olor a Lavanda
  • Libro:
    Cartas Olor a Lavanda
  • Autor:
  • Editor:
    Punto Rojo Libros
  • Genre:
  • Año:
    2015
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Cartas Olor a Lavanda: resumen, descripción y anotación

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Cuando Antoine y María cruzaron sus miradas en aquella floristería ninguno de los dos imaginaba la repercusión que tendría uno en la vida del otro. La casualidad, como escribió Kundera, está llena de encantos. Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento. A través de sus cartas en el tiempo, y sus viajes y experiencias, nos enseñan como el destino une y separa a las personas, sin ninguna fuerza tan grande que nos haga olvidar a las personas que dan belleza y sentido a nuestra vida.

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Cartas Olor a lavanda

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Cartas Olor a lavanda

Carmen Calero Jiménez

Editado por:

PUNTO ROJO LIBROS, S.L.

Cuesta del Rosario, 8

Sevilla 41004

España

902.918.997

info@puntorojolibros.com

ISBN: 978-16-35034-58-5

Maquetación, diseño y producción: Punto Rojo Libros

© 2015 Carmen Calero Jiménez

http://cartasoloralavanda-com.webnode.es

© 2015 Punto Rojo Libros, de esta edición

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamos públicos.

Carmen Calero Jiménez

Cartas Olor a lavanda

A Joan y Claudia.
Ojalá tenga la capacidad y el conocimiento para ser la madre que os merecéis y necesitáis, porque sois únicos y maravillosos.
Sois fuente inagotable de mi amor y mi risa.

R

ecuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi a Antoine.

Era un mediodía caluroso, un mediodía de un julio en Andalucía cuando ni el piar de un pájaro ni el zumbido de un insecto, ni tan siquiera el ruido de coche alguno pasando a lo lejos rompía el bochorno de esa hora de la tarde.

Como cada mediodía yo estaba ayudando en el negocio de mi madre, y tres chicos castaño claro y espigados llegaron y se sentaron a esperar su turno detrás de mí, a mi espaldas, de frente a la cara de mi hermana pequeña que estaba sentada conmigo, esperando que yo terminara de mi trabajo y nos fuésemos juntas a casa a comer. Tal vez percibió mi mirada, o yo sentí la suya en mi nuca, porque de pronto, cuando miré hacia atrás, justo los dos cruzamos la mirada, y nos sonreímos, y enrojecida, aparté la vista rápidamente.

La floristería de mi madre, negocio familiar que ella heredó de su tía, un local pequeño, pero reformado con mucho gusto, con una parte amplia para atender a los clientes, y donde exponer todas las flores que con muy buen saber hacer y delicadeza, mi madre decoraba, solía estar en cualquier época del año con mucho bullicio de gente, comprando mantillo, algún jovenzuelo comprando un ramito de claveles para su madre o su novia, o alguna vecina comprando macetas nuevas para renovar el patio de la comunidad. Aunque julio y agosto eran meses bastante tranquilos en que la tienda a esas horas solía estar bastante silenciosa. Ellos dudaban entre un ramo bonito pero sencillo o una maceta de peonias, que era la flor favorita de la madre de uno de ellos, para regalar a la casera del hostal donde estaban parando, que había sido muy cariñosa con ellos, explicaron a mi madre. Aquella misma tarde marchaban para Sevilla y querían dejarle ese detalle. Estaban parando en un hostal cerca del rio, donde por la noche les llegaba un gran olor a azahar por los naranjos que rodeaban la Ribera.

―La peonía es muy exigente en sus cuidados. Es de China ―les dijo mi madre―. Requiere un clima templado y hay que plantarla entre sol y sombra, y regarla frecuentemente. Le cuesta mucho florecer, pero cuando lo hace, sus flores son impresionantes y preciosas, y con un aroma muy fino. Las hay en blanco, varios tonos de rosa y en rojo. La que a vosotros más os guste u os llame la atención.

Siempre fui una chica idealista. Tímida y me gustaba sumergirme en mi propio mundo, aunque tenía muy buena relación con mi hermana y mis padres. Creía en los cuentos, en las hadas, los duendes y las princesas. Y a toda mi vida ponía o intentaba poner algo de magia. Me gustaban las historias bonitas. Por las noches intentaba siempre fantasear antes de soñar, y de pequeña siempre imaginaba mi vida paso a paso hasta llegar a lo idílico que caracteriza a los sueños, aunque sabía de la realidad de las encrucijadas, los problemas y tristezas que nos iban viniendo sin buscar. Siempre fui una chica despierta y vivaz.

Mientras yo estaba acabando el centro de mesa siguiendo las instrucciones de mi madre, de espaldas a ellos, y mientras mi madre hacia el ramo por el que aquellos chicos rubios se decidieron, oía sus murmullos y sonrisas en lo que me pareció que era francés, y nuevamente aquellos ojos claros cruzándose con los míos.

Mi madre terminó y les entregó el ramo, ellos pagaron y marcharon. Yo me quedé con un poco de tristeza, o más bien decepción o de curiosidad porque me hubiera gustado saber algo más de aquel chico rubio y espigado que parecía debía ser el único que hablaba español porque había sido el que había hablado con mi madre en todo momento.

La puerta se abrió y el móvil colgado tras ella sonó avisando de un nuevo cliente. Era él. Se acercó a mí al rincón apartado donde yo seguía con lo mío, me preguntó mi nombre y si por favor podía darle mi dirección porque le gustaría escribirme.

―Mi nombre es Antoine. Me gustaría conocerte.

Le anoté mi nombre y la dirección de la floristeria en una nota de papel de regalo que mi madre utilizaba para envolver los encargos. Se la di, y dándome un beso en mi mejilla de adolescente de 15 años salió por la puerta, dejándome en un estado de ilusión y asombro que siempre sentí cada vez que recordé aquellos mágicos instantes.

Los veranos en mi ciudad siempre pasaban más o menos de la misma forma, condicionándonos un poco, la intensa temperatura, para salir o entrar o divertirnos o descansar. Se aprovechaban mucho las mañanas y luego las tardes cuando el sol empezaba a esconderse, y las calles se habían enfriado. Yo pasaba los días ayudando a mi madre por la mañana y ocupándome un poco de mi hermana pequeña. Comer, descansar en la siesta y cuando el fresco ya se hacía presente salir con mis amigas a pasear, o al cine de verano, y algunos días a la piscina. Quedaba una semana para salir de vacaciones, al norte como cada año, alejándonos del calor que tanto a mi madre como a mí, tan poco nos gustaba y además, según cómo, alguna vez sobretodo a ella, nos sentaba mal.

Adoraba el norte, con sus profundos y verdes valles, sus ríos de aguas bucólicas y cristalinas, playas de arena dorada y fina que contrastan con los suntuosos acantilados que emergen en sus pies. Tierra de valientes navegantes, de barquitos de madera, de grandes y plateadas olas, de ínfimos soñadores y hombres fuertes de metal. El mar es el verdadero dueño de estos lugares, los magnifica y los sella con su diseño, agota nuestra fantasía y nuestra voluntad. Tierra de pescadores y barquichuelas.

Cada verano desde que yo tenía unos 10 años pasábamos en el norte nuestras vacaciones, en las que me reencontraba con mis amigos de verano, y en dónde redescubriamos juntos la ciudad y así cargaba mi mente de recuerdos y planes de proyectos para realizar el verano del año siguiente. En el norte todo era diferente. Sentía volar, me elevaba sobre las casas de pescadores hasta llegar al mar, testigo de la historia, de amores de verano, de familias enteras bañándose al morir las tardes de agosto. El sol escribía en mi espalda mientras estaba tumbada en la playa con mis amigos, percutida por la arena que impactaba en mi piel, atizada por el viento. Allí en esas tierras tan verdes y frescas y tan diferentes a la mía, toda la familia cogíamos la energía y el descanso necesario para volver y seguir un año más. Nos encantaba visitar cada pueblecito de la zona, donde parece que la vida trascurre con tanta lentitud y sosiego. Montes verdes, de intenso y variado verde incluso en el fuerte verano, salpicado de montañas, con robles, castaños y abetos, y las maravillosas casas con sus tejas negras y verdes. Y ese mar Cantábrico, esas playas, que mueren en unos acantilados enormes altos y escarpados. Y también nos encantaba pasear por el puerto, viendo como los pescadores salían y entraban con sus barcos, algunos sin capturar nada, lamentándose de su mala suerte. Otros muy contentos con su marco lleno de arenques y alguna que otra buena pieza. Y relajada y con el alma renovada y limpia, y la mente llena de recuerdos e ilusiones, volvíamos a casa. Tocaba con los dedos la realidad de lo cotidiano, y volvía al día a día del verano de Andalucía con mis amigas.

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