Juan Esteban Constaín
Álvaro. Su vida y su siglo
Literatura Random House
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A la memoria de Margarita
Y para don Jaime Pombo Leyva,esta historia que no pude leerle completa
Juan Esteban Constaín
Nació en Popayán en 1979. Los mártires, su primer libro, un volumen de relatos protagonizados por sus escritores favoritos, fue publicado en el año 2004. Después vinieron las novelas El naufragio del Imperio (2007), ¡Calcio! (2010, Premio Espartaco de Novela Histórica en la Semana Negra de Gijón; publicado en Italia por Marco Tropea y en Polonia por Rebis) y El hombre que no fue Jueves (2014, Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, Eafit; publicado en Italia por Fazi), el libro El tiempo por cárcel (conversaciones con Roberto Pombo) y el libro de ensayos Ningún tiempo es pasado (2018). Es columnista del periódico El Tiempo. Tiene tres hijas: María, Manuela y Miranda.
Título: Álvaro. Su vida y su siglo
Primera edición: julio de 2019
© Juan Esteban Constaín
c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria
www.schavelzongraham.com
© 2019, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. S.
Cra 5A No 34A – 09, Bogotá – Colombia.
PBX: (57-1) 743-0700
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Diseño de cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial / Patricia Martínez Linares
Fotografías: Archivo personal
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ISBN 978-958-5458-93-2
Conversión a formato digital: Libresque
I
El 2 de noviembre de 1995, Álvaro Gómez Hurtado llegó a tiempo a la Universidad Sergio Arboleda, como había llegado a tiempo a casi todas las cosas de su vida, desde niño. De hecho, cuando fue embajador en Suiza a finales de los años cuarenta, me contó alguna vez Margarita, su esposa, Álvaro era tan puntual que llegaban veinte minutos antes a todas las comidas y reuniones, y entonces, ataviados de punta en blanco y con la tarjeta en la mano, tenían que quedarse rondando algún castillo de Berna mientras daba la hora exacta, como un campanazo, y tocaban por fin el aldabón o timbraban y algún ujier los recibía en francés y los hacía entrar y los anunciaba: “Son Excellence, Monsieur l’Ambassadeur Goméz…”. Así que ese 2 de noviembre de 1995, el día de su muerte, un jueves, el Día de los Muertos, Álvaro Gómez Hurtado llegó temprano a dar clase en la universidad que había fundado hacía algunos años con su amigo Rodrigo Noguera Laborde, a la que le dieron el nombre de uno de los mayores pensadores del conservatismo colombiano en el siglo XIX, Sergio Arboleda. Su cátedra se llamaba Cultura colombiana pero era en realidad una especie de introducción, una aproximación amable y elemental más bien a lo que uno podría llamar, a la manera antigua, una “filosofía de la historia” o una “ciencia de la cultura”: una historia universal narrada desde la erudición descomunal y riquísima del maestro, pero puesta al día en las posibilidades reales de su auditorio, los estudiantes de la carrera de Derecho, a los que había que contarles todo (y quizás haya todavía que contárselo, hoy más que nunca) como un cuento o una sucesión de anécdotas y de conjeturas y de reflexiones y especulaciones y teorías en las que cabía hablar de lo que fuera, desde la ropa hasta la comida, desde la música de Bach hasta las ideas de Simón Bolívar, con tal de mantener en guardia la atención de “los muchachos”, su curiosidad, su deslumbramiento, su perplejidad casi ante tantos puntos que se iban conectando allí delante de ellos en la voz de quien les representaba, en el mejor de los casos, un político ilustre en uso de buen retiro. Pero además de hipnotizarlos con sus historias y sus ideas, Álvaro Gómez usaba el tablero de la clase para ejercer otra de sus grandes pasiones en la vida, la pintura. De suerte que mientras iba discurriendo sobre, por ejemplo, las crecientes del río Nilo en el antiguo Egipto o los versos épicos de don Juan de Castellanos durante la Conquista de América, dibujaba eso mismo y hacía que sus alumnos no solo oyeran el eco del pasado sino que también pudieran seguir, al acecho, cada una de sus huellas. El día de su muerte, sin embargo, Álvaro Gómez Hurtado no dibujó nada en el tablero, aunque habría podido hacerlo a sus anchas porque habló durante dos horas del Barroco y su influencia en la cultura occidental más allá de lo estético. Fue ese quizás uno de los temas predilectos de su vida: la explicación del Barroco no como una escuela pictórica o escultórica o literaria o poética o musical sino como un estado del alma: una “concepción del mundo” —esta expresión le fascinaba— que era la clave para entender lo que había pasado en Occidente entre el Renacimiento y la Ilustración. Y para nosotros los hispanoamericanos, decía, ese tema era fundamental, el más importante, porque allí, en ese momento de la historia y al calor de esa sombra compleja y convulsa de “lo barroco”, se había definido nuestra forma de ser, nuestro talante.
Pero ese 2 de noviembre de 1995, Álvaro Gómez Hurtado no dibujó nada en su cátedra. Y también, de manera excepcional, no iba vestido de traje y corbata como casi siempre, sino que estaba con unos pantalones cafés y una camisa a cuadros, un suéter, una chaqueta de gamuza, zapatos informales. Varios de sus estudiantes, que lo trataban a la vez con reverencia y con afecto, le señalaron que era raro verlo vestido así, y él apenas les dijo que era para que no se acostumbraran “a verlo a uno siempre como un cuadro”. En realidad esa tarde, después de la clase, Álvaro y Margarita tenían una invitación a La Calera para almorzar en la casa de su amigo Orlando García Herreros, quien agasajaba al torero César Rincón, y ese iba a ser por supuesto el tema central de la tertulia. Ese, y el Gobierno de Ernesto Samper, cuestionado hasta lo más profundo por el escándalo del Proceso 8.000 en el que se había demostrado el ingreso de dineros del narcotráfico a su campaña presidencial de 1994; cuestionado sobre todo por Álvaro Gómez, quien desde las páginas de El Nuevo Siglo, y desde donde pudiera, no paraba de criticar al Gobierno y al Presidente y no paraba de agitar su tesis de que lo que había que tumbar era al “Régimen”. En una entrevista, cuatro días antes de que lo mataran, Gómez le dijo al